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domingo, 5 de abril de 2009

EL ALMA ROTA

Publicado por primera vez en Tablas (La Habana), no. 2, 1992, pp. 1-13.

Magaly Muguercia

Un día para mí memorable de 1979, en Moscú ‑período final de Brezhnev‑ asistí a una función de El Maestro y Margarita. De Yuri Liubimov aprendí aquel día, tras cuatro horas demoledoras, que más allá de las discrepancias que en punto a visión del mundo y concepciones políticas me suscitaba su descomunal obra maestra y quizás con más fuerza aún porque esas discrepancias entre visiones del mundo diferentes existían y me tiroteaban‑, se podía y había que tener la honradez de aceptar una dimensión espiritual mayor, en la que los hombres podían reconocerse y darse mutuamente. Que un momento excepcional del arte podía hacer pasar a un segundo plano, dentro de esa formación compleja que es la sensibilidad de cada persona, precisamente algunas de esas convicciones intocables e impostergables que cada cual posee. En fin, que por qué no concedernos un momento de tolerancia para tener el privilegio de una fugaz vivencia de comunión en el dolor humano, en la libertad, en la belleza. Esto en el plano teórico, no pasa de ser una perogrullada. Se trata de reconocer "lo universal" que es propio a cualquier gran obra de arte, más allá de condicionamientos coyunturales, históricos, culturales, biográficos, etcétera.
Pero en el plano práctico, cuando resulta que los espectadores sometidos a tales experiencias de co-creación estamos inevitablemente insertos en una historicidad concreta que nos atenaza, atravesada de preguntas urgentes, de preguntas urgentes sin respuesta, de contradicciones, el reconocimiento de eso "universal" puede devenir un acto de vida trasgresor, capaz de desestabilizar en alguna medida el sistema de valores que rige comúnmente nuestra percepción.
Una experiencia de tal índole podría resultar muy enriquecedora con la condición de que, deponiendo algunos pre‑conceptos, aceptemos humildemente que la verdad puede ser asaltada desde muchos flancos. Que el artista no tiene que ‑ni puede‑ decirlo todo, sino, en todo caso, decir con el mayor sentido de totalidad posible su atisbo de verdad; que también aquello que podemos percibir ‑escandalizados o complacidos, según el caso‑ como la herejía, pudiera alumbrar el camino, si ha sido engendrado de una manera auténtica.
Si por un momento ‑solo como un juego, desde luego‑ ponemos a un lado el sentimiento reconfortante de tener en la diestra la llave de todos los secretos; si por un momento intentáramos ser menos olímpicos, entonces quizás resultáramos recompensados por la conciencia de nuestra propia, magnífica indefensión, por un sano sentimiento de desamparo que tenemos el derecho de reivindicar desde nuestra condición de hombres prehistóricos que es, en buen marxismo, todo lo que somos, a pesar de las muchas proezas de la especie. Hombres pre‑históricos que, para no renunciar a la trascendencia, nos vemos obligados a avanzar hacia ella de manera ora cruenta, ora vergonzante, ora suicida.
Para no ser derrotistas, para creer con un mínimo de eficacia en la posibilidad, por ejemplo, del comunismo como utopía, hay que saber que apenas estamos aptos para pensar el mundo de una manera eficiente, que estar dispuestos a ser sujetos y no objetos nos puede costar hasta la última gota de sangre y todavía resultar ese un precio ridículamente insuficiente. Esos me parecen el único optimismo y el único ejercicio combativo de la voluntad bien fundados: los que emanan de una vivencia realista de desamparo, de carencia y de dignidad. Si este realismo, en nuestro interior, es compatible con la necesidad de transformar el mundo, o por lo menos de desearlo de otra manera, si el coraje nos acompaña hasta un punto tal, entonces comienza a haber algún derecho y algún fundamento para autodenominarnos humanistas y hasta revolucionarios.
Tal introducción a lo que pretende llegar a ser un más o menos sensato comentario teatrológico la dedico ‑para intentar devolverles desde la sinceridad lo que con sinceridad me ofrecieron‑ a los actores del Teatro Obstáculo, a Víctor Varela, a su Opera Ciega que me ha "roto la mente".[1]
Estos jóvenes, que tienen la edad de mis dos hijos, dicen desde Cuba socialista, que ellos tienen la mente dividida, el alma rota. Y yo creí muy ingenuamente, cuando todavía ellos no habían nacido, que nosotros, con aquel bregar, les estábamos garantizando de manera definitiva su dignidad personal, su libertad. Alguna responsabilidad personal me toca ante esta generación tan insatisfecha. Alguna responsabilidad social pu­diéramos tener sus mayores frente a ellos. Su arte no se merece la estéril salida de las acusaciones.
Opera Ciega es un hecho artístico de alto nivel. Hay allí hondura conceptual, estilo, técnica, alta precisión y sinceridad. La noche de los asesinos, de José Triana, el Woyzek de Büchner, Shakespeare, la commedia dell'arte, Edipo y Heiner Müller; Grotowski, Kantor y Barba son algunas de las influencias y/o intertextos complejamente entrelazados que ayudan a construir esta propuesta escénica impresionante subtitulada "espacio tiempo de una mente".

¿Y por que no aplauden?

La representación a la que yo asistí, a mediados de octubre de 1991, se comportó como un acto de "teatro sagrado" atravesado ‑para acogerme a la síntesis que tal terminología permite, asumida en el sentido que le otorga Peter Brook‑.
Varias decenas de espectadores ‑la mayoría jóvenes‑ penetran silenciosos y se apiñan sin ruido sobre los ásperos tablones en forma de gradas levantados frente al minúsculo espacio. Han llegado hasta aquel suburbio habanero ‑que nunca antes había albergado teatro alguno‑ tras sortear las peripecias a que nos obliga nuestro transporte urbano en condiciones de "período especial" (sin petróleo para producir, ni para movernos de manera normal por la ciudad y, posiblemente, con una frugalísima comida en el haber). En otros tiempos, por cierto, tenía su sede en los altos de este local del Cerro una Logia masónica. Ya instalados allí, estos estoicos habaneros se someten al nuevo sacrificio corporal de más de tres horas sobre aquellas maderas mortificantes, tiempo durante el cual no se escucha ni un rebullir en los asientos. Es posible sentir la respiración de los actores. Al final, personas absortas, en alguna medida transfiguradas, abandonan el pequeño local lentamente, recogidas en sí mismas, sin que nadie intente el gesto de un aplauso.
Nadie osa introducir el inevitable grano de frivolidad que se desliza hasta en la más sincera de las ovaciones.
Quizás valdría la pena hacer una digresión para subrayar que los cubanos ‑lugar común pero no totalmente falso‑ somos "muy extravertidos" y, como espectadores, bastante exuberantes en las señales aprobatorias. Eso es tradición que mucho complace en Cuba al artista que nos visita. Que un cubano se inhiba de aplaudir, se constituye pues en un signo teatral que pesa dos veces en la construcción de significado del espectáculo: confirma al hecho escénico su proyectado carácter de ritual un tanto esotérico; y lo configura también, en algún nivel, como una subversión, como un acto alterador de conductas muy arraigadas.
Somos supuestamente la cultura del festejo ruidoso y gestual, del telúrico toque de santos, de los rugidos simpatizantes y la bachata, del grito zumbón o enardecido que no se hace esperar, de fervorosas concentraciones multitudinarias y marchas patrióticas grandiosas no del todo descifrables para la sensibilidad de los no iniciados. Es decir, somos sujetos permeados por otro tipo de conductas rituales de honda y compleja significación cultural, pero que suelen expresar su sacralidad, por así decirlo, de una manera diferente.
Sin embargo, en Opera Ciega, aquel grupo de espectadores estaba construyendo el significado del rito desde una actitud que contrasta, como ya resultará obvio, con nuestros patrones más comunes. Faltaría, desde luego, saber quiénes estaban allí sentados. ¿Sería solamente una juvenil élite vinculada al mundo artístico?, ¿o los esnob solamente, que atrapan al vuelo la señal del buen tono?
La sacralidad contaminada
El texto de Opera Ciega explicita más de una vez, desde diferentes perspectivas, el tema de la tensión entre lo visible y lo invisible (verdad‑ocultamiento).
¿CÓMO SE PUEDE NO PENSAR, COMO EL PENSAMIENTO PUEDE DEJAR DE TENER FORMA, COMO LA FORMA DEJAR DE SER LA HERIDA, LA HERIDA PRESCINDIR DE LA IDEA, LA IDEA DE LA ACCIÓN Y AMBAS DEL ARREPENTIMIENTO Y CONTINUAR NOSOTROS SIENDO EL HOMBRE ANÓNIMO QUE SE LEVANTA Y MIRA SIN DUDAR QUE SU MATERIA CONTINUA SIENDO EN SUS RASGOS?
Esta alquimia fácil de adivinar, pero de carácter rotundo nos revela el engranaje de algo que no se deja tocar ni nombrar, pero que se mueve y nos mueve.
Cuando más adelante "la tragedia está a punto de desencadenarse" (las comillas significan que el tipo de dramaturgia de Opera Ciega sólo de manera muy relativa admite tal expresión, pues en realidad se apoya en un relato fragmentado, no aristotélico, que juega, precisamente, a multiplicar y destruir los "clímax"), el texto vuelve a explicitar la oposición:
¿Los ojos de Edipo nacieron empañados por el desastre o el desastre de estos ojos fue la claridad de ver la realidad empañada? HAY NUECES QUE NACEN PARA MORDERSE LA COLA, ojos que quieren ver más allá y se encuentran sólo a sí mismos. Estos ojos tienen varios caminos. El del TIRANO o la víctima, el del MITO o el MONJE, el de ICARO o el COSMONAUTA; Caín, la liebre, el Fausto o la serpiente. LARGA ES LA LISTA Y MUCHAS LAS PROBABILIDA­DES. Uno es el desenlace de un síndrome para el cual los oculistas no piensan inventar espejuelos. Aquí ocupa un lugar importante el electroshock y el enigma siempre en boca de un ciego que no se ve. LOS OJOS SON UNA METÁFORA DE LA CONCIENCIA.
Se encuentra registrado, en estos y otros muchos momentos, y con el valor poético que Varela imprime a la palabra, una formulación conceptual básica que condiciona el camino formal del texto y del espectáculo: posibilidad‑imposibilidad de ver, relación problemática del hombre con la verdad.
"Hacer visible lo invisible" es, según Peter Brook, la aspiración de lo que él ha caracterizado como "teatro sagrado" ‑toda una dimensión de la escena del siglo XX que coexiste, y con frecuencia se entremezcla, con otras actitudes estéticas‑. Víctor Varela tiende a producir realizaciones escénicas asociadas a esta sensibilidad "sacra".
La estética de Varela se basa en la elección consciente de la pobreza y la dificultad como sustancias de su teatro. Desde que diera sus primeros pasos en la escena cubana, a mediados de los años ochenta, decidió colocar ante sí y sus actores el obstáculo, la carencia, como un desafío ético y artístico. El camino recorrido lo ha llevado de Los gatos a la famosa Cuarta pared y finalmente a esta reciente propuesta. (Simultáneamente ha incursionado con éxito en la coreografía). Su opción "sacra", su insistencia en, desde la pobreza y el rigor, "hacer visible lo invisible", no constituyen amanerada voluntad de estilo; un principio conceptual y afectivo lo compulsa: su persistente representación de la verdad como un flujo inatrapable de sucesivos enmascaramientos, su reconocimiento de una dificultad ¿ontológica? ¿histórica? del hombre para ver.
Pero la "sacralidad" de este artista aparece complicada por la existencia de otra compulsión que imprime el sesgo más característico a su sensibilidad y la modela finamente: una necesidad de compromiso con su circunstancia concreta, nacional, que él se representa preferentemente desde el ángulo de sus carencias. De este modo el mundo interior de Varela opta por un tipo de sacralidad híbrida, que no se da tregua, que salta incesantemente de lo ascético a lo mesiánico, y de lo trascen­dente a lo histórico.
Un aspecto de esta sacralidad contaminada se nos revela desde el siguiente ángulo: Si nos detenemos en el nivel de la palabra dramática, no dejaríamos de percibir en Opera Ciega el forcejeo ineludible de lo "sacro", de lo inasible, con lo ideológico, en el sentido de lo explícito y doctrinal. Aun la palabra poética ‑vehículo de lo inefable‑, al ser esgrimida por Varela, no desea escapar del todo de la función que conecta al verbo con las explicaciones, con nominalizaciones susceptibles de producir una cierta merma de "sacralidad".
No conforme con realizar, en el texto, operaciones múltiples que conducen a estas y a otras "contaminaciones" a nivel del verbo, Varela asume en la escena una estrategia en la que se materializa de manera definitiva ese efecto doble de sacralidad‑contaminación. Orquesta una totalidad escénica en la que otros múltiples lenguajes actúan junto con pero, sobre todo, contra el texto. Logra así que el componente "sagrado", en el sentido brookiano, tome cuerpo, pero modulado de manera incisiva por las mezclas, por la cuota de hibridez imprescindible que le permite construir pero también despatetizar la sacralidad.
Esta puesta en escena arroja su tema central: posibilidad‑imposibilidad de ver, verdad‑ocultamiento‑ y todas las deriva­ciones temáticas que de él se desprenden: espacio posible o imposible de la rebeldía, mito y realidad, vida e ideologiza­ción‑ a un torrente de exploraciones escénicas que, como una de sus estrategias claves, potencian y desafían la palabra.
Para ilustrar lo que digo pudiera resultar útil reproducir el primer fragmento del texto (la Obertura, citada arriba parcial­mente), y cotejarlo con notas tomadas por mí cuando, varios días después de la función, me senté frente a un video y, a medida que transcurrían las imágenes de la Obertura, intentaba a vuelapluma describir el tejido escénico de la manera más "inocente" y desprejuiciada posible. (Es este un procedimiento en el que tengo fe: no partir, para el análisis, de una tesis previa, sino encontrarla, arribar a la inevitable ideologización que toda lectura supone, desde un cuerpo a cuerpo, lo más fair play posible, con el discurso escénico, como si no albergara ningún tipo de sospechas en cuanto a sus estrategias.)
El texto de la Obertura dice lo siguiente:

Voz en off
La mente es un motor. Una broma repugnante que en cualquier manual de anatomía clásica ilustra el desconocimiento de su propio enigma. Es el lugar del archivo, la pantalla cinematográfica y la máquina de moler obsesiones. Sugiere un extraño lugar que se figura a la vez que se omite. Su espacio es privado y en él cada cual encuentra su orilla recurrente. Esta orilla generalmente grosera es el lejano eco de nuestra rebeldía donde no se puede fraguar unidad. Escapa a cualquier definición y en los confines de su propia estirpe nos reserva un recodo para el susto, la blasfemia y el espanto porque ella, la mente, nos puede ofrecer el más peligroso itinerario y la más insospechada manifestación del dolor. En este caso la pregunta es:
¿COMO SE PUEDE NO PENSAR... [continúa aquí texto citado en p. 29]. Su presencia legítima es ruido, un títere sin titiritero crucificado en una plaza pública cualquiera de las alegorías de un loco.
Walpurg :
Verdugos, ustedes no pueden dejar de curarme. Yo lo sé. Cada día que pasa una gota de aniquilamiento progresivo. No inventen más que yo espero y espero cada día peor suerte.

En mis notas se lee:
‑ "Sonido vocal, antífonas, vocalizaciones disonantes (humor, ironía, grotesco). Muy bien hecho, musical y vocalmente (verda­dera obertura operática; irónica, ligeramente tosca, juego con lo "culto").
‑ "Actores atraviesan el espacio; llevan objetos‑máquinas absurdos, locos y chirriantes".
‑ "Movimientos automáticos, lentificados; voz en off poco com­prensible, lenta y sorda. Chirrido de los objetos contra el background sacro; coro angélico."
‑ "Ana es también autómata; sigue background resonante, angélico; poco descifrables las palabras."
‑ "Víctor Varela escribe a máquina. Luz sobre él; continúa back ground."
‑ "Víctor deja la máquina a Walpurg. Walpurg atormentado."
Verdugos ustedes no pueden...
‑ "Walpurg grita "en ópera". Tono agudo; vocaliza, silabea."
Cada día que pasa...
‑ "Abandona la máquina. Continúa back ground. Víctor se aleja."[2]
El que lea el texto de Opera Ciega sin percatarse de su medular ambigüedad ‑dada, entre otras cosas, porque prescinde deliberadamente de acotaciones‑ pudiera quizás relacionarlo, en su imaginación, con un discurso escénico altisonante y patético. Sin embargo, si creemos a mis notas inocentes, en términos escénicos proliferan el humor, las incongruencias, los comenta­rios críticos al texto y los distanciamientos; el director, como un oficiante, interviene sorpresivamente en el juego de los actores. Es en todo caso a través de todos estos elementos, contra ellos, que el patetismo se abre paso. Son múltiples ‑y no hice sino atrapar algunas‑ las violaciones que la escena ‑voz, gesto, espacio, objetos, sonido, ritmo, atmósfera‑ ejerce sobre el guión de las palabras.
La observación ulterior, más detenida, del tejido escénico no hizo sino confirmar esta, que se convirtió en una premisa del análisis.
Hay, por ejemplo, momentos fuertes de desnudamiento interior de algunos actores; pero también hay sostenidas máscaras gestuales que congelan, contradicen o relativizan las revela­ciones de ese desnudamiento; de la nostalgia de una cita que atraviesa fugaz la escena; de las repeticiones oníricas; de las bufonerías y los "actos de magia"; de la irrupción de lo popular estereotipado en una materia "sagrada", brota el efecto decisi­vo. Lo que el texto de Opera Ciega afirmaba o ponía en tela de juicio, ahora es acosado o vuelto del revés por una escena que toca lo profundo sin dejar de ser maliciosa y proteica.
El entrelazamiento de estilos y estéticas ya inscrito en la palabra dramática ‑romanticismo, absurdo, grotesco, ironía, collage‑ complica su hibridez cuando el director merodea, aquí y allá, por las zonas del trance actoral, por los instantes de peligrosa entrega que no se atienen estrictamente a patrones estilísticos, porque están en la encrucijada misma del acto humano vivo, lo técnico y lo trascendente.
Para matizar aún más las coordenadas estéticas de este artista, yo agregaría que Varela, familiarizado con las técnicas y las filosofías de Grotowski, Barba, el Living Theatre y Kantor, tiende un hilo en Opera Ciega que le permite comunicar las tendencias sagradas, utópicas, artaudianas y antropológicas presentes en diferentes dosis en estos creadores de la escena, con otro polo de sensibilidad que también, por lo menos en Kantor y Barba, son reconocibles: el conceptualismo y la posmo­dernidad. Es esta, precisamente, una de las ricas complicaciones que ‑junto con el compromiso y la historicidad‑ lo emparentan con el alemán Heiner Müller.
Me permito hablar de posmodernidad para de inmediato aclarar que la de Varela sería, en todo caso, de fina estirpe cubana y latinoamericana; allí está la sagacidad crítica, a veces razonadora, a veces naïve, de nuestros jóvenes plásticos; las indagaciones muy posmodernas, pero muy imaginativamente politi­zadas de cierta zona de nuestra escena experimental (Time ball, de Joel Cano, la trilogía de Carlos Díaz basada en Tennessee Williams y Robert Anderson); la preocupación ciudadana de nues­tra brillante danza‑teatro (Marianela Boán, Caridad Martínez, el propio Varela).
Aparecen en Varela las huellas de esta sensibilidad posmoderna en la medida en que juega con lo "culto" y lo "popular", con la desconstrucción de la emoción, del concepto y de la forma, con la recontextualización, con las reiteraciones y simultaneidades y, sobre todo, con una intertextualidad muy elaborada que deviene factor estructurante.
Pero, sin embargo, esta posmodernidad muy a la latinoamericana, crítica y política, no renuncia al horizonte utópico. No logra ‑ni quiere‑ Varela, como tantos otros de nuestros artistas sensibilizados con la posmodernidad, desterrar de su creación el afecto "moderno", con cuyas resonancias de rebeldía se funde, en un seductor mestizaje, su modo irónico y antipatético. Ni logra ‑ni quiere‑ borrar las pistas de su delator sentido del compromiso y la historicidad. Su posmoder­nidad, al igual que su sacralidad, está contaminada.

¿Una nueva Noche de los asesinos?
En Opera Ciega el teatro cubano tiene de alguna manera su segunda Noche de los asesinos (¿su otra Electra Garrigó?). Solo que hija de una época muy diferente. Aquel sentimiento rebelde y trágico de Triana se insertó de manera muy paradójica en los albores de una revolución popular triunfante.[3] La Opera ciega surge de la sociedad cubana contemporánea, contexto tan intenso como aquel, pero mucho más intrínsecamente contradictorio : la Revolución Cubana está hoy sometida, como por una especie de destino, a su prueba crucial: preservar la utopía de nuestro proyecto liberador, socialista y latinoamericano, en medio del mundo de desconciertos y francas apostasías que nos rodea y en lucha contra nuestras propias y graves deformaciones. En Opera ciega se refracta pues un sustrato vivencial de cierto matiz trágico y mucho más claramente socializado y universalizado que el que sustentó a Triana en su momento. La historicidad de ese sustrato es flagrante. Las representaciones de conflicto interno y soledad, de conciencia de la propia trascendencia, de conciencia de una trascendencia bloqueada o amenazada, de lealtad a todo trance, de angustia y de exaltada dignidad son compartidas ‑con los más variados matices‑ por la mayor parte de la sociedad cubana. La de Triana no fue obra que, en su momento de escritura y estreno (1965‑1966), obligara a privilegiar la virtual lectura política inscrita en el texto. Fue con el paso del tiempo, en nuevos contextos, que esa posible lectura política pasó a ser valorada por algunos como una dimensión subordinante.[4]
La obra y el espectáculo de Varela, en virtud de la deliberada superposición que allí se produce de temas y de estilos, con la suerte de "ambigüedad programática" que anima forma y conceptos, posee un trasfondo filosófico e ideológico más intrincado que La noche...; ese trasfondo se apoya ciertamente, en el caso de Varela, en nociones y afectos que enfatizan la condición fragmentada de la experiencia humana y lo incierto de su sentido.
Apoyada en su barroca textura conceptual, a diferencia de La noche... en su momento de escritura, Opera ciega ‑desde el con­texto en que la percibimos sus contemporáneos‑ no posibilita el desconocimiento de la dimensión política como una de sus instancias de lectura subordinantes hoy. Aquí, de nuevo, como en Triana, se trata del vértigo de los hijos que necesitan asesinar al padre; pero en Opera ciega resulta mucho más "claro" por la dramaturgia misma, por los "personajes" y las funciones múltiples que estos asumen en la escena, que estos "hijos" rebasan de manera inequívoca el ámbito familiar literal y encarnan diversos actores sociales que, por causas también muy diversas tienden a atentar contra el padre ‑el Héroe, un principio autoritario mitificado‑.
Los personajes de Triana inhibían su proyecto, se mordían la cola, se cerraban en un círculo de impotencia. Los de Varela "realmente" asesinan ante nuestros ojos. pero el acto que ejecutan no es en modo alguno ni liberador ni mucho menos unívoco. Lalo y Beba, y Margarita y Pantaleón ‑todos tomados de Triana‑, Walpurg y Ana se manchan las manos con una sangre sagrada, escupen a los dioses. Pero lo hacen, en primer lugar, por motivos y con objetivos diferentes y hasta excluyentes entre sí. En segundo lugar, al hacerlo, no llegan con este gesto sino a la parálisis o a una nueva perplejidad. Muy difícil será evadir, entre otras, la lectura política de este entramado, pero difícil también será licitar la reducción primitiva de su sentido al de un ralo panfleto.
Los protagonistas ‑Walpurg, arrastrado por la dinámica indetenible de su rebeldía; Ana, la profunda promotora‑ están condenados a no redimirse ni con el crimen, ni tampoco con la omisión del acto"; ni con la acción, ni con el arrepentimiento". Walpurg y Ana pertenecen al mundo de los héroes dubitativos, hamletianos, que no saben qué hacer "después de haber matado a Dios, el absurdo del suicidio, la fe en la esperanza y la desesperación", pero que tampoco saben qué hacer con el impulso irrefrenable que los lleva a actuar, a trasgredir, a aproximarse a la verdad. Walpurg no acepta estar en ninguna coordenada ideológica ("DAME UNA PREGUNTA SIN RESPUESTA y haré que el hombre viva."); Ana sí propone la coordenada: marchar, adelante, atrás, girar, suprimir el obsceno "yo".
Pero esta propia Ana que por darse una certidumbre y un pro­yecto renuncia a su cuerpo joven, a la inocencia y la sensualidad, y opta por el exterminio, por la acción "purificadora" y demoledora, es una oscilación permanente desde el punto de vista del verbo que la encarna, desde el punto de vista de las funciones dramatúrgicas que el texto le otorga y, finalmente en virtud de su materialidad escénica, urdida por el director y por la actriz sobre la base de todo tipo de ambivalencias.

Un poco de sociología
Víctor Varela es hijo ‑¡ah, ironía!‑ de la explosión demográfica a través de la cual se expresó, también, el enorme acto liberador que fue la Revolución Cubana. También en aquella fiesta biológica ocurrida entre 1959 y 1964 se puso de manifiesto la magnitud de la transformación que había tenido lugar. En ese período nacieron más niños que nunca antes o después en la historia de Cuba. Y este hecho pronto se convirtió en un factor de presión que hizo construir apresuradamente más escuelas, producir maestros de manera masiva, desmesurarnos después de graduados universitarios y de seguridades sociales.
Aquella explosión demográfica, aunque moderada después de 1964, se prolongó todavía hasta 1972 ‑los jóvenes que hoy tienen diecinueve años‑ para después decaer bruscamente. Ella introdu­jo, entre otros efectos sociológicos que inevitablemente reper­cutirían en lo económico, político e ideológico, el hecho de que hoy, en Cuba, los jóvenes que tienen entre veintisiete y treinta y dos años ‑sector anómalamente abultado de nuestra pirámide social‑ constituyen el grupo juvenil que presenta demandas de empleo y vivienda más apremiantes, y en el que se encuentra la más alta proporción de personas con un nivel superior de enseñanza. Los hijos de este "boom" son, además, los cubanos y cubanas que deben alcanzar su máximo protagonismo social al iniciarse el próximo siglo, precisamente en el momento en el que se producirá el proceso de extinción física de la generación histórica, la que concibió, llevó adelante y continúa liderando ‑ahora en conjunción creciente con otras generaciones‑ el proyecto socialista cubano.[5]
Vale agregar, además, que, en general, la población cubana es muy joven. El cincuenta y cinco por ciento de los cubanos tiene menos de treinta años. El peso que tiene en Cuba la juventud, no solo numéricamente mayoritaria sino poseedora de un alto nivel de instrucción y de cultura política, no es ni el principal ni el único, pero sí uno de los muchos factores que explican el hecho de que, a partir de la segunda mitad de los años ochenta, nuestra sociedad se haya visto compulsada a plantearse el problema del desarrollo de nuestra opción socialista con pleno reconocimiento de las contradicciones económicas, políticas e ideológicas que nos desafían. Esta toma de conciencia se expresó en el proceso de "Rectificación", iniciado en 1986. [6]
No se trata, desde luego, de atribuir mecánicamente una homogénea visión del mundo a toda una formación generacional; tampoco vamos a absolutizar la incidencia que las expectativas generacionales tienen sobre los valores predominantes en una sociedad.
Pero los datos aportados quizás permitan al lector inferir por qué, para comprender la dinámica de las heterogéneas repre­sentaciones ideológicas que coexisten en la nación cubana hoy, resulta imprescindible darle un especial sentido a la relación que existe entre estas representaciones ‑tanto las de consenso como las de disenso‑ y el modo en que las hacen suyas o las generan sectores de procedencia juvenil.
En Opera Ciega Víctor Varela, hijo de aquel peculiar y hasta emblemático sector de nuestra población juvenil nacido en la década de los sesenta, explora, desde sus treinta años, su "mente" personalísima; al asomarse a ella, la descubre tan di­námica e hipercreativa como rigurosamente autocontrolada; tan caótica como lúcida; tan fulminante como cautelosa. Las imágenes se atropellan en esta mente que es una incesante paradoja; que está "rota". Hierve de preguntas, contradicciones, sueños, pre­juicios, frustraciones, rencor, lealtad y rebeldía ("No ve que estoy lúcido pleno y rotundo como el más grande perdedor"). Él, con todas las matizaciones a que obliga el carácter obviamente intransferible de su mundo personal, no es ‑no puede ser‑ un "átomo libre" en la complicada alquimia de la vida espiritual cubana de este momento.

Rebeldía, orilla recurrente
¿Quién es Walpurg, interpretado de forma tan inspirada, pero también tan elegante y sutil por Alcibíades Zaldívar?
En la secuencia final de la obra, en dos monólogos sucesivos, Walpurg reivindica su condición de rebelde. Al hacerlo, en el texto, pero sobre todo escénicamente, se desasocia de la sarcástica "Revolución de los muertos" protagonizada con apli­cado entusiasmo tanto por los "parricidas" ‑de los que él ha formado parte‑ como por la "buena sociedad". El primero de estos dos monólogos casi contiguos es uno de los momentos en que, como excepción ‑dentro de un discurso escénico en el que la voz suele ser tratada como un juego, una antífona, un cacareo, una cadencia‑ritmo‑timbre artificiosos‑ el espectáculo se acerca a una emisión vocal natural: en general estable, no contrapuntística, dentro del registro de una sonoridad y una gestualidad mesuradamente patéticas:

Sé qué quieren de mí. Si yo fuera un árbol entonces sí
El árbol que come del calcio de mis huesos
mi materia inorgánica junto al árbol
el árbol que crece junto a la tempestad
el árbol que espera
el árbol que soy después de la ausencia.
Dando solo la sombra
luchando contra la tormenta de las almas
rebeldes
que corren por el viento y la multitud que empuja sobre la
lluvia.
Sé qué quieren de mí. Si yo fuera un
muerto entonces sí
Un poeta perdido
sin uñas para rascar la roca descompuesto sin dedos para tocar la ópera roto
sin razones con mis pensamientos
disueltos.
El ciclo del fallo junto a la epilepsia y la locura.
A continuación Ana sufre su primera muerte, atravesada por los estoques de Margarita y Pantaleón, primero cuidadores del orden, luego parricidas y de nuevo cuidadores del orden. Ana, verdadera co‑protagonista (interpretada por la actriz Bárbara Barrientos), representa también una rebeldía contradictoria, hecha de intransigencias, férrea voluntad, amor y concesiones, envilecimiento y pureza. Mientras ella muere, Walpurg canta su segundo monólogo, su otra afirmación de la rebeldía. Los parricidas, y también el Héroe ‑secuaces y víctimas‑ yacen a sus pies. Walpurg canta de rodillas mientras Ana agoniza en medio de un profuso final shakespeareano, con la escena llena de cadáveres y violencia indetenible. Walpurg reivindica, de otro modo ahora, su naturaleza trasgresora.
Con un roto canturreo de niño indefenso, de iluminado, de tonto de la aldea, lleva a su momento más alto la pauta de la inocencia lúcida que a lo largo de todo el espectáculo ha guiado los principales compromisos del actor con su cuerpo, con su voz, con sus delicadas emociones:

Hace milenios los locos del mundo queremos levantar
un barco
Falsamente estimulados con pastillas
en un sentido equivocado a pesar de la química
a solas con nuestras alucinaciones
el barco está en la copa de una catedral.
Una acción inútil vacía de significado
con un sentido
probar nuestras fuerzas
saber que aún se puede superar un

límite
No quiero ser más Walpurg
dejo la horca y la ventana
en el cajón de la utilería. Yo soy [una máscara
En alguna parte
mi otro yo
escribe sobre sus ojos.

Después sobreviene el grito sorpresivo con que "resucita" Ana para orquestar la feroz "Noche de Walpurgis": chirriante, cir­cense, furtiva, llena de tinieblas y chispazos, picardía y confusión. Se hace la luz abruptamente. El director‑oficiante, semincorporado, clava unos objetos‑dardos en los ojos del retrato de un niño. El director se abate. Viene adelante Ana. Han desaparecido los hábitos de monja que le habían proporcio­nado una materialidad a su "coordenada". Ahora está semidesnuda y vuelven a ser visibles las correas, el fantástico cinturón de castidad con que invocaba el deber ser. Es una autómata o una agonizante temblorosa. El director‑oficiante, con un paño rojo, oculta su desnudez y su agonía de nuestras miradas. La acerca con piedad a su rostro y después la abandona. Ana prolonga sus últimas cuatro frases. Sólo vemos su rostro cambiante, en pros­cenio, sobresalir por encima del rojo retablo.
Habla el presente.
No quiero volver a la mueca
A la puerta cerrada de la vida
en mi dormitorio está la verdad.
Cae.
¿Rebeldía suprema? ¿Redención? ¿Prostitución? En el texto de Opera Ciega ‑carente de acotaciones tradicionales‑ la secuencia que he descrito, y que se inscribe en la "Noche de Walpurgis", se subtitula "Catástrofe mental. El autor se saca los ojos". Y el personaje de Ana ‑que se nombra "Monja" en gran parte del texto, ahora ha sido nombrado, a los efectos de estas cuatro líneas finales, "Ana prostituida".

Cubanidad
Esta totalidad, esta amalgama en extremo problematizadora en que se constituye, formal e ideológicamente, Opera Ciega, y que se sintetiza en su secuencia final, nos remite con fuerza a la imagen de aquel desamparo, de aquella digna fragilidad del ser humano a la que aludía al inicio de esta reflexión. La densidad de los conceptos, de la fabulación y de la escritura de este espectáculo nos impide decodificarlo por caminos tan simplistas como podrían ser intentar igualar su propuesta conceptual a una mera "filosofía de la desolación"; o bien reducir su tejido poético a un deslumbrante ritualismo up to date; o aferrarnos a la coartada de sus indiscutibles connotaciones universales para escamotear su concreta historicidad.
No es en modo alguno casual que la imbricación de lo trágico, lo sacro, lo lúdicro y lo político que he tratado de describir y que concede sus rasgos definitorios a Opera Ciega se produzca en un escenario ‑relativamente marginal por elección expresa del director ‑ ubicado en el corazón de la Cuba socialista de hoy.[7]
Nuestra nación está siendo azotada por un riguroso "período especial", como refería al principio, y por una conmoción mun­dial que ponen en peligro nuestra posibilidad de avance. Si las honduras del espectáculo fraguan en un acto impresionante de co-creación con el espectador es, quizás, porque el rito tiene lugar en esta Cuba, ahora más que nunca isla ‑soledad y punto de referencia, "accidente" de nítidos contornos, escenario mítico por excelencia de la literatura utópica‑ que protagoniza su aventura de liberación en circunstancias límites, desde una conciencia colectiva que, mayoritariamente, sin renunciar a las visiones críticas, asume, como un destino la defensa de la utopía socialista. Una Cuba que, volviendo a sus orígenes, se define hoy más que nunca como un radical proyecto de transformación cultural esencialmente autóctono.
Ópera Ciega es nuestra. Es un nivel muy refinado y discutible -si lo referimos a consideraciones políticas, filosóficas e ideológicas puntuales que allí subyacen- de una cubanidad rebelde y trasgresora, necesitada de arriesgar y asombrosamente abierta -como siempre y para bien lo ha sido Cuba- al espíritu del mundo, a las ideas y las sensibilidades foráneas de las que con avidez solemos apropiarnos y convertir en algo vivo y propio.
La mente y el alma de Víctor Varela, a las que aquí se ha asomado, están "rotas", pero no son mediocres. No sólo en la visión del mundo de él -pero también en esa visión del mundo, por muy perturbadora o insolente que a muchos pueda parecer- se pone de manifiesto la arraigada vocación de la cultura cubana de transformar el mundo o, al menos, de soñarlo mejor.
Su relativismo, sus despiadadas acusaciones, su paradójico, apasionado escepticismo, su sentido de pertenencia aún desde el disenso, lo inscriben de manera absoluta en una visceral historicidad.
Creo que en alguna medida Ana es portavoz del fragmentado afecto de Varela cuando, cerebral y cándida, declara:

El estado actual de las cosas
es la contradicción.
Le tengo horror al ridículo y
una grandísima culpa de
amarte
Quiso el artista, entre otras cosas, hablar con trascendencia de su país... y lo logró.
febrero de 1992



















































































































[2] La posibilidad de consultar esta grabación en video ‑que incluye una entrevista a Víctor Varela‑ la debo a la cortesía de la Escuela Internacional de Teatro de la América Latina y el Caribe.







































































[3] En el carácter paradójico de esta inserción nos detuvimos en el artículo "Del teatro sociológico al teatro de la identidad", Conjunto n.87, julio‑sept. 1991.











[4]Ver, por ejemplo, Diana Taylor: "Framing the Revolution: Triana's La noche de los asesinos and Ceremonial de guerra" Latin American Theatre Review, n. 24‑1, fall 1990, p.81‑91.











































































[5] En lo fundamental gloso aquí los datos aportados por Juan Luis Martín: "La juventud en la Revolución Cubana: notas sobre el camino recorrido y sus perspectivas", Cuadernos de Nuestra América, Vol VII, n.15, julio‑diciembre 1990 (Centro de Estudios de América, La Habana, Cuba).



[6] El reconocimiento de estas contradicciones se expresó en el programa político que, a principios de 1986, encabezado por Fidel Castro, dio inicio al "proceso de rectificación de erro­res y tendencias negativas". No fue la "Rectificación" una reacción inducida, en lo fundamental, como a veces se piensa, por condiciones externas ‑la perestroika, en primer lugar‑, sino por causas principalmente endógenas que imponían, al agudizarse, la reorientación del rumbo de la Revolución, la ruptura con modelos económicos y en última instancia políticos que habían demostrado su insolvencia o sus grandes limitaciones. La Rectificación pone el acento, después de una década y media, en valores originales aportados por la Revolución Cubana en los años sesenta y más tarde opacados por la copia de patrones de diverso orden en que se sustentaba el "socialismo real".







































































































































































[7] Digo "relativamente" marginal, pues el Teatro Obstáculo es, desde 1989, un proyecto subvencionado por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas de Cuba del Ministerio de Cultura de Cuba.















































































































































































































































































































































EL ALMA ROTA *

Magaly Muguercia



Un día para mí memorable de 1979, en Moscú ‑período final de Brezhnev‑ asistí a una función de El Maestro y Margarita. De Yuri Liubimov aprendí aquel día, tras cuatro horas demoledoras, que más allá de las discrepancias que en punto a visión del mundo y concepciones políticas me suscitaba su descomunal obra maestra y quizás con más fuerza aún porque esas discrepancias entre visiones del mundo diferentes existían y me tiroteaban‑, se podía y había que tener la honradez de aceptar una dimensión espiritual mayor, en la que los hombres podían reconocerse y darse mutuamente. Que un momento excepcional del arte podía hacer pasar a un segundo plano, dentro de esa formación compleja que es la sensibilidad de cada persona, precisamente algunas de esas convicciones intocables e impostergables que cada cual posee. En fin, que por qué no concedernos un momento de tolerancia para tener el privilegio de una fugaz vivencia de comunión en el dolor humano, en la libertad, en la belleza. Esto en el plano teórico, no pasa de ser una perogrullada. Se trata de reconocer "lo universal" que es propio a cualquier gran obra de arte, más allá de condicionamientos coyunturales, históricos, culturales, biográficos, etcétera.

Pero en el plano práctico, cuando resulta que los espectadores sometidos a tales experiencias de co-creación estamos inevitablemente insertos en una historicidad concreta que nos atenaza, atravesada de preguntas urgentes, de preguntas urgentes sin respuesta, de contradicciones, el reconocimiento de eso "universal" puede devenir un acto de vida trasgresor, capaz de desestabilizar en alguna medida el sistema de valores que rige comúnmente nuestra percepción.

Una experiencia de tal índole podría resultar muy enriquecedora con la condición de que, deponiendo algunos pre‑conceptos, aceptemos humildemente que la verdad puede ser asaltada desde muchos flancos. Que el artista no tiene que ‑ni puede‑ decirlo todo, sino, en todo caso, decir con el mayor sentido de totalidad posible su atisbo de verdad; que también aquello que podemos percibir ‑escandalizados o complacidos, según el caso‑ como la herejía, pudiera alumbrar el camino, si ha sido engendrado de una manera auténtica.

Si por un momento ‑solo como un juego, desde luego‑ ponemos a un lado el sentimiento reconfortante de tener en la diestra la llave de todos los secretos; si por un momento intentáramos ser menos olímpicos, entonces quizás resultáramos recompensados por la conciencia de nuestra propia, magnífica indefensión, por un sano sentimiento de desamparo que tenemos el derecho de reivindicar desde nuestra condición de hombres prehistóricos que es, en buen marxismo, todo lo que somos, a pesar de las muchas proezas de la especie. Hombres pre‑históricos que, para no renunciar a la trascendencia, nos vemos obligados a avanzar hacia ella de manera ora cruenta, ora vergonzante, ora suicida.

Para no ser derrotistas, para creer con un mínimo de eficacia en la posibilidad, por ejemplo, del comunismo como utopía, hay que saber que apenas estamos aptos para pensar el mundo de una manera eficiente, que estar dispuestos a ser sujetos y no objetos nos puede costar hasta la última gota de sangre y todavía resultar ese un precio ridículamente insuficiente. Esos me parecen el único optimismo y el único ejercicio combativo de la voluntad bien fundados: los que emanan de una vivencia realista de desamparo, de carencia y de dignidad. Si este realismo, en nuestro interior, es compatible con la necesidad de transformar el mundo, o por lo menos de desearlo de otra manera, si el coraje nos acompaña hasta un punto tal, entonces comienza a haber algún derecho y algún fundamento para autodenominarnos humanistas y hasta revolucionarios.

Tal introducción a lo que pretende llegar a ser un más o menos sensato comentario teatrológico la dedico ‑para intentar devolverles desde la sinceridad lo que con sinceridad me ofrecieron‑ a los actores del Teatro Obstáculo, a Víctor Varela, a su Opera Ciega que me ha "roto la mente".[1]

Estos jóvenes, que tienen la edad de mis dos hijos, dicen desde Cuba socialista, que ellos tienen la mente dividida, el alma rota. Y yo creí muy ingenuamente, cuando todavía ellos no habían nacido, que nosotros, con aquel bregar, les estábamos garantizando de manera definitiva su dignidad personal, su libertad. Alguna responsabilidad personal me toca ante esta generación tan insatisfecha. Alguna responsabilidad social pu­diéramos tener sus mayores frente a ellos. Su arte no se merece la estéril salida de las acusaciones.

Opera Ciega es un hecho artístico de alto nivel. Hay allí hondura conceptual, estilo, técnica, alta precisión y sinceridad. La noche de los asesinos, de José Triana, el Woyzek de Büchner, Shakespeare, la commedia dell'arte, Edipo y Heiner Müller; Grotowski, Kantor y Barba son algunas de las influencias y/o intertextos complejamente entrelazados que ayudan a construir esta propuesta escénica impresionante subtitulada "espacio tiempo de una mente".



¿Y por que no aplauden?



La representación a la que yo asistí, a mediados de octubre de 1991, se comportó como un acto de "teatro sagrado" atravesado ‑para acogerme a la síntesis que tal terminología permite, asumida en el sentido que le otorga Peter Brook‑.

Varias decenas de espectadores ‑la mayoría jóvenes‑ penetran silenciosos y se apiñan sin ruido sobre los ásperos tablones en forma de gradas levantados frente al minúsculo espacio. Han llegado hasta aquel suburbio habanero ‑que nunca antes había albergado teatro alguno‑ tras sortear las peripecias a que nos obliga nuestro transporte urbano en condiciones de "período especial" (sin petróleo para producir, ni para movernos de manera normal por la ciudad y, posiblemente, con una frugalísima comida en el haber). En otros tiempos, por cierto, tenía su sede en los altos de este local del Cerro una Logia masónica. Ya instalados allí, estos estoicos habaneros se someten al nuevo sacrificio corporal de más de tres horas sobre aquellas maderas mortificantes, tiempo durante el cual no se escucha ni un rebullir en los asientos. Es posible sentir la respiración de los actores. Al final, personas absortas, en alguna medida transfiguradas, abandonan el pequeño local lentamente, recogidas en sí mismas, sin que nadie intente el gesto de un aplauso.

Nadie osa introducir el inevitable grano de frivolidad que se desliza hasta en la más sincera de las ovaciones.

Quizás valdría la pena hacer una digresión para subrayar que los cubanos ‑lugar común pero no totalmente falso‑ somos "muy extravertidos" y, como espectadores, bastante exuberantes en las señales aprobatorias. Eso es tradición que mucho complace en Cuba al artista que nos visita. Que un cubano se inhiba de aplaudir, se constituye pues en un signo teatral que pesa dos veces en la construcción de significado del espectáculo: confirma al hecho escénico su proyectado carácter de ritual un tanto esotérico; y lo configura también, en algún nivel, como una subversión, como un acto alterador de conductas muy arraigadas.

Somos supuestamente la cultura del festejo ruidoso y gestual, del telúrico toque de santos, de los rugidos simpatizantes y la bachata, del grito zumbón o enardecido que no se hace esperar, de fervorosas concentraciones multitudinarias y marchas patrióticas grandiosas no del todo descifrables para la sensibilidad de los no iniciados. Es decir, somos sujetos permeados por otro tipo de conductas rituales de honda y compleja significación cultural, pero que suelen expresar su sacralidad, por así decirlo, de una manera diferente.

Sin embargo, en Opera Ciega, aquel grupo de espectadores estaba construyendo el significado del rito desde una actitud que contrasta, como ya resultará obvio, con nuestros patrones más comunes. Faltaría, desde luego, saber quiénes estaban allí sentados. ¿Sería solamente una juvenil élite vinculada al mundo artístico?, ¿o los esnob solamente, que atrapan al vuelo la señal del buen tono?

La sacralidad contaminada

El texto de Opera Ciega explicita más de una vez, desde diferentes perspectivas, el tema de la tensión entre lo visible y lo invisible (verdad‑ocultamiento).

¿CÓMO SE PUEDE NO PENSAR, COMO EL PENSAMIENTO PUEDE DEJAR DE TENER FORMA, COMO LA FORMA DEJAR DE SER LA HERIDA, LA HERIDA PRESCINDIR DE LA IDEA, LA IDEA DE LA ACCIÓN Y AMBAS DEL ARREPENTIMIENTO Y CONTINUAR NOSOTROS SIENDO EL HOMBRE ANÓNIMO QUE SE LEVANTA Y MIRA SIN DUDAR QUE SU MATERIA CONTINUA SIENDO EN SUS RASGOS?

Esta alquimia fácil de adivinar, pero de carácter rotundo nos revela el engranaje de algo que no se deja tocar ni nombrar, pero que se mueve y nos mueve.

Cuando más adelante "la tragedia está a punto de desencadenarse" (las comillas significan que el tipo de dramaturgia de Opera Ciega sólo de manera muy relativa admite tal expresión, pues en realidad se apoya en un relato fragmentado, no aristotélico, que juega, precisamente, a multiplicar y destruir los "clímax"), el texto vuelve a explicitar la oposición:

¿Los ojos de Edipo nacieron empañados por el desastre o el desastre de estos ojos fue la claridad de ver la realidad empañada? HAY NUECES QUE NACEN PARA MORDERSE LA COLA, ojos que quieren ver más allá y se encuentran sólo a sí mismos. Estos ojos tienen varios caminos. El del TIRANO o la víctima, el del MITO o el MONJE, el de ICARO o el COSMONAUTA; Caín, la liebre, el Fausto o la serpiente. LARGA ES LA LISTA Y MUCHAS LAS PROBABILIDA­DES. Uno es el desenlace de un síndrome para el cual los oculistas no piensan inventar espejuelos. Aquí ocupa un lugar importante el electroshock y el enigma siempre en boca de un ciego que no se ve. LOS OJOS SON UNA METÁFORA DE LA CONCIENCIA.

Se encuentra registrado, en estos y otros muchos momentos, y con el valor poético que Varela imprime a la palabra, una formulación conceptual básica que condiciona el camino formal del texto y del espectáculo: posibilidad‑imposibilidad de ver, relación problemática del hombre con la verdad.

"Hacer visible lo invisible" es, según Peter Brook, la aspiración de lo que él ha caracterizado como "teatro sagrado" ‑toda una dimensión de la escena del siglo XX que coexiste, y con frecuencia se entremezcla, con otras actitudes estéticas‑. Víctor Varela tiende a producir realizaciones escénicas asociadas a esta sensibilidad "sacra".

La estética de Varela se basa en la elección consciente de la pobreza y la dificultad como sustancias de su teatro. Desde que diera sus primeros pasos en la escena cubana, a mediados de los años ochenta, decidió colocar ante sí y sus actores el obstáculo, la carencia, como un desafío ético y artístico. El camino recorrido lo ha llevado de Los gatos a la famosa Cuarta pared y finalmente a esta reciente propuesta. (Simultáneamente ha incursionado con éxito en la coreografía). Su opción "sacra", su insistencia en, desde la pobreza y el rigor, "hacer visible lo invisible", no constituyen amanerada voluntad de estilo; un principio conceptual y afectivo lo compulsa: su persistente representación de la verdad como un flujo inatrapable de sucesivos enmascaramientos, su reconocimiento de una dificultad ¿ontológica? ¿histórica? del hombre para ver.

Pero la "sacralidad" de este artista aparece complicada por la existencia de otra compulsión que imprime el sesgo más característico a su sensibilidad y la modela finamente: una necesidad de compromiso con su circunstancia concreta, nacional, que él se representa preferentemente desde el ángulo de sus carencias. De este modo el mundo interior de Varela opta por un tipo de sacralidad híbrida, que no se da tregua, que salta incesantemente de lo ascético a lo mesiánico, y de lo trascen­dente a lo histórico.

Un aspecto de esta sacralidad contaminada se nos revela desde el siguiente ángulo: Si nos detenemos en el nivel de la palabra dramática, no dejaríamos de percibir en Opera Ciega el forcejeo ineludible de lo "sacro", de lo inasible, con lo ideológico, en el sentido de lo explícito y doctrinal. Aun la palabra poética ‑vehículo de lo inefable‑, al ser esgrimida por Varela, no desea escapar del todo de la función que conecta al verbo con las explicaciones, con nominalizaciones susceptibles de producir una cierta merma de "sacralidad".

No conforme con realizar, en el texto, operaciones múltiples que conducen a estas y a otras "contaminaciones" a nivel del verbo, Varela asume en la escena una estrategia en la que se materializa de manera definitiva ese efecto doble de sacralidad‑contaminación. Orquesta una totalidad escénica en la que otros múltiples lenguajes actúan junto con pero, sobre todo, contra el texto. Logra así que el componente "sagrado", en el sentido brookiano, tome cuerpo, pero modulado de manera incisiva por las mezclas, por la cuota de hibridez imprescindible que le permite construir pero también despatetizar la sacralidad.

Esta puesta en escena arroja su tema central: posibilidad‑imposibilidad de ver, verdad‑ocultamiento‑ y todas las deriva­ciones temáticas que de él se desprenden: espacio posible o imposible de la rebeldía, mito y realidad, vida e ideologiza­ción‑ a un torrente de exploraciones escénicas que, como una de sus estrategias claves, potencian y desafían la palabra.

Para ilustrar lo que digo pudiera resultar útil reproducir el primer fragmento del texto (la Obertura, citada arriba parcial­mente), y cotejarlo con notas tomadas por mí cuando, varios días después de la función, me senté frente a un video y, a medida que transcurrían las imágenes de la Obertura, intentaba a vuelapluma describir el tejido escénico de la manera más "inocente" y desprejuiciada posible. (Es este un procedimiento en el que tengo fe: no partir, para el análisis, de una tesis previa, sino encontrarla, arribar a la inevitable ideologización que toda lectura supone, desde un cuerpo a cuerpo, lo más fair play posible, con el discurso escénico, como si no albergara ningún tipo de sospechas en cuanto a sus estrategias.)

El texto de la Obertura dice lo siguiente:



Voz en off

La mente es un motor. Una broma repugnante que en cualquier manual de anatomía clásica ilustra el desconocimiento de su propio enigma. Es el lugar del archivo, la pantalla cinematográfica y la máquina de moler obsesiones. Sugiere un extraño lugar que se figura a la vez que se omite. Su espacio es privado y en él cada cual encuentra su orilla recurrente. Esta orilla generalmente grosera es el lejano eco de nuestra rebeldía donde no se puede fraguar unidad. Escapa a cualquier definición y en los confines de su propia estirpe nos reserva un recodo para el susto, la blasfemia y el espanto porque ella, la mente, nos puede ofrecer el más peligroso itinerario y la más insospechada manifestación del dolor. En este caso la pregunta es:

¿COMO SE PUEDE NO PENSAR... [continúa aquí texto citado en p. 29]. Su presencia legítima es ruido, un títere sin titiritero crucificado en una plaza pública cualquiera de las alegorías de un loco.

Walpurg :

Verdugos, ustedes no pueden dejar de curarme. Yo lo sé. Cada día que pasa una gota de aniquilamiento progresivo. No inventen más que yo espero y espero cada día peor suerte.



En mis notas se lee:

‑ "Sonido vocal, antífonas, vocalizaciones disonantes (humor, ironía, grotesco). Muy bien hecho, musical y vocalmente (verda­dera obertura operática; irónica, ligeramente tosca, juego con lo "culto").

‑ "Actores atraviesan el espacio; llevan objetos‑máquinas absurdos, locos y chirriantes".

‑ "Movimientos automáticos, lentificados; voz en off poco com­prensible, lenta y sorda. Chirrido de los objetos contra el background sacro; coro angélico."

‑ "Ana es también autómata; sigue background resonante, angélico; poco descifrables las palabras."
‑ "Víctor Varela escribe a máquina. Luz sobre él; continúa back ground."
‑ "Víctor deja la máquina a Walpurg. Walpurg atormentado."

Verdugos ustedes no pueden...

‑ "Walpurg grita "en ópera". Tono agudo; vocaliza, silabea."

Cada día que pasa...

‑ "Abandona la máquina. Continúa back ground. Víctor se aleja."[2]

El que lea el texto de Opera Ciega sin percatarse de su medular ambigüedad ‑dada, entre otras cosas, porque prescinde deliberadamente de acotaciones‑ pudiera quizás relacionarlo, en su imaginación, con un discurso escénico altisonante y patético. Sin embargo, si creemos a mis notas inocentes, en términos escénicos proliferan el humor, las incongruencias, los comenta­rios críticos al texto y los distanciamientos; el director, como un oficiante, interviene sorpresivamente en el juego de los actores. Es en todo caso a través de todos estos elementos, contra ellos, que el patetismo se abre paso. Son múltiples ‑y no hice sino atrapar algunas‑ las violaciones que la escena ‑voz, gesto, espacio, objetos, sonido, ritmo, atmósfera‑ ejerce sobre el guión de las palabras.

La observación ulterior, más detenida, del tejido escénico no hizo sino confirmar esta, que se convirtió en una premisa del análisis.

Hay, por ejemplo, momentos fuertes de desnudamiento interior de algunos actores; pero también hay sostenidas máscaras gestuales que congelan, contradicen o relativizan las revela­ciones de ese desnudamiento; de la nostalgia de una cita que atraviesa fugaz la escena; de las repeticiones oníricas; de las bufonerías y los "actos de magia"; de la irrupción de lo popular estereotipado en una materia "sagrada", brota el efecto decisi­vo. Lo que el texto de Opera Ciega afirmaba o ponía en tela de juicio, ahora es acosado o vuelto del revés por una escena que toca lo profundo sin dejar de ser maliciosa y proteica.

El entrelazamiento de estilos y estéticas ya inscrito en la palabra dramática ‑romanticismo, absurdo, grotesco, ironía, collage‑ complica su hibridez cuando el director merodea, aquí y allá, por las zonas del trance actoral, por los instantes de peligrosa entrega que no se atienen estrictamente a patrones estilísticos, porque están en la encrucijada misma del acto humano vivo, lo técnico y lo trascendente.

Para matizar aún más las coordenadas estéticas de este artista, yo agregaría que Varela, familiarizado con las técnicas y las filosofías de Grotowski, Barba, el Living Theatre y Kantor, tiende un hilo en Opera Ciega que le permite comunicar las tendencias sagradas, utópicas, artaudianas y antropológicas presentes en diferentes dosis en estos creadores de la escena, con otro polo de sensibilidad que también, por lo menos en Kantor y Barba, son reconocibles: el conceptualismo y la posmo­dernidad. Es esta, precisamente, una de las ricas complicaciones que ‑junto con el compromiso y la historicidad‑ lo emparentan con el alemán Heiner Müller.

Me permito hablar de posmodernidad para de inmediato aclarar que la de Varela sería, en todo caso, de fina estirpe cubana y latinoamericana; allí está la sagacidad crítica, a veces razonadora, a veces naïve, de nuestros jóvenes plásticos; las indagaciones muy posmodernas, pero muy imaginativamente politi­zadas de cierta zona de nuestra escena experimental (Time ball, de Joel Cano, la trilogía de Carlos Díaz basada en Tennessee Williams y Robert Anderson); la preocupación ciudadana de nues­tra brillante danza‑teatro (Marianela Boán, Caridad Martínez, el propio Varela).

Aparecen en Varela las huellas de esta sensibilidad posmoderna en la medida en que juega con lo "culto" y lo "popular", con la desconstrucción de la emoción, del concepto y de la forma, con la recontextualización, con las reiteraciones y simultaneidades y, sobre todo, con una intertextualidad muy elaborada que deviene factor estructurante.

Pero, sin embargo, esta posmodernidad muy a la latinoamericana, crítica y política, no renuncia al horizonte utópico. No logra ‑ni quiere‑ Varela, como tantos otros de nuestros artistas sensibilizados con la posmodernidad, desterrar de su creación el afecto "moderno", con cuyas resonancias de rebeldía se funde, en un seductor mestizaje, su modo irónico y antipatético. Ni logra ‑ni quiere‑ borrar las pistas de su delator sentido del compromiso y la historicidad. Su posmoder­nidad, al igual que su sacralidad, está contaminada.



¿Una nueva Noche de los asesinos?

En Opera Ciega el teatro cubano tiene de alguna manera su segunda Noche de los asesinos (¿su otra Electra Garrigó?). Solo que hija de una época muy diferente. Aquel sentimiento rebelde y trágico de Triana se insertó de manera muy paradójica en los albores de una revolución popular triunfante.[3] La Opera ciega surge de la sociedad cubana contemporánea, contexto tan intenso como aquel, pero mucho más intrínsecamente contradictorio : la Revolución Cubana está hoy sometida, como por una especie de destino, a su prueba crucial: preservar la utopía de nuestro proyecto liberador, socialista y latinoamericano, en medio del mundo de desconciertos y francas apostasías que nos rodea y en lucha contra nuestras propias y graves deformaciones. En Opera ciega se refracta pues un sustrato vivencial de cierto matiz trágico y mucho más claramente socializado y universalizado que el que sustentó a Triana en su momento. La historicidad de ese sustrato es flagrante. Las representaciones de conflicto interno y soledad, de conciencia de la propia trascendencia, de conciencia de una trascendencia bloqueada o amenazada, de lealtad a todo trance, de angustia y de exaltada dignidad son compartidas ‑con los más variados matices‑ por la mayor parte de la sociedad cubana. La de Triana no fue obra que, en su momento de escritura y estreno (1965‑1966), obligara a privilegiar la virtual lectura política inscrita en el texto. Fue con el paso del tiempo, en nuevos contextos, que esa posible lectura política pasó a ser valorada por algunos como una dimensión subordinante.[4]

La obra y el espectáculo de Varela, en virtud de la deliberada superposición que allí se produce de temas y de estilos, con la suerte de "ambigüedad programática" que anima forma y conceptos, posee un trasfondo filosófico e ideológico más intrincado que La noche...; ese trasfondo se apoya ciertamente, en el caso de Varela, en nociones y afectos que enfatizan la condición fragmentada de la experiencia humana y lo incierto de su sentido.

Apoyada en su barroca textura conceptual, a diferencia de La noche... en su momento de escritura, Opera ciega ‑desde el con­texto en que la percibimos sus contemporáneos‑ no posibilita el desconocimiento de la dimensión política como una de sus instancias de lectura subordinantes hoy. Aquí, de nuevo, como en Triana, se trata del vértigo de los hijos que necesitan asesinar al padre; pero en Opera ciega resulta mucho más "claro" por la dramaturgia misma, por los "personajes" y las funciones múltiples que estos asumen en la escena, que estos "hijos" rebasan de manera inequívoca el ámbito familiar literal y encarnan diversos actores sociales que, por causas también muy diversas tienden a atentar contra el padre ‑el Héroe, un principio autoritario mitificado‑.

Los personajes de Triana inhibían su proyecto, se mordían la cola, se cerraban en un círculo de impotencia. Los de Varela "realmente" asesinan ante nuestros ojos. pero el acto que ejecutan no es en modo alguno ni liberador ni mucho menos unívoco. Lalo y Beba, y Margarita y Pantaleón ‑todos tomados de Triana‑, Walpurg y Ana se manchan las manos con una sangre sagrada, escupen a los dioses. Pero lo hacen, en primer lugar, por motivos y con objetivos diferentes y hasta excluyentes entre sí. En segundo lugar, al hacerlo, no llegan con este gesto sino a la parálisis o a una nueva perplejidad. Muy difícil será evadir, entre otras, la lectura política de este entramado, pero difícil también será licitar la reducción primitiva de su sentido al de un ralo panfleto.

Los protagonistas ‑Walpurg, arrastrado por la dinámica indetenible de su rebeldía; Ana, la profunda promotora‑ están condenados a no redimirse ni con el crimen, ni tampoco con la omisión del acto"; ni con la acción, ni con el arrepentimiento". Walpurg y Ana pertenecen al mundo de los héroes dubitativos, hamletianos, que no saben qué hacer "después de haber matado a Dios, el absurdo del suicidio, la fe en la esperanza y la desesperación", pero que tampoco saben qué hacer con el impulso irrefrenable que los lleva a actuar, a trasgredir, a aproximarse a la verdad. Walpurg no acepta estar en ninguna coordenada ideológica ("DAME UNA PREGUNTA SIN RESPUESTA y haré que el hombre viva."); Ana sí propone la coordenada: marchar, adelante, atrás, girar, suprimir el obsceno "yo".

Pero esta propia Ana que por darse una certidumbre y un pro­yecto renuncia a su cuerpo joven, a la inocencia y la sensualidad, y opta por el exterminio, por la acción "purificadora" y demoledora, es una oscilación permanente desde el punto de vista del verbo que la encarna, desde el punto de vista de las funciones dramatúrgicas que el texto le otorga y, finalmente en virtud de su materialidad escénica, urdida por el director y por la actriz sobre la base de todo tipo de ambivalencias.



Un poco de sociología

Víctor Varela es hijo ‑¡ah, ironía!‑ de la explosión demográfica a través de la cual se expresó, también, el enorme acto liberador que fue la Revolución Cubana. También en aquella fiesta biológica ocurrida entre 1959 y 1964 se puso de manifiesto la magnitud de la transformación que había tenido lugar. En ese período nacieron más niños que nunca antes o después en la historia de Cuba. Y este hecho pronto se convirtió en un factor de presión que hizo construir apresuradamente más escuelas, producir maestros de manera masiva, desmesurarnos después de graduados universitarios y de seguridades sociales.

Aquella explosión demográfica, aunque moderada después de 1964, se prolongó todavía hasta 1972 ‑los jóvenes que hoy tienen diecinueve años‑ para después decaer bruscamente. Ella introdu­jo, entre otros efectos sociológicos que inevitablemente reper­cutirían en lo económico, político e ideológico, el hecho de que hoy, en Cuba, los jóvenes que tienen entre veintisiete y treinta y dos años ‑sector anómalamente abultado de nuestra pirámide social‑ constituyen el grupo juvenil que presenta demandas de empleo y vivienda más apremiantes, y en el que se encuentra la más alta proporción de personas con un nivel superior de enseñanza. Los hijos de este "boom" son, además, los cubanos y cubanas que deben alcanzar su máximo protagonismo social al iniciarse el próximo siglo, precisamente en el momento en el que se producirá el proceso de extinción física de la generación histórica, la que concibió, llevó adelante y continúa liderando ‑ahora en conjunción creciente con otras generaciones‑ el proyecto socialista cubano.[5]

Vale agregar, además, que, en general, la población cubana es muy joven. El cincuenta y cinco por ciento de los cubanos tiene menos de treinta años. El peso que tiene en Cuba la juventud, no solo numéricamente mayoritaria sino poseedora de un alto nivel de instrucción y de cultura política, no es ni el principal ni el único, pero sí uno de los muchos factores que explican el hecho de que, a partir de la segunda mitad de los años ochenta, nuestra sociedad se haya visto compulsada a plantearse el problema del desarrollo de nuestra opción socialista con pleno reconocimiento de las contradicciones económicas, políticas e ideológicas que nos desafían. Esta toma de conciencia se expresó en el proceso de "Rectificación", iniciado en 1986. [6]

No se trata, desde luego, de atribuir mecánicamente una homogénea visión del mundo a toda una formación generacional; tampoco vamos a absolutizar la incidencia que las expectativas generacionales tienen sobre los valores predominantes en una sociedad.

Pero los datos aportados quizás permitan al lector inferir por qué, para comprender la dinámica de las heterogéneas repre­sentaciones ideológicas que coexisten en la nación cubana hoy, resulta imprescindible darle un especial sentido a la relación que existe entre estas representaciones ‑tanto las de consenso como las de disenso‑ y el modo en que las hacen suyas o las generan sectores de procedencia juvenil.

En Opera Ciega Víctor Varela, hijo de aquel peculiar y hasta emblemático sector de nuestra población juvenil nacido en la década de los sesenta, explora, desde sus treinta años, su "mente" personalísima; al asomarse a ella, la descubre tan di­námica e hipercreativa como rigurosamente autocontrolada; tan caótica como lúcida; tan fulminante como cautelosa. Las imágenes se atropellan en esta mente que es una incesante paradoja; que está "rota". Hierve de preguntas, contradicciones, sueños, pre­juicios, frustraciones, rencor, lealtad y rebeldía ("No ve que estoy lúcido pleno y rotundo como el más grande perdedor"). Él, con todas las matizaciones a que obliga el carácter obviamente intransferible de su mundo personal, no es ‑no puede ser‑ un "átomo libre" en la complicada alquimia de la vida espiritual cubana de este momento.



Rebeldía, orilla recurrente

¿Quién es Walpurg, interpretado de forma tan inspirada, pero también tan elegante y sutil por Alcibíades Zaldívar?

En la secuencia final de la obra, en dos monólogos sucesivos, Walpurg reivindica su condición de rebelde. Al hacerlo, en el texto, pero sobre todo escénicamente, se desasocia de la sarcástica "Revolución de los muertos" protagonizada con apli­cado entusiasmo tanto por los "parricidas" ‑de los que él ha formado parte‑ como por la "buena sociedad". El primero de estos dos monólogos casi contiguos es uno de los momentos en que, como excepción ‑dentro de un discurso escénico en el que la voz suele ser tratada como un juego, una antífona, un cacareo, una cadencia‑ritmo‑timbre artificiosos‑ el espectáculo se acerca a una emisión vocal natural: en general estable, no contrapuntística, dentro del registro de una sonoridad y una gestualidad mesuradamente patéticas:



Sé qué quieren de mí. Si yo fuera un árbol entonces sí

El árbol que come del calcio de mis huesos
mi materia inorgánica junto al árbol

el árbol que crece junto a la tempestad
el árbol que espera

el árbol que soy después de la ausencia.

Dando solo la sombra

luchando contra la tormenta de las almas
rebeldes

que corren por el viento y la multitud que empuja sobre la
lluvia.

Sé qué quieren de mí. Si yo fuera un
muerto entonces sí

Un poeta perdido

sin uñas para rascar la roca descompuesto
sin dedos para tocar la ópera roto

sin razones con mis pensamientos

disueltos.

El ciclo del fallo junto a la epilepsia y la locura.

A continuación Ana sufre su primera muerte, atravesada por los estoques de Margarita y Pantaleón, primero cuidadores del orden, luego parricidas y de nuevo cuidadores del orden. Ana, verdadera co‑protagonista (interpretada por la actriz Bárbara Barrientos), representa también una rebeldía contradictoria, hecha de intransigencias, férrea voluntad, amor y concesiones, envilecimiento y pureza. Mientras ella muere, Walpurg canta su segundo monólogo, su otra afirmación de la rebeldía. Los parricidas, y también el Héroe ‑secuaces y víctimas‑ yacen a sus pies. Walpurg canta de rodillas mientras Ana agoniza en medio de un profuso final shakespeareano, con la escena llena de cadáveres y violencia indetenible. Walpurg reivindica, de otro modo ahora, su naturaleza trasgresora.

Con un roto canturreo de niño indefenso, de iluminado, de tonto de la aldea, lleva a su momento más alto la pauta de la inocencia lúcida que a lo largo de todo el espectáculo ha guiado los principales compromisos del actor con su cuerpo, con su voz, con sus delicadas emociones:



Hace milenios los locos del mundo queremos levantar

un barco

Falsamente estimulados con pastillas

en un sentido equivocado a pesar de la química

a solas con nuestras alucinaciones

el barco está en la copa de una catedral.

Una acción inútil vacía de significado

con un sentido

probar nuestras fuerzas

saber que aún se puede superar un

límite

No quiero ser más Walpurg

dejo la horca y la ventana

en el cajón de la utilería. Yo soy [una máscara

En alguna parte

mi otro yo

escribe sobre sus ojos.



Después sobreviene el grito sorpresivo con que "resucita" Ana para orquestar la feroz "Noche de Walpurgis": chirriante, cir­cense, furtiva, llena de tinieblas y chispazos, picardía y confusión. Se hace la luz abruptamente. El director‑oficiante, semincorporado, clava unos objetos‑dardos en los ojos del retrato de un niño. El director se abate. Viene adelante Ana. Han desaparecido los hábitos de monja que le habían proporcio­nado una materialidad a su "coordenada". Ahora está semidesnuda y vuelven a ser visibles las correas, el fantástico cinturón de castidad con que invocaba el deber ser. Es una autómata o una agonizante temblorosa. El director‑oficiante, con un paño rojo, oculta su desnudez y su agonía de nuestras miradas. La acerca con piedad a su rostro y después la abandona. Ana prolonga sus últimas cuatro frases. Sólo vemos su rostro cambiante, en pros­cenio, sobresalir por encima del rojo retablo.

Habla el presente.

No quiero volver a la mueca

A la puerta cerrada de la vida

en mi dormitorio está la verdad.

Cae.

¿Rebeldía suprema? ¿Redención? ¿Prostitución? En el texto de Opera Ciega ‑carente de acotaciones tradicionales‑ la secuencia que he descrito, y que se inscribe en la "Noche de Walpurgis", se subtitula "Catástrofe mental. El autor se saca los ojos". Y el personaje de Ana ‑que se nombra "Monja" en gran parte del texto, ahora ha sido nombrado, a los efectos de estas cuatro líneas finales, "Ana prostituida".



Cubanidad

Esta totalidad, esta amalgama en extremo problematizadora en que se constituye, formal e ideológicamente, Opera Ciega, y que se sintetiza en su secuencia final, nos remite con fuerza a la imagen de aquel desamparo, de aquella digna fragilidad del ser humano a la que aludía al inicio de esta reflexión. La densidad de los conceptos, de la fabulación y de la escritura de este espectáculo nos impide decodificarlo por caminos tan simplistas como podrían ser intentar igualar su propuesta conceptual a una mera "filosofía de la desolación"; o bien reducir su tejido poético a un deslumbrante ritualismo up to date; o aferrarnos a la coartada de sus indiscutibles connotaciones universales para escamotear su concreta historicidad.

No es en modo alguno casual que la imbricación de lo trágico, lo sacro, lo lúdicro y lo político que he tratado de describir y que concede sus rasgos definitorios a Opera Ciega se produzca en un escenario ‑relativamente marginal por elección expresa del director ‑ ubicado en el corazón de la Cuba socialista de hoy.[7]

Nuestra nación está siendo azotada por un riguroso "período especial", como refería al principio, y por una conmoción mun­dial que ponen en peligro nuestra posibilidad de avance. Si las honduras del espectáculo fraguan en un acto impresionante de co-creación con el espectador es, quizás, porque el rito tiene lugar en esta Cuba, ahora más que nunca isla ‑soledad y punto de referencia, "accidente" de nítidos contornos, escenario mítico por excelencia de la literatura utópica‑ que protagoniza su aventura de liberación en circunstancias límites, desde una conciencia colectiva que, mayoritariamente, sin renunciar a las visiones críticas, asume, como un destino la defensa de la utopía socialista. Una Cuba que, volviendo a sus orígenes, se define hoy más que nunca como un radical proyecto de transformación cultural esencialmente autóctono.

Ópera Ciega es nuestra. Es un nivel muy refinado y discutible -si lo referimos a consideraciones políticas, filosóficas e ideológicas puntuales que allí subyacen- de una cubanidad rebelde y trasgresora, necesitada de arriesgar y asombrosamente abierta -como siempre y para bien lo ha sido Cuba- al espíritu del mundo, a las ideas y las sensibilidades foráneas de las que con avidez solemos apropiarnos y convertir en algo vivo y propio.

La mente y el alma de Víctor Varela, a las que aquí se ha asomado, están "rotas", pero no son mediocres. No sólo en la visión del mundo de él -pero también en esa visión del mundo, por muy perturbadora o insolente que a muchos pueda parecer- se pone de manifiesto la arraigada vocación de la cultura cubana de transformar el mundo o, al menos, de soñarlo mejor.

Su relativismo, sus despiadadas acusaciones, su paradójico, apasionado escepticismo, su sentido de pertenencia aún desde el disenso, lo inscriben de manera absoluta en una visceral historicidad.

Creo que en alguna medida Ana es portavoz del fragmentado afecto de Varela cuando, cerebral y cándida, declara:



El estado actual de las cosas

es la contradicción.

Le tengo horror al ridículo y

una grandísima culpa de

amarte

Quiso el artista, entre otras cosas, hablar con trascendencia de su país... y lo logró.

febrero de 1992









* Publicado por primera vez en Tablas, n.2, 1992, pp. 1-13.































[1] El autor nos recuerda, en una nota al pie, que tal es, eti­mológicamente, el significado de la palabra esquizofrenia: mente rota.
























































































































[2] La posibilidad de consultar esta grabación en video ‑que incluye una entrevista a Víctor Varela‑ la debo a la cortesía de la Escuela Internacional de Teatro de la América Latina y el Caribe.



































[3] En el carácter paradójico de esta inserción nos detuvimos en el artículo "Del teatro sociológico al teatro de la identidad", Conjunto n.87, julio‑sept. 1991.





[4]Ver, por ejemplo, Diana Taylor: "Framing the Revolution: Triana's La noche de los asesinos and Ceremonial de guerra" Latin American Theatre Review, n. 24‑1, fall 1990, p.81‑91.





































[5] En lo fundamental gloso aquí los datos aportados por Juan Luis Martín: "La juventud en la Revolución Cubana: notas sobre el camino recorrido y sus perspectivas", Cuadernos de Nuestra América, Vol VII, n.15, julio‑diciembre 1990 (Centro de Estudios de América, La Habana, Cuba).

[6] El reconocimiento de estas contradicciones se expresó en el programa político que, a principios de 1986, encabezado por Fidel Castro, dio inicio al "proceso de rectificación de erro­res y tendencias negativas". No fue la "Rectificación" una reacción inducida, en lo fundamental, como a veces se piensa, por condiciones externas ‑la perestroika, en primer lugar‑, sino por causas principalmente endógenas que imponían, al agudizarse, la reorientación del rumbo de la Revolución, la ruptura con modelos económicos y en última instancia políticos que habían demostrado su insolvencia o sus grandes limitaciones. La Rectificación pone el acento, después de una década y media, en valores originales aportados por la Revolución Cubana en los años sesenta y más tarde opacados por la copia de patrones de diverso orden en que se sustentaba el "socialismo real".



















































































[7] Digo "relativamente" marginal, pues el Teatro Obstáculo es, desde 1989, un proyecto subvencionado por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas de Cuba del Ministerio de Cultura de Cuba.







































































































































































EL ALMA ROTA *
Magaly Muguercia

Un día para mí memorable de 1979, en Moscú ‑período final de Brezhnev‑ asistí a una función de El Maestro y Margarita. De Yuri Liubimov aprendí aquel día, tras cuatro horas demoledoras, que más allá de las discrepancias que en punto a visión del mundo y concepciones políticas me suscitaba su descomunal obra maestra y quizás con más fuerza aún porque esas discrepancias entre visiones del mundo diferentes existían y me tiroteaban‑, se podía y había que tener la honradez de aceptar una dimensión espiritual mayor, en la que los hombres podían reconocerse y darse mutuamente. Que un momento excepcional del arte podía hacer pasar a un segundo plano, dentro de esa formación compleja que es la sensibilidad de cada persona, precisamente algunas de esas convicciones intocables e impostergables que cada cual posee. En fin, que por qué no concedernos un momento de tolerancia para tener el privilegio de una fugaz vivencia de comunión en el dolor humano, en la libertad, en la belleza. Esto en el plano teórico, no pasa de ser una perogrullada. Se trata de reconocer "lo universal" que es propio a cualquier gran obra de arte, más allá de condicionamientos coyunturales, históricos, culturales, biográficos, etcétera.
Pero en el plano práctico, cuando resulta que los espectadores sometidos a tales experiencias de co-creación estamos inevitablemente insertos en una historicidad concreta que nos atenaza, atravesada de preguntas urgentes, de preguntas urgentes sin respuesta, de contradicciones, el reconocimiento de eso "universal" puede devenir un acto de vida trasgresor, capaz de desestabilizar en alguna medida el sistema de valores que rige comúnmente nuestra percepción.
Una experiencia de tal índole podría resultar muy enriquecedora con la condición de que, deponiendo algunos pre‑conceptos, aceptemos humildemente que la verdad puede ser asaltada desde muchos flancos. Que el artista no tiene que ‑ni puede‑ decirlo todo, sino, en todo caso, decir con el mayor sentido de totalidad posible su atisbo de verdad; que también aquello que podemos percibir ‑escandalizados o complacidos, según el caso‑ como la herejía, pudiera alumbrar el camino, si ha sido engendrado de una manera auténtica.
Si por un momento ‑solo como un juego, desde luego‑ ponemos a un lado el sentimiento reconfortante de tener en la diestra la llave de todos los secretos; si por un momento intentáramos ser menos olímpicos, entonces quizás resultáramos recompensados por la conciencia de nuestra propia, magnífica indefensión, por un sano sentimiento de desamparo que tenemos el derecho de reivindicar desde nuestra condición de hombres prehistóricos que es, en buen marxismo, todo lo que somos, a pesar de las muchas proezas de la especie. Hombres pre‑históricos que, para no renunciar a la trascendencia, nos vemos obligados a avanzar hacia ella de manera ora cruenta, ora vergonzante, ora suicida.
Para no ser derrotistas, para creer con un mínimo de eficacia en la posibilidad, por ejemplo, del comunismo como utopía, hay que saber que apenas estamos aptos para pensar el mundo de una manera eficiente, que estar dispuestos a ser sujetos y no objetos nos puede costar hasta la última gota de sangre y todavía resultar ese un precio ridículamente insuficiente. Esos me parecen el único optimismo y el único ejercicio combativo de la voluntad bien fundados: los que emanan de una vivencia realista de desamparo, de carencia y de dignidad. Si este realismo, en nuestro interior, es compatible con la necesidad de transformar el mundo, o por lo menos de desearlo de otra manera, si el coraje nos acompaña hasta un punto tal, entonces comienza a haber algún derecho y algún fundamento para autodenominarnos humanistas y hasta revolucionarios.
Tal introducción a lo que pretende llegar a ser un más o menos sensato comentario teatrológico la dedico ‑para intentar devolverles desde la sinceridad lo que con sinceridad me ofrecieron‑ a los actores del Teatro Obstáculo, a Víctor Varela, a su Opera Ciega que me ha "roto la mente".[1]
Estos jóvenes, que tienen la edad de mis dos hijos, dicen desde Cuba socialista, que ellos tienen la mente dividida, el alma rota. Y yo creí muy ingenuamente, cuando todavía ellos no habían nacido, que nosotros, con aquel bregar, les estábamos garantizando de manera definitiva su dignidad personal, su libertad. Alguna responsabilidad personal me toca ante esta generación tan insatisfecha. Alguna responsabilidad social pu­diéramos tener sus mayores frente a ellos. Su arte no se merece la estéril salida de las acusaciones.
Opera Ciega es un hecho artístico de alto nivel. Hay allí hondura conceptual, estilo, técnica, alta precisión y sinceridad. La noche de los asesinos, de José Triana, el Woyzek de Büchner, Shakespeare, la commedia dell'arte, Edipo y Heiner Müller; Grotowski, Kantor y Barba son algunas de las influencias y/o intertextos complejamente entrelazados que ayudan a construir esta propuesta escénica impresionante subtitulada "espacio tiempo de una mente".

¿Y por que no aplauden?

La representación a la que yo asistí, a mediados de octubre de 1991, se comportó como un acto de "teatro sagrado" atravesado ‑para acogerme a la síntesis que tal terminología permite, asumida en el sentido que le otorga Peter Brook‑.
Varias decenas de espectadores ‑la mayoría jóvenes‑ penetran silenciosos y se apiñan sin ruido sobre los ásperos tablones en forma de gradas levantados frente al minúsculo espacio. Han llegado hasta aquel suburbio habanero ‑que nunca antes había albergado teatro alguno‑ tras sortear las peripecias a que nos obliga nuestro transporte urbano en condiciones de "período especial" (sin petróleo para producir, ni para movernos de manera normal por la ciudad y, posiblemente, con una frugalísima comida en el haber). En otros tiempos, por cierto, tenía su sede en los altos de este local del Cerro una Logia masónica. Ya instalados allí, estos estoicos habaneros se someten al nuevo sacrificio corporal de más de tres horas sobre aquellas maderas mortificantes, tiempo durante el cual no se escucha ni un rebullir en los asientos. Es posible sentir la respiración de los actores. Al final, personas absortas, en alguna medida transfiguradas, abandonan el pequeño local lentamente, recogidas en sí mismas, sin que nadie intente el gesto de un aplauso.
Nadie osa introducir el inevitable grano de frivolidad que se desliza hasta en la más sincera de las ovaciones.
Quizás valdría la pena hacer una digresión para subrayar que los cubanos ‑lugar común pero no totalmente falso‑ somos "muy extravertidos" y, como espectadores, bastante exuberantes en las señales aprobatorias. Eso es tradición que mucho complace en Cuba al artista que nos visita. Que un cubano se inhiba de aplaudir, se constituye pues en un signo teatral que pesa dos veces en la construcción de significado del espectáculo: confirma al hecho escénico su proyectado carácter de ritual un tanto esotérico; y lo configura también, en algún nivel, como una subversión, como un acto alterador de conductas muy arraigadas.
Somos supuestamente la cultura del festejo ruidoso y gestual, del telúrico toque de santos, de los rugidos simpatizantes y la bachata, del grito zumbón o enardecido que no se hace esperar, de fervorosas concentraciones multitudinarias y marchas patrióticas grandiosas no del todo descifrables para la sensibilidad de los no iniciados. Es decir, somos sujetos permeados por otro tipo de conductas rituales de honda y compleja significación cultural, pero que suelen expresar su sacralidad, por así decirlo, de una manera diferente.
Sin embargo, en Opera Ciega, aquel grupo de espectadores estaba construyendo el significado del rito desde una actitud que contrasta, como ya resultará obvio, con nuestros patrones más comunes. Faltaría, desde luego, saber quiénes estaban allí sentados. ¿Sería solamente una juvenil élite vinculada al mundo artístico?, ¿o los esnob solamente, que atrapan al vuelo la señal del buen tono?
La sacralidad contaminada
El texto de Opera Ciega explicita más de una vez, desde diferentes perspectivas, el tema de la tensión entre lo visible y lo invisible (verdad‑ocultamiento).
¿CÓMO SE PUEDE NO PENSAR, COMO EL PENSAMIENTO PUEDE DEJAR DE TENER FORMA, COMO LA FORMA DEJAR DE SER LA HERIDA, LA HERIDA PRESCINDIR DE LA IDEA, LA IDEA DE LA ACCIÓN Y AMBAS DEL ARREPENTIMIENTO Y CONTINUAR NOSOTROS SIENDO EL HOMBRE ANÓNIMO QUE SE LEVANTA Y MIRA SIN DUDAR QUE SU MATERIA CONTINUA SIENDO EN SUS RASGOS?
Esta alquimia fácil de adivinar, pero de carácter rotundo nos revela el engranaje de algo que no se deja tocar ni nombrar, pero que se mueve y nos mueve.
Cuando más adelante "la tragedia está a punto de desencadenarse" (las comillas significan que el tipo de dramaturgia de Opera Ciega sólo de manera muy relativa admite tal expresión, pues en realidad se apoya en un relato fragmentado, no aristotélico, que juega, precisamente, a multiplicar y destruir los "clímax"), el texto vuelve a explicitar la oposición:
¿Los ojos de Edipo nacieron empañados por el desastre o el desastre de estos ojos fue la claridad de ver la realidad empañada? HAY NUECES QUE NACEN PARA MORDERSE LA COLA, ojos que quieren ver más allá y se encuentran sólo a sí mismos. Estos ojos tienen varios caminos. El del TIRANO o la víctima, el del MITO o el MONJE, el de ICARO o el COSMONAUTA; Caín, la liebre, el Fausto o la serpiente. LARGA ES LA LISTA Y MUCHAS LAS PROBABILIDA­DES. Uno es el desenlace de un síndrome para el cual los oculistas no piensan inventar espejuelos. Aquí ocupa un lugar importante el electroshock y el enigma siempre en boca de un ciego que no se ve. LOS OJOS SON UNA METÁFORA DE LA CONCIENCIA.
Se encuentra registrado, en estos y otros muchos momentos, y con el valor poético que Varela imprime a la palabra, una formulación conceptual básica que condiciona el camino formal del texto y del espectáculo: posibilidad‑imposibilidad de ver, relación problemática del hombre con la verdad.
"Hacer visible lo invisible" es, según Peter Brook, la aspiración de lo que él ha caracterizado como "teatro sagrado" ‑toda una dimensión de la escena del siglo XX que coexiste, y con frecuencia se entremezcla, con otras actitudes estéticas‑. Víctor Varela tiende a producir realizaciones escénicas asociadas a esta sensibilidad "sacra".
La estética de Varela se basa en la elección consciente de la pobreza y la dificultad como sustancias de su teatro. Desde que diera sus primeros pasos en la escena cubana, a mediados de los años ochenta, decidió colocar ante sí y sus actores el obstáculo, la carencia, como un desafío ético y artístico. El camino recorrido lo ha llevado de Los gatos a la famosa Cuarta pared y finalmente a esta reciente propuesta. (Simultáneamente ha incursionado con éxito en la coreografía). Su opción "sacra", su insistencia en, desde la pobreza y el rigor, "hacer visible lo invisible", no constituyen amanerada voluntad de estilo; un principio conceptual y afectivo lo compulsa: su persistente representación de la verdad como un flujo inatrapable de sucesivos enmascaramientos, su reconocimiento de una dificultad ¿ontológica? ¿histórica? del hombre para ver.
Pero la "sacralidad" de este artista aparece complicada por la existencia de otra compulsión que imprime el sesgo más característico a su sensibilidad y la modela finamente: una necesidad de compromiso con su circunstancia concreta, nacional, que él se representa preferentemente desde el ángulo de sus carencias. De este modo el mundo interior de Varela opta por un tipo de sacralidad híbrida, que no se da tregua, que salta incesantemente de lo ascético a lo mesiánico, y de lo trascen­dente a lo histórico.
Un aspecto de esta sacralidad contaminada se nos revela desde el siguiente ángulo: Si nos detenemos en el nivel de la palabra dramática, no dejaríamos de percibir en Opera Ciega el forcejeo ineludible de lo "sacro", de lo inasible, con lo ideológico, en el sentido de lo explícito y doctrinal. Aun la palabra poética ‑vehículo de lo inefable‑, al ser esgrimida por Varela, no desea escapar del todo de la función que conecta al verbo con las explicaciones, con nominalizaciones susceptibles de producir una cierta merma de "sacralidad".
No conforme con realizar, en el texto, operaciones múltiples que conducen a estas y a otras "contaminaciones" a nivel del verbo, Varela asume en la escena una estrategia en la que se materializa de manera definitiva ese efecto doble de sacralidad‑contaminación. Orquesta una totalidad escénica en la que otros múltiples lenguajes actúan junto con pero, sobre todo, contra el texto. Logra así que el componente "sagrado", en el sentido brookiano, tome cuerpo, pero modulado de manera incisiva por las mezclas, por la cuota de hibridez imprescindible que le permite construir pero también despatetizar la sacralidad.
Esta puesta en escena arroja su tema central: posibilidad‑imposibilidad de ver, verdad‑ocultamiento‑ y todas las deriva­ciones temáticas que de él se desprenden: espacio posible o imposible de la rebeldía, mito y realidad, vida e ideologiza­ción‑ a un torrente de exploraciones escénicas que, como una de sus estrategias claves, potencian y desafían la palabra.
Para ilustrar lo que digo pudiera resultar útil reproducir el primer fragmento del texto (la Obertura, citada arriba parcial­mente), y cotejarlo con notas tomadas por mí cuando, varios días después de la función, me senté frente a un video y, a medida que transcurrían las imágenes de la Obertura, intentaba a vuelapluma describir el tejido escénico de la manera más "inocente" y desprejuiciada posible. (Es este un procedimiento en el que tengo fe: no partir, para el análisis, de una tesis previa, sino encontrarla, arribar a la inevitable ideologización que toda lectura supone, desde un cuerpo a cuerpo, lo más fair play posible, con el discurso escénico, como si no albergara ningún tipo de sospechas en cuanto a sus estrategias.)
El texto de la Obertura dice lo siguiente:

Voz en off
La mente es un motor. Una broma repugnante que en cualquier manual de anatomía clásica ilustra el desconocimiento de su propio enigma. Es el lugar del archivo, la pantalla cinematográfica y la máquina de moler obsesiones. Sugiere un extraño lugar que se figura a la vez que se omite. Su espacio es privado y en él cada cual encuentra su orilla recurrente. Esta orilla generalmente grosera es el lejano eco de nuestra rebeldía donde no se puede fraguar unidad. Escapa a cualquier definición y en los confines de su propia estirpe nos reserva un recodo para el susto, la blasfemia y el espanto porque ella, la mente, nos puede ofrecer el más peligroso itinerario y la más insospechada manifestación del dolor. En este caso la pregunta es:
¿COMO SE PUEDE NO PENSAR... [continúa aquí texto citado en p. 29]. Su presencia legítima es ruido, un títere sin titiritero crucificado en una plaza pública cualquiera de las alegorías de un loco.
Walpurg :
Verdugos, ustedes no pueden dejar de curarme. Yo lo sé. Cada día que pasa una gota de aniquilamiento progresivo. No inventen más que yo espero y espero cada día peor suerte.

En mis notas se lee:
‑ "Sonido vocal, antífonas, vocalizaciones disonantes (humor, ironía, grotesco). Muy bien hecho, musical y vocalmente (verda­dera obertura operática; irónica, ligeramente tosca, juego con lo "culto").
‑ "Actores atraviesan el espacio; llevan objetos‑máquinas absurdos, locos y chirriantes".
‑ "Movimientos automáticos, lentificados; voz en off poco com­prensible, lenta y sorda. Chirrido de los objetos contra el background sacro; coro angélico."
‑ "Ana es también autómata; sigue background resonante, angélico; poco descifrables las palabras."
‑ "Víctor Varela escribe a máquina. Luz sobre él; continúa back ground."
‑ "Víctor deja la máquina a Walpurg. Walpurg atormentado."
Verdugos ustedes no pueden...
‑ "Walpurg grita "en ópera". Tono agudo; vocaliza, silabea."
Cada día que pasa...
‑ "Abandona la máquina. Continúa back ground. Víctor se aleja."[2]
El que lea el texto de Opera Ciega sin percatarse de su medular ambigüedad ‑dada, entre otras cosas, porque prescinde deliberadamente de acotaciones‑ pudiera quizás relacionarlo, en su imaginación, con un discurso escénico altisonante y patético. Sin embargo, si creemos a mis notas inocentes, en términos escénicos proliferan el humor, las incongruencias, los comenta­rios críticos al texto y los distanciamientos; el director, como un oficiante, interviene sorpresivamente en el juego de los actores. Es en todo caso a través de todos estos elementos, contra ellos, que el patetismo se abre paso. Son múltiples ‑y no hice sino atrapar algunas‑ las violaciones que la escena ‑voz, gesto, espacio, objetos, sonido, ritmo, atmósfera‑ ejerce sobre el guión de las palabras.
La observación ulterior, más detenida, del tejido escénico no hizo sino confirmar esta, que se convirtió en una premisa del análisis.
Hay, por ejemplo, momentos fuertes de desnudamiento interior de algunos actores; pero también hay sostenidas máscaras gestuales que congelan, contradicen o relativizan las revela­ciones de ese desnudamiento; de la nostalgia de una cita que atraviesa fugaz la escena; de las repeticiones oníricas; de las bufonerías y los "actos de magia"; de la irrupción de lo popular estereotipado en una materia "sagrada", brota el efecto decisi­vo. Lo que el texto de Opera Ciega afirmaba o ponía en tela de juicio, ahora es acosado o vuelto del revés por una escena que toca lo profundo sin dejar de ser maliciosa y proteica.
El entrelazamiento de estilos y estéticas ya inscrito en la palabra dramática ‑romanticismo, absurdo, grotesco, ironía, collage‑ complica su hibridez cuando el director merodea, aquí y allá, por las zonas del trance actoral, por los instantes de peligrosa entrega que no se atienen estrictamente a patrones estilísticos, porque están en la encrucijada misma del acto humano vivo, lo técnico y lo trascendente.
Para matizar aún más las coordenadas estéticas de este artista, yo agregaría que Varela, familiarizado con las técnicas y las filosofías de Grotowski, Barba, el Living Theatre y Kantor, tiende un hilo en Opera Ciega que le permite comunicar las tendencias sagradas, utópicas, artaudianas y antropológicas presentes en diferentes dosis en estos creadores de la escena, con otro polo de sensibilidad que también, por lo menos en Kantor y Barba, son reconocibles: el conceptualismo y la posmo­dernidad. Es esta, precisamente, una de las ricas complicaciones que ‑junto con el compromiso y la historicidad‑ lo emparentan con el alemán Heiner Müller.
Me permito hablar de posmodernidad para de inmediato aclarar que la de Varela sería, en todo caso, de fina estirpe cubana y latinoamericana; allí está la sagacidad crítica, a veces razonadora, a veces naïve, de nuestros jóvenes plásticos; las indagaciones muy posmodernas, pero muy imaginativamente politi­zadas de cierta zona de nuestra escena experimental (Time ball, de Joel Cano, la trilogía de Carlos Díaz basada en Tennessee Williams y Robert Anderson); la preocupación ciudadana de nues­tra brillante danza‑teatro (Marianela Boán, Caridad Martínez, el propio Varela).
Aparecen en Varela las huellas de esta sensibilidad posmoderna en la medida en que juega con lo "culto" y lo "popular", con la desconstrucción de la emoción, del concepto y de la forma, con la recontextualización, con las reiteraciones y simultaneidades y, sobre todo, con una intertextualidad muy elaborada que deviene factor estructurante.
Pero, sin embargo, esta posmodernidad muy a la latinoamericana, crítica y política, no renuncia al horizonte utópico. No logra ‑ni quiere‑ Varela, como tantos otros de nuestros artistas sensibilizados con la posmodernidad, desterrar de su creación el afecto "moderno", con cuyas resonancias de rebeldía se funde, en un seductor mestizaje, su modo irónico y antipatético. Ni logra ‑ni quiere‑ borrar las pistas de su delator sentido del compromiso y la historicidad. Su posmoder­nidad, al igual que su sacralidad, está contaminada.

¿Una nueva Noche de los asesinos?
En Opera Ciega el teatro cubano tiene de alguna manera su segunda Noche de los asesinos (¿su otra Electra Garrigó?). Solo que hija de una época muy diferente. Aquel sentimiento rebelde y trágico de Triana se insertó de manera muy paradójica en los albores de una revolución popular triunfante.[3] La Opera ciega surge de la sociedad cubana contemporánea, contexto tan intenso como aquel, pero mucho más intrínsecamente contradictorio : la Revolución Cubana está hoy sometida, como por una especie de destino, a su prueba crucial: preservar la utopía de nuestro proyecto liberador, socialista y latinoamericano, en medio del mundo de desconciertos y francas apostasías que nos rodea y en lucha contra nuestras propias y graves deformaciones. En Opera ciega se refracta pues un sustrato vivencial de cierto matiz trágico y mucho más claramente socializado y universalizado que el que sustentó a Triana en su momento. La historicidad de ese sustrato es flagrante. Las representaciones de conflicto interno y soledad, de conciencia de la propia trascendencia, de conciencia de una trascendencia bloqueada o amenazada, de lealtad a todo trance, de angustia y de exaltada dignidad son compartidas ‑con los más variados matices‑ por la mayor parte de la sociedad cubana. La de Triana no fue obra que, en su momento de escritura y estreno (1965‑1966), obligara a privilegiar la virtual lectura política inscrita en el texto. Fue con el paso del tiempo, en nuevos contextos, que esa posible lectura política pasó a ser valorada por algunos como una dimensión subordinante.[4]
La obra y el espectáculo de Varela, en virtud de la deliberada superposición que allí se produce de temas y de estilos, con la suerte de "ambigüedad programática" que anima forma y conceptos, posee un trasfondo filosófico e ideológico más intrincado que La noche...; ese trasfondo se apoya ciertamente, en el caso de Varela, en nociones y afectos que enfatizan la condición fragmentada de la experiencia humana y lo incierto de su sentido.
Apoyada en su barroca textura conceptual, a diferencia de La noche... en su momento de escritura, Opera ciega ‑desde el con­texto en que la percibimos sus contemporáneos‑ no posibilita el desconocimiento de la dimensión política como una de sus instancias de lectura subordinantes hoy. Aquí, de nuevo, como en Triana, se trata del vértigo de los hijos que necesitan asesinar al padre; pero en Opera ciega resulta mucho más "claro" por la dramaturgia misma, por los "personajes" y las funciones múltiples que estos asumen en la escena, que estos "hijos" rebasan de manera inequívoca el ámbito familiar literal y encarnan diversos actores sociales que, por causas también muy diversas tienden a atentar contra el padre ‑el Héroe, un principio autoritario mitificado‑.
Los personajes de Triana inhibían su proyecto, se mordían la cola, se cerraban en un círculo de impotencia. Los de Varela "realmente" asesinan ante nuestros ojos. pero el acto que ejecutan no es en modo alguno ni liberador ni mucho menos unívoco. Lalo y Beba, y Margarita y Pantaleón ‑todos tomados de Triana‑, Walpurg y Ana se manchan las manos con una sangre sagrada, escupen a los dioses. Pero lo hacen, en primer lugar, por motivos y con objetivos diferentes y hasta excluyentes entre sí. En segundo lugar, al hacerlo, no llegan con este gesto sino a la parálisis o a una nueva perplejidad. Muy difícil será evadir, entre otras, la lectura política de este entramado, pero difícil también será licitar la reducción primitiva de su sentido al de un ralo panfleto.
Los protagonistas ‑Walpurg, arrastrado por la dinámica indetenible de su rebeldía; Ana, la profunda promotora‑ están condenados a no redimirse ni con el crimen, ni tampoco con la omisión del acto"; ni con la acción, ni con el arrepentimiento". Walpurg y Ana pertenecen al mundo de los héroes dubitativos, hamletianos, que no saben qué hacer "después de haber matado a Dios, el absurdo del suicidio, la fe en la esperanza y la desesperación", pero que tampoco saben qué hacer con el impulso irrefrenable que los lleva a actuar, a trasgredir, a aproximarse a la verdad. Walpurg no acepta estar en ninguna coordenada ideológica ("DAME UNA PREGUNTA SIN RESPUESTA y haré que el hombre viva."); Ana sí propone la coordenada: marchar, adelante, atrás, girar, suprimir el obsceno "yo".
Pero esta propia Ana que por darse una certidumbre y un pro­yecto renuncia a su cuerpo joven, a la inocencia y la sensualidad, y opta por el exterminio, por la acción "purificadora" y demoledora, es una oscilación permanente desde el punto de vista del verbo que la encarna, desde el punto de vista de las funciones dramatúrgicas que el texto le otorga y, finalmente en virtud de su materialidad escénica, urdida por el director y por la actriz sobre la base de todo tipo de ambivalencias.

Un poco de sociología
Víctor Varela es hijo ‑¡ah, ironía!‑ de la explosión demográfica a través de la cual se expresó, también, el enorme acto liberador que fue la Revolución Cubana. También en aquella fiesta biológica ocurrida entre 1959 y 1964 se puso de manifiesto la magnitud de la transformación que había tenido lugar. En ese período nacieron más niños que nunca antes o después en la historia de Cuba. Y este hecho pronto se convirtió en un factor de presión que hizo construir apresuradamente más escuelas, producir maestros de manera masiva, desmesurarnos después de graduados universitarios y de seguridades sociales.
Aquella explosión demográfica, aunque moderada después de 1964, se prolongó todavía hasta 1972 ‑los jóvenes que hoy tienen diecinueve años‑ para después decaer bruscamente. Ella introdu­jo, entre otros efectos sociológicos que inevitablemente reper­cutirían en lo económico, político e ideológico, el hecho de que hoy, en Cuba, los jóvenes que tienen entre veintisiete y treinta y dos años ‑sector anómalamente abultado de nuestra pirámide social‑ constituyen el grupo juvenil que presenta demandas de empleo y vivienda más apremiantes, y en el que se encuentra la más alta proporción de personas con un nivel superior de enseñanza. Los hijos de este "boom" son, además, los cubanos y cubanas que deben alcanzar su máximo protagonismo social al iniciarse el próximo siglo, precisamente en el momento en el que se producirá el proceso de extinción física de la generación histórica, la que concibió, llevó adelante y continúa liderando ‑ahora en conjunción creciente con otras generaciones‑ el proyecto socialista cubano.[5]
Vale agregar, además, que, en general, la población cubana es muy joven. El cincuenta y cinco por ciento de los cubanos tiene menos de treinta años. El peso que tiene en Cuba la juventud, no solo numéricamente mayoritaria sino poseedora de un alto nivel de instrucción y de cultura política, no es ni el principal ni el único, pero sí uno de los muchos factores que explican el hecho de que, a partir de la segunda mitad de los años ochenta, nuestra sociedad se haya visto compulsada a plantearse el problema del desarrollo de nuestra opción socialista con pleno reconocimiento de las contradicciones económicas, políticas e ideológicas que nos desafían. Esta toma de conciencia se expresó en el proceso de "Rectificación", iniciado en 1986. [6]
No se trata, desde luego, de atribuir mecánicamente una homogénea visión del mundo a toda una formación generacional; tampoco vamos a absolutizar la incidencia que las expectativas generacionales tienen sobre los valores predominantes en una sociedad.
Pero los datos aportados quizás permitan al lector inferir por qué, para comprender la dinámica de las heterogéneas repre­sentaciones ideológicas que coexisten en la nación cubana hoy, resulta imprescindible darle un especial sentido a la relación que existe entre estas representaciones ‑tanto las de consenso como las de disenso‑ y el modo en que las hacen suyas o las generan sectores de procedencia juvenil.
En Opera Ciega Víctor Varela, hijo de aquel peculiar y hasta emblemático sector de nuestra población juvenil nacido en la década de los sesenta, explora, desde sus treinta años, su "mente" personalísima; al asomarse a ella, la descubre tan di­námica e hipercreativa como rigurosamente autocontrolada; tan caótica como lúcida; tan fulminante como cautelosa. Las imágenes se atropellan en esta mente que es una incesante paradoja; que está "rota". Hierve de preguntas, contradicciones, sueños, pre­juicios, frustraciones, rencor, lealtad y rebeldía ("No ve que estoy lúcido pleno y rotundo como el más grande perdedor"). Él, con todas las matizaciones a que obliga el carácter obviamente intransferible de su mundo personal, no es ‑no puede ser‑ un "átomo libre" en la complicada alquimia de la vida espiritual cubana de este momento.

Rebeldía, orilla recurrente
¿Quién es Walpurg, interpretado de forma tan inspirada, pero también tan elegante y sutil por Alcibíades Zaldívar?
En la secuencia final de la obra, en dos monólogos sucesivos, Walpurg reivindica su condición de rebelde. Al hacerlo, en el texto, pero sobre todo escénicamente, se desasocia de la sarcástica "Revolución de los muertos" protagonizada con apli­cado entusiasmo tanto por los "parricidas" ‑de los que él ha formado parte‑ como por la "buena sociedad". El primero de estos dos monólogos casi contiguos es uno de los momentos en que, como excepción ‑dentro de un discurso escénico en el que la voz suele ser tratada como un juego, una antífona, un cacareo, una cadencia‑ritmo‑timbre artificiosos‑ el espectáculo se acerca a una emisión vocal natural: en general estable, no contrapuntística, dentro del registro de una sonoridad y una gestualidad mesuradamente patéticas:

Sé qué quieren de mí. Si yo fuera un árbol entonces sí
El árbol que come del calcio de mis huesos
mi materia inorgánica junto al árbol
el árbol que crece junto a la tempestad
el árbol que espera
el árbol que soy después de la ausencia.
Dando solo la sombra
luchando contra la tormenta de las almas
rebeldes
que corren por el viento y la multitud que empuja sobre la
lluvia.
Sé qué quieren de mí. Si yo fuera un
muerto entonces sí
Un poeta perdido
sin uñas para rascar la roca descompuesto sin dedos para tocar la ópera roto
sin razones con mis pensamientos
disueltos.
El ciclo del fallo junto a la epilepsia y la locura.
A continuación Ana sufre su primera muerte, atravesada por los estoques de Margarita y Pantaleón, primero cuidadores del orden, luego parricidas y de nuevo cuidadores del orden. Ana, verdadera co‑protagonista (interpretada por la actriz Bárbara Barrientos), representa también una rebeldía contradictoria, hecha de intransigencias, férrea voluntad, amor y concesiones, envilecimiento y pureza. Mientras ella muere, Walpurg canta su segundo monólogo, su otra afirmación de la rebeldía. Los parricidas, y también el Héroe ‑secuaces y víctimas‑ yacen a sus pies. Walpurg canta de rodillas mientras Ana agoniza en medio de un profuso final shakespeareano, con la escena llena de cadáveres y violencia indetenible. Walpurg reivindica, de otro modo ahora, su naturaleza trasgresora.
Con un roto canturreo de niño indefenso, de iluminado, de tonto de la aldea, lleva a su momento más alto la pauta de la inocencia lúcida que a lo largo de todo el espectáculo ha guiado los principales compromisos del actor con su cuerpo, con su voz, con sus delicadas emociones:

Hace milenios los locos del mundo queremos levantar
un barco
Falsamente estimulados con pastillas
en un sentido equivocado a pesar de la química
a solas con nuestras alucinaciones
el barco está en la copa de una catedral.
Una acción inútil vacía de significado
con un sentido
probar nuestras fuerzas
saber que aún se puede superar un

límite
No quiero ser más Walpurg
dejo la horca y la ventana
en el cajón de la utilería. Yo soy [una máscara
En alguna parte
mi otro yo
escribe sobre sus ojos.

Después sobreviene el grito sorpresivo con que "resucita" Ana para orquestar la feroz "Noche de Walpurgis": chirriante, cir­cense, furtiva, llena de tinieblas y chispazos, picardía y confusión. Se hace la luz abruptamente. El director‑oficiante, semincorporado, clava unos objetos‑dardos en los ojos del retrato de un niño. El director se abate. Viene adelante Ana. Han desaparecido los hábitos de monja que le habían proporcio­nado una materialidad a su "coordenada". Ahora está semidesnuda y vuelven a ser visibles las correas, el fantástico cinturón de castidad con que invocaba el deber ser. Es una autómata o una agonizante temblorosa. El director‑oficiante, con un paño rojo, oculta su desnudez y su agonía de nuestras miradas. La acerca con piedad a su rostro y después la abandona. Ana prolonga sus últimas cuatro frases. Sólo vemos su rostro cambiante, en pros­cenio, sobresalir por encima del rojo retablo.
Habla el presente.
No quiero volver a la mueca
A la puerta cerrada de la vida
en mi dormitorio está la verdad.
Cae.
¿Rebeldía suprema? ¿Redención? ¿Prostitución? En el texto de Opera Ciega ‑carente de acotaciones tradicionales‑ la secuencia que he descrito, y que se inscribe en la "Noche de Walpurgis", se subtitula "Catástrofe mental. El autor se saca los ojos". Y el personaje de Ana ‑que se nombra "Monja" en gran parte del texto, ahora ha sido nombrado, a los efectos de estas cuatro líneas finales, "Ana prostituida".

Cubanidad
Esta totalidad, esta amalgama en extremo problematizadora en que se constituye, formal e ideológicamente, Opera Ciega, y que se sintetiza en su secuencia final, nos remite con fuerza a la imagen de aquel desamparo, de aquella digna fragilidad del ser humano a la que aludía al inicio de esta reflexión. La densidad de los conceptos, de la fabulación y de la escritura de este espectáculo nos impide decodificarlo por caminos tan simplistas como podrían ser intentar igualar su propuesta conceptual a una mera "filosofía de la desolación"; o bien reducir su tejido poético a un deslumbrante ritualismo up to date; o aferrarnos a la coartada de sus indiscutibles connotaciones universales para escamotear su concreta historicidad.
No es en modo alguno casual que la imbricación de lo trágico, lo sacro, lo lúdicro y lo político que he tratado de describir y que concede sus rasgos definitorios a Opera Ciega se produzca en un escenario ‑relativamente marginal por elección expresa del director ‑ ubicado en el corazón de la Cuba socialista de hoy.[7]
Nuestra nación está siendo azotada por un riguroso "período especial", como refería al principio, y por una conmoción mun­dial que ponen en peligro nuestra posibilidad de avance. Si las honduras del espectáculo fraguan en un acto impresionante de co-creación con el espectador es, quizás, porque el rito tiene lugar en esta Cuba, ahora más que nunca isla ‑soledad y punto de referencia, "accidente" de nítidos contornos, escenario mítico por excelencia de la literatura utópica‑ que protagoniza su aventura de liberación en circunstancias límites, desde una conciencia colectiva que, mayoritariamente, sin renunciar a las visiones críticas, asume, como un destino la defensa de la utopía socialista. Una Cuba que, volviendo a sus orígenes, se define hoy más que nunca como un radical proyecto de transformación cultural esencialmente autóctono.
Ópera Ciega es nuestra. Es un nivel muy refinado y discutible -si lo referimos a consideraciones políticas, filosóficas e ideológicas puntuales que allí subyacen- de una cubanidad rebelde y trasgresora, necesitada de arriesgar y asombrosamente abierta -como siempre y para bien lo ha sido Cuba- al espíritu del mundo, a las ideas y las sensibilidades foráneas de las que con avidez solemos apropiarnos y convertir en algo vivo y propio.
La mente y el alma de Víctor Varela, a las que aquí se ha asomado, están "rotas", pero no son mediocres. No sólo en la visión del mundo de él -pero también en esa visión del mundo, por muy perturbadora o insolente que a muchos pueda parecer- se pone de manifiesto la arraigada vocación de la cultura cubana de transformar el mundo o, al menos, de soñarlo mejor.
Su relativismo, sus despiadadas acusaciones, su paradójico, apasionado escepticismo, su sentido de pertenencia aún desde el disenso, lo inscriben de manera absoluta en una visceral historicidad.
Creo que en alguna medida Ana es portavoz del fragmentado afecto de Varela cuando, cerebral y cándida, declara:

El estado actual de las cosas
es la contradicción.
Le tengo horror al ridículo y
una grandísima culpa de
amarte
Quiso el artista, entre otras cosas, hablar con trascendencia de su país... y lo logró.
febrero de 1992


NOTAS

[1] El autor nos recuerda, en una nota al pie, que tal es, eti¬mológicamente, el significado de la palabra esquizofrenia: mente rota.

[2] La posibilidad de consultar esta grabación en video que incluye una entrevista a Víctor Varela la debo a la cortesía de la Escuela Internacional de Teatro de la América Latina y el Caribe.

[3] En el carácter paradójico de esta inserción nos detuvimos en el artículo "Del teatro sociológico al teatro de la identidad", Conjunto n.87, julio sept. 1991.

[4]Ver, por ejemplo, Diana Taylor: "Framing the Revolution: Triana's La noche de los asesinos and Ceremonial de guerra" Latin American Theatre Review, n. 24 1, fall 1990, p.81 91.

[5] En lo fundamental gloso aquí los datos aportados por Juan Luis Martín: "La juventud en la Revolución Cubana: notas sobre el camino recorrido y sus perspectivas", Cuadernos de Nuestra América, Vol VII, n.15, julio diciembre 1990 (Centro de Estudios de América, La Habana, Cuba).

[6] El reconocimiento de estas contradicciones se expresó en el programa político que, a principios de 1986, encabezado por Fidel Castro, dio inicio al "proceso de rectificación de erro¬res y tendencias negativas". No fue la "Rectificación" una reacción inducida, en lo fundamental, como a veces se piensa, por condiciones externas la perestroika, en primer lugar , sino por causas principalmente endógenas que imponían, al agudizarse, la reorientación del rumbo de la Revolución, la ruptura con modelos económicos y en última instancia políticos que habían demostrado su insolvencia o sus grandes limitaciones. La Rectificación pone el acento, después de una década y media, en valores originales aportados por la Revolución Cubana en los años sesenta y más tarde opacados por la copia de patrones de diverso orden en que se sustentaba el "socialismo real".

[7] Digo "relativamente" marginal, pues el Teatro Obstáculo es, desde 1989, un proyecto subvencionado por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas de Cuba del Ministerio de Cultura de Cuba.

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