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domingo, 5 de abril de 2009

EL CUERPO CUBANO EN LOS 90

Magaly Muguercia

El cuerpo fue una fiesta
Hubo una vez en que Cuba fue una fiesta y el cuerpo cubano se proclamó socialista. Al principio yo tenía trece años. Fidel y sus jóvenes tropas barbudas atravesaron en caravana la isla desde las montañas del oriente hasta el otro extremo, y entraron gloriosas en La Habana. Campesinos encandilados, héroes y heroínas de la sierra se derramaron sobre la ciudad. El principal cuartel de la tiranía se convirtió en escuela y se llamó Ciudad Libertad. Una paloma blanca se posó sobre el hombro del líder. Pronto el pueblo (obreros, intelectuales, campesinos, estudiantes, amas de casa) vistió de miliciano. En largas madrugadas, muchachas y muchachos cuidábamos, con viejos máusers al hombro, los espacios conquistados. Entonces sobrevino una invasión al revés: desde la ciudad partieron hacia los campos decenas de miles de adolescentes-maestros que escalaron montañas y anduvieron llanos enseñando a leer y a escribir a los que no sabían; pero ellos, al mismo tiempo, aprendieron y cambiaron con aquella entrada en territorio ajeno. Cuando un año después regresaron a sus hogares, flacos y musculosos, con los uniformes rojizos de tierra, guirnaldas de semillas al cuello y aires de seguridad mezclados con lágrimas, los vecinos no los reconocieron. Enormes y variados cruces de culturas engendraron, en la Cuba de los 60, un cuerpo democrático, igualitario, digno, cooperador. Marchar hacia la Plaza de la Revolución era otra fiesta. Aquellos millones que conversábamos allí con nuestros líderes creamos un escenario en el que se hizo historia para todos los tiempos. Desde entonces se le llamó Plaza de la Revolución. Igual aprendimos en esa época, los citadinos, a trabajar la tierra y a reconocer árboles, animales y costumbres extrañas. Apiñados y sudando en transportes inverosímiles, al borde de la estricta asfixia, domingo tras domingo partíamos a darle duros machetazos a la caña de azúcar, a arrancar la mala yerba, y yo medía fuerzas –dieciséis años y pequeñoburguesa de abolengo- con mis amigos nuevos, alegres caballeros populares. Hicimos de estibadores en los puertos y de albañiles en escuelas nuevas, levantadas, como dijo el poeta, “con las mismas manos de acariciarte”.[1] Y los estibadores, albañiles, campesinos y guerrilleros pronto se instalaron en los pupitres de la Universidad. Nos zambullimos todos en nuestro mundo al revés, donde los “educados” éramos torpes y los “humildes” se movían como reyes.
Al final de esos años murió el Che y luego Allende, y las lágrimas corrieron por el rostro de tres generaciones de cubanos sin que nos diera tiempo a ocultarlas, por pudor. Se ausentó de modo brutal una parte nuestra — que desde entonces nos falta; cuerpos luchadores, que ahora debíamos imaginar quemados por la bala, ultrajados quizás, la mirada detenida, e irremediablemente exangües.[2]
Y así se fue armando el cuerpo socialista, en esta fricción y trasiego de identidades muy variadas, en el conflicto y el entendimiento, en tensiones de clases, razas, edades y sexos diversos que, mayoritariamente, compartíamos el mismo proyecto. En la memoria profunda de nuestra cultura permanece, creo yo, el tesoro de un cuerpo dúctil, experto en riesgos, solidario, dotado con el don de Mackandal, y que fue tan loco que respiraba a pleno pulmón en un camión sin ventanas, camión de los domingos, o tren lechero o carreta abarrotados, que nos enseñaron lo que todo buen actor y bailarín sabe: que la actuación orgánica, la que produce acción real (no necesariamente realista), surge cuando se elige el camino más difícil; que la coherencia profunda, la verdad en la actuación, se toca por uno de sus extremos con el caos.[3]
Pero pasó el tiempo y algo de aquel vivo cuerpo socialista con equilibrio/desequilibrio de cuerda floja — susto y alegría — se congeló. A nuestro sensitivo y socialista cuerpo subversivo lo enseñaron a sacrificar la invención, en nombre de un mito llamado la “unidad” o bien la “firmeza ideológica”. Desde mediados de los 60 una incipiente cultura del dogma vino a confundir la participación con la coralidad.[4] Los rebeldes y críticos —es decir, casi todos—, a regañadientes, comenzamos un nuevo aprendizaje: nos convencieron de que el peor pecado era incurrir en error ( se le llamó “error histórico”). Se prohibió el error. ¡A nosotros mismos, cubanos socialistas, que éramos un error histórico viviente, escándalo de los manuales de marxismo-leninismo! La movilización popular lentamente fue cambiando su carácter, y no fue ya tanto intercambio febril entre diferentes, como marcha más ordenada y lineal hacia la “meta”, sujeción a la estructura, delegación del poder de todos en la autoridad centrada. El baile comenzó a ser otro. En algunos planos, sobrevino una sustitución gradual de la conga arrolladora por el minuet.
Esto, sin embargo, suena muy en blanco y negro… tampoco fue así. Una cubana o cubano es una cosa muy compleja, muy dividida, nunca aplacada del todo. En Cuba, en tiempos de la esclavitud, hubo cimarrones, no hay que olvidarlo. Y en el alma nacional hay un cimarrón; también. ¡Anda suelto por ahí mucho cimarrón socialista![5]
Esa idea de una cubanía socialista, no tan fácilmente descifrable ni tan unívoca como algunos creen, podría ser asociada a la noción de cuerpo compuesto, elaborada por el pensador, marxista y norteamericano, Randy Martin. Según Martin el cuerpo compuesto genera escenarios sociales en los que se entretejen una multiplicidad de diferencias. Resulta, pues, un instrumento teórico que ayuda a “pensar la constitución física de complejas relaciones sociales”. Ese cuerpo es:
No uno, sino múltiple; no un ser, sino un principio de asociación [s. m.] que rechaza la tajante división entre el sí mismo [self] y la sociedad, entre lo personal y lo mediado, entre presencia y ausencia.
El cuerpo compuesto está ya en movimiento, él es el trabajo entre las diferencias que lo constituyen ; ese cuerpo móvil crea los escenarios de la adecuación, la resistencia o la subversión frente a las lógicas dominantes. Es nuestro potencial de obediencia o revolución.
Todo proceso social consiste, pues, en la encarnación (es carne, deseo, fuerza) de esa multiplicidad, en la in-corporación de esta dinámica hormigueante. La idea de “cuerpo compuesto” incita entonces a pensar la política (y eventualmente el socialismo) a la luz de la pregunta que Martin nos formula: “¿cómo se asocia la diferencia entre aquellos que están reunidos en la nación”.[6] Dicho de otro modo: ¿cómo movilizar el potencial creativo-opositor del cuerpo, promover relación democrática entre diferencias, de modo tal que esa abundancia de energías construya proyecto, realice algún nivel de totalidad y coherencia? (Entiendo aquí la palabra proyecto en el sentido de deseo, movilizado hacia la realización de algún tipo de sociabilidad alternativa.) Habría que repensar el socialismo —que sólo será si es democrático— como una puesta en movimiento y una coordinación equitativa de afiliaciones y culturas diversas orientadas hacia la liberación. Los movimientos críticos y creadores del cuerpo compuesto, generan estructura y autoridades, y esto pone al estado socialista ante la paradoja de que, la única estrategia que garantiza la orientación democrática del proyecto —es decir, la estrategia de estimular el trabajo del cuerpo compuesto— es al mismo tiempo la que relativiza su poder de control, y, por ende, debilita la sacralidad que todo orden legítimo tiende a atribuirse.

Y la grieta se abrió…
En los años 80, Victor Turner —de nuevo un importante precursor estadounidense del estudio de la relación entre el cuerpo movilizado y la política— desarrolló la categoría antropológica de drama social.[7] Sucede el drama social, según Turner, cuando el fluir de la vida de la comunidad es interrumpido por una “secuencia de acontecimientos” que altera su “normalidad”. Esta secuencia “disidente”, canaliza deseos y trata de introducir valores distintos a los consagrados por el orden tradicional. Según Turner (cito de memoria) la primera fase de un drama social sería la brecha (o “grieta”), y consiste en que la “facción” disidente materializa algunas trasgresiones (ruptura de un tabú, protestas, conductas que en algún nivel alteran la norma). La grieta, al ensancharse, enciende una señal de alerta para el orden legítimo. Corre un malestar. Segunda fase: la crisis, propiamente tal, cuando claramente la comunidad se divide en dos, y los “cabecillas” de uno y otro bando reclutan adeptos. Suceden entonces luchas, quizás enfrentamientos físicos y violencia. Destaco, con Turner, que estos procesos, por implicar una remecida intensa del equilibrio social, de los códigos que permiten identificar la norma, dan paso a un especial paréntesis “liminar” en la vida de la comunidad. Esa liminaridad se configura como una movediza zona de frontera donde todo valor queda momentáneamente en entredicho, y todo puede acontecer; proliferan prácticas y pensamientos oscilantes que mezclan lo viejo y lo nuevo, el consenso y la herejía; la experiencia de la comunidad se tiñe de ambivalencias e hibridaciones. Desde la aparición de la grieta y en la secuencia de crisis, el orden tradicional multiplica los ritos confirmatorios, para recordar a la comunidad sobre qué valores sagrados ella se funda. En la tercera etapa, de reparación, se zanja o palia la crisis. Continúan los ritos confirmatorios, posiblemente acompañados de rituales de castigo, como pueden ser procesos públicos para descalificar a la facción rebelde. Cuarta fase y última (no siempre ocurre): el cisma. Si no logra imponerse, el bando opositor abandona el territorio, física o simbólicamente; emigra, y, en el otro espacio, intentará promover su modelo de convivencia alternativo.
En los 80 fueron cada vez más perceptibles en la sociedad cubana agrietamientos y malestares. Tres décadas de estabilidad relativa no habían transcurrido sin consecuencias. De la fiesta de los 60 nació el cuerpo potente y cohesionado. Veinte años después, algo gris estaba claramente instalado en la sociedad cubana: sovietización, dogma, autoritarismo. Se deslució, con los años, la fiesta socialista.
En 1986, un personaje de la obra Accidente, del grupo teatral Escambray, decía: “En los últimos tiempos, nos hemos dedicado a producir acero y hemos dejado de producir hombres.”[8]
Ese mismo año —1986— el estado cubano convocó al llamado proceso de “rectificación de errores y tendencias negativas”, cuyo objetivo último parecía ser una mayor democratización del socialismo cubano.[9]Fue en medio de este movimiento (ya nunca sabremos adónde nos hubiera conducido) que un vuelco pasmoso en la historia del siglo XX transformó todos los escenarios cubanos. Cayó el muro de Berlín a fines de 1989 y la Unión Soviética se autoliquidó en 1991. De la noche a la mañana Cuba perdió el 80% de sus mercados, y nos quedamos solos: sin petróleo, sin aliados, sin divisas, sin posibilidades de importar ni exportar. El país, básicamente importador, quedó abocado al colapso. Todos los días —años 92, 93— se reunía el Consejo ampliado de ministros presidido por Fidel y este equipo de emergencia discutía la distribución puntual de los ínfimos recursos materiales. La sobrevivencia del país se decidía, literalmente, según lo que traía en sus bodegas el último barco que hubiera tocado puerto. Era tan exacto esto, y tan dramático, que en mi fantasía se formó una nítida escena que todavía hoy evoco: oficina amoblada en noble madera de caoba, un ventanal muy grande abierto sobre los techos de la Habana Vieja, y, al fondo, el mar ancho, muy plácido y azul. Desde la ventana, Fidel mira al puerto con unos prismáticos, e identifica el barco que está fondeando; entonces, de pie siempre, y observado por los ministros, tomaba un teléfono y da instrucciones. Cruza frases escuetas con cada ministro, muy tensos todos. Algunos se ponían de pie. Es parecido a Lenin en el Smolny, tomándole el pulso a la nación, a las puertas, en este caso, de una catástrofe. En 1992 Cuba sólo pudo adquirir un tercio de sus importaciones habituales, históricamente concentradas en alimentos y petróleo.
La grieta y la crisis de que habla Turner, todo se precipitó. Comenzaba un drama social de alto perfil que, en el momento en el que escribo estas páginas, en mi apreciación, aún no ha cerrado su ciclo.[10]
Entre 1991 y 1992 la población cubana adelgazó espectacularmente y una grave epidemia de neuritis afectó la vista y la motricidad de miles de personas. Todavía hoy, sin ser una pandemia, esta extraña enfermedad está presente en Cuba, y el estado mantiene medidas preventivas contra ella.[11] Su explosión, alrededor de 1991, se atribuye al deterioro súbito de la alimentación que golpeó a todos los sectores de la sociedad, combinado con el incremento excepcional de la carga física que hubo que asumir en el día a día para sobrevivir (algo análogo a las situaciones de guerra o de campos de concentración, y así lo reporta mucha literatura médica consultada entonces por los investigadores cubanos). Obvia decir que el índice de natalidad cayó en picada y desde entonces ese indicador (1,3 hijos por familia; ¿quién será el coma tres?)se mantiene constante.[12]
Desde luego, los Estados Unidos se apresuraron a recrudecer las medidas de bloqueo. Pero lo cierto es que, la trágica desestabilización que a principios de los 90 sufrió el cuerpo potente y cohesionado tenía antecedentes. Ya de antes ese cuerpo padecía fisuras y malestares. Durante décadas, se había ido instalando en el cuerpo social cubano una disfunción, endógena, que enseñó —y hasta hoy sigue enseñando—, a vivir lo público y lo privado como una separación. Se generalizaron fricciones, a veces muy dolorosas y siempre paradójicas, entre el potencial creador inmenso de las personas, estimulado por la revolución, y las estructuras que el estado implementaba. Esta disfunción actuaba en diversos ámbitos: político, económico, ideológico, cultural y espiritual. No por gusto es el número significativo de personajes del teatro y la danza cubanos que, en los 80, se suicidaron en los escenarios, se enajenaron, o hicieron una ostensión subversiva de sus cuerpos desnudos. El arte, anticipador, encarnó muchas veces, durante los años 80, el drama de ese cuerpo, por una parte potente y cohesionado, por la otra, escindido, menguado, ausente, a veces desesperado, y fragmentado, sujeto a un profundo conflicto consigo mismo.
En la primera mitad de los 90 mucho aportó el teatro y su público — más numeroso que nunca en las salas habaneras — a la movilización de la sociedad cubana en torno a su núcleo pertenencia visceral e identidad, y a la reflexión crítica compleja. El teatro y la danza llenaron un espacio que, en plena crisis, el discurso oficial, deliberadamente simplificador y resistente a toda cualquier problematización no autorizada, dejó abandonado. Fue en esta coyuntura que llegó a la sociedad cubana más de una vez un eslogan, aparentemente justo, pero en lo profundo conscientemente descalificador de todo pensamiento crítico: “no es tiempo de teorizaciones”.
Recordaré como uno entre decenas de espectáculos memorables de esta primera etapa, la coreografía Fast Food, solo de la magistral artista Marianela Boán. El público se congregaba en el exterior de un conocido teatro capitalino para entrar a la sala. De repente, salía al portal la bailarina y, a los ojos de los transeúntes, ofrecía el espectáculo de su cuerpo magro, pero iluminado con algún extraño exceso de energía. Usaba como único elemento un plato y una cuchara de metal, toscos, carcelarios, y, por supuesto, vacíos. La coreografía reclamaba algo de aquellos objetos estériles; su cuerpo de virtuosa se fragmentaba y volvía fugazmente a recomponerse en un combate minimalista en el que había tanta fuerza como técnica milimétrica. Y ese cuerpo incandescente ejecutaba al final el acto horroroso, impecable, de comerse sus propios dedos. Concentraba en ese acto final todas nuestras energías como público, toda nuestra avidez y nuestro coraje. Pálida, con leotard negro, sin maquillaje, su actuación decía: hambre. Decíamos todos hambres diversas, pero recibíamos la ofrenda de su vigor y su rigor, jugados en el umbral mismo entre la calle y un escenario del Vedado.[13]

La bicicleta desviada
Se proyectó, en efecto, a principios de los 90, con zonas de increíble fuerza, un cuerpo socialista que, concentrando al límite su energía, actuó de toda forma imaginable para sobrevivir, muchas veces, con ejemplar dignidad. Y ese cuerpo, que hoy en día ya no es famélico, pues el país ha logrado iniciar una lenta recuperación económica desde 1995, hasta hoy resiste con múltiples estrategias; muchas veces es muy respetable, pero no puede movilizar a plenitud su potencial socialista, crítico, solidario. No siempre hace la historia que desea.
En 1990-91 las bicicletas inundaron la ciudad y transformaron su paisaje. Las distancias y el tiempo cambiaron en todo el país. Se iba al trabajo o al teatro en bicicleta o a pie. Recuerdo haber llegado, como casi todos, desfallecida, y a pie, a Ópera ciega, de Víctor Varela, en 1991, y, año y medio más tarde, en las mismas condiciones a la subversiva Niñita querida, de Carlos Díaz, en 1993. Y a Manteca, ese mismo año, y a tantos otros eventos de teatro o danza adonde llegábamos todos como a un templo, a tratar de comulgar en nuestras desconcertadas pero vibrantes pertenencias.
Millones de personas se subieron a la pesada bicicleta china en el 90 y todavía no se han bajado de ella, aunque ha dejado de ser un fenómeno tan masivo. En el 2000, con la introducción de fórmulas de economía mixta que han dolarizado la economía y alentado la inversión extranjera, la circulación de vehículos privados y de empresas en La Habana es mayor que nunca antes en cuarenta años, pero el transporte público continúa tan deficitario como hace diez años. Y siguen rodando sus bicicletas el plomero malabarista, que carga a toda la familia de cuatro en su cabalgadura china, el brillante médico, el ingeniero — que es también delegado del poder popular, de los mejores —, el oficinista, la actriz, la maestra, el investigador, mi gran amigo (40 kilómetros ida y vuelta cada día, que su esqueleto soporta con humor). No por amor al deporte anda esta bicicleta cubana, diría yo. La preciosa energía de muchos se derrocha bajo el mismo sol tropical que adormece en nuestras playas al turista satisfecho. Decenas y decenas de kilómetros cada día, cada persona, durante diez años. Ecologistas a pesar suyo. Recientemente se suma a la caravana de los bicicleteros un curioso profesional del pedal: el “bicitaxista”, que cobra en dólares, puede tener título universitario, y, a puro músculo, pasea por el Malecón, Miramar o la Habana Vieja al mismo turista deleitado de la escena anterior, ahora cobijado en los brazos de su jinetera. Falsa ecología. Ese cuerpo produce mal. La bicicleta cubana de los 90 contamina, diría yo.

La mano nos duele de tanto decir adiós
La historiografía tradicional desdeña el suceso cotidiano. Porque en realidad no puede apresarlo vivo, como él fue. No puede re-presentarlo. No obstante lo cual, hay ritmos, tensiones, acometidas y repliegues, estremecimientos del cuerpo que hacen historia. Por eso contaré lo vivido en agosto de 1994. En el largo litoral habanero, en los muelles del otrora idílico río Almendares, en las playas blancas, al este de la capital. Aquel verano los bañistas tuvimos que echarnos a un lado en el mar para abrirle paso a las balsas que enrumbaban océano afuera. Navegantes muy muy jóvenes, o familias enteras abandonaban la isla en estas naves precarias. La autoridad cubana no interfería, en respuesta a maniobras urdidas en Washington o Miami, da igual. Los dejaba marcharse, a su cuenta y riesgo. Y la mano nos dolió de tanto decir adiós. Deseábamos buen viento a personas desconocidas, expuestas a la muerte, desgajados y vulnerables, más allá y más acá de cualquier opinión política. Los echaba de la isla un remolino de escasez, desilusión e ilusiones, con la piel embadurnada de grasas contra el sol en aquellas balsas mitológicas, hechas de cualquier cosa, totalmente pintorescas y patéticas. Me obligué a estar ahí para que no se me olvidara nunca de qué materia concreta, de qué latido está hecha la pertenencia, cuál es el cemento que une a la nación. Hermandad, angustia, arena, lágrimas, profundo silencio, cielo azul. Desde entonces en los escenarios de la danza y el teatro de los 90 hay personajes que levantan la mano diciendo adiós. Alzan la mano y miran largamente, los actores y bailarines, hacia el horizonte. El cubano de los 90 siempre se está yendo. El alma queda en cualquier parte, dividida. Y digo alma, porque no encuentro mejor manera para nombrar a esa mano que nos duele y se nos va a caer de tanto decir adiós.[14]

Gato volante
El gato copulando con la martano pare un gatode piel shakesperiana y estrellada,ni una marta de ojos fosforescentes.Engendran el gato volante.
José Lezama Lima[15]

En los 90 prosperó en Cuba la necesidad de rituales. Sólo hablaré del más reciente. Siete meses duró el desfile de millones de personas movilizadas en todo punto de la isla, y a lo largo del Malecón habanero, para reclamar el retorno del niño Elián González. Todos ustedes conocen esta historia.
Cito el testimonio de un padre habanero:
Mis hijos, de 16 y 17 años, estudiantes del Preuniversitario xxx, en La Habana, acuden en estos meses a actos y marchas uniformados con un pulóver que repite infinitamente, despersonalizándolo, automatizándolo, el rostro de un niño. Van, mis hijos, en cuadro apretado, cercados por los profesores, mientras alguien, megáfono en mano, les orienta un único lema permitido, que ellos deben gritar sólo en el momento en que lo ordenen. La persona del megáfono insiste en el hiato, para que el lema sea escuchado con claridad: “Salvemos / a / Elián”.
Con el regreso, el 28 de junio del 2000, de Elián a Cuba terminó el ritual de “lealtad a la patria” más gigantesco y prolongado que haya tenido lugar nunca en la isla. Pero ha habido otros, en otras épocas, más diáfanos y auténticos.[16] Ha dicho Randy Martin que hay movilizaciones que se le hacen al cuerpo “por la espalda”.[17] Hoy escuché en la radio chilena que el Consejo de Estado de mi país confirió al padre de Elián la Orden Carlos Manuel de Céspedes, por la extraordinaria conducta desempeñada en el rescate de su hijo.[18]
A mediados de los 90 Fidel vistió traje civil por primera vez desde que la memoria recuerda. Cuarenta años de verde olivo y uniforme cayeron ante el empuje de las inevitables mescolanzas, de las zonas liminares, ambiguas y fronterizas, que desata un drama social.
Hoy los rituales de apareamiento del gato y la marta son muchos en Cuba. El último de escala magna lo protagonizaron Fidel y Juan Pablo Segundo. El papa ofició una misa ante más de un millón de personas ¡en la Plaza de la Revolución! Ocurrió en enero de 1998. Yo no les voy a contar ahora de cuántas cosas ha sido testigo esa plaza. Sólo evocaré la escena imborrable de un día de enero cuando el gran pontífice católico y romano bendijo a una multitud apoteósica, detrás de la cual se levantaba el enorme mural del Che que preside la Plaza de la Revolución. El Papa, pues, de cara al Che y, a sus espaldas, la conocida estatua de José Martí y la alta torre que es su monumento.
Alberto Korda, el autor de la foto clásica del Che con boina, estrella y mística mirada que ha recorrido el mundo, ese día estaba en la Plaza, y allí recogió la siguiente imagen a todo color: mural del Che al fondo, técnica en metal, muy visibles sus rasgos; en primer plano, cabezas blancas, negras y mulatas. Sobre el conjunto de las cabezas se alza la imagen de una virgen católica, portada en andas; una bandera cubana, que algún brazo alza, se asoma en medio de las cabezas, el Che y la Virgen. La banda sonora de esta superproducción es de igual nivel de impacto: el Papa (“el viejito”, como lo llamaba el cariñoso pueblo cubano), dialoga con el mar humano, como tantas veces lo ha hecho, desde allí mismo, Fidel, rompiendo el protocolo y reaccionando a la confianzuda muchedumbre, que le grita: “Juan Pablo, amigo, el pueblo está contigo”, “Se ve, se siente, el Papa es buena gente”. Mismo coro habitualmente dirigido a Fidel, pero con los nombres cambiados. Fidel sonríe sobrio, en traje de civil, desde un discreto sitio a la izquierda del altar mayor. Esta historia se llama “el gato volante”.
Me tienta el estudio de la Cuba actual bajo el ángulo del cuerpo y sus connotaciones políticas. Espero volver sobre estos y otros aspectos que ahora sólo quise esbozar, a menos que mi mano también tenga que decir adiós. Habría que reflexionar, por ejemplo, sobre la hipótesis de que los 90 engendraron un cuerpo “suelto”, no solo en el sentido de liberado o desatado, sino "zafado”, salido de su engranaje, de algún modo autónomo o solo. Así se me aparecen, en cierto nivel de análisis, formaciones como el cuerpo cuentapropista y jinetero, el cuerpo de la ilegalidad y el “bisneo”, también el de la anomia. El cuerpo del exilio. Ese cuerpo suelto que imagino, genera escenarios múltiples, que van desde la picaresca hasta el auto-destierro, la locura y el suicidio. Y se me ocurre que prolifera también un cuerpo usurpador, mimético, que se pone y se quita oportunistamente identidades. El cuerpo camaleón que va a las reuniones del CDR con teléfono celular —objeto totalmente estrafalario para el común de los cubanos—, para sentar bien claro su estatus de nuevo rico y “matar con la tecnología” a nuestra pícara premodernidad que pregunta al farsante: ¿y adónde se “enchufa” eso, tú? Hay, creo, un lado de ese cuerpo suelto o zafado, del cuerpo usurpador y travestista, que tiene fuerza renovadora y crítica, que es subversivo y tiene gloria. Además, como me advierte una amiga: quizás no está, tan zafado; forma redes, se encadena, a su nivel. Y eso se merece otra conversada.
¿Qué he tratado de decirles? Que ahora los socialistas no sabemos cómo hacer el socialismo. Eso no es noticia. Pero ¿de quién mejor que del cuerpo se puede decir: “y sin embargo… se mueve”. Y el cuerpo de las cubanas y los cubanos ha hecho aprendizajes profundos. Ahora quizás nos falta confianza en nuestras propias fuerzas o las identificamos mal. Algunos — muchos, probablemente — están cansados y prefieren no pensar, y marchar al compás del altavoz, según aconseja una elemental prudencia o rutina. Pero una comunidad que ha prodigado tanta energía democratizadora en este mundo, quizás otras generaciones que yo no veré, acabará por pedalear de otra manera en la bicicleta, y la bicicleta volverá a ser juego y técnica (es decir, libertad), y podremos entrecruzarnos los ciclistas socialistas, y chocar sin culpa, tomando impulso hacia nosotros mismos, directo por el filo de la navaja, pedaleando hacia la ecología que sí será.
(Aparece una adornada bicicleta e invito al público, al que quiera, a ponerle algún especial “motor” a la bicicleta real. Monto, montamos muchas bicicletas y salimos del salón de conferencias pedaleando.)
Santiago de Chile-Río de Janeiro-La Habana, julio de 2000

[1] Del famoso poema Con las mismas manos, de Roberto Fernández Retamar, escrito en los años 60.
[2] Otra vez, en la Plaza —mediaban los años 70—, lloramos a los jóvenes del equipo nacional de esgrima, muertos por una bomba contrarrevolucionaria puesta en un avión. ¡Qué silencio de un millón de personas en aquella enorme explanada! Y Fidel nos dijo que no nos avergonzáramos de nuestras lágrimas, porque, exclamó: “¡Cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla!”.
[3] Por el otro, con la técnica, la disciplina, lo pautado y el rigor. Lo que se genera en la combinación del caos y la disciplina es la libertad.
[4] La idea de la formación, en Cuba, de una cultura del dogma, ha sido argumentada en varios estudios por el pensador social cubano Fernando Martínez Heredia.
[5] El cimarronaje es una práctica de los siglos XVIII y XIX en los países caribeños y en el Brasil. En su origen consistió en la huida de los esclavos hacia espacios físicos diferentes, de difícil acceso, donde se ponían a salvo de los amos y organizaban una comunidad autónoma, con sus propias reglas. Hoy se suele llamar cimarronaje en los estudios caribeños a estrategias de resistencia, prácticas y mentalidades que evaden el orden de opresión, aunque no alcancen a oponer un claro proyecto alternativo.
[6] Randy Martin: Critical moves. Dance Studies in Theory and Politics, Durham y Londres, Duke University Press, 1998, p. 110.
[7] Ver Victor Turner: The Anthropology of Performance, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1987, pp. 33-71.
[8] Recuerdo qué impacto me causó ver, en 1986, al actor Carlos Pérez Peña, enunciar aquella frase desde un tipo de trabajo actoral muy diferente a los modelos más bien épicos del teatro Escambray. En ese momento de Accidente, el actor incursionó en un tipo de presencia vulnerable y sensitiva, similar a la de su memorable personaje de Té y simpatía, creado muy al principio de los 60. Esta presencia compleja, tan digna como frágil, fue desplegada finalmente por Pérez Peña en el año 2000, en un conmovedor unipersonal de reminiscencia autobiográfica que le valió el Premio Nacional de la crítica teatral.
[9] En 1989, empero, ya algunos temíamos que el giro de timón no había sido suficientemente radical. Nos devolvió la esperanza un memorable llamado del partido, en marzo de 1990, convocando al Cuarto Congreso del Partido. Se invitaba a toda la población a exponer en asambleas de base a todo lo largo de la isla, sin temores, públicamente, sus opiniones críticas, cualesquiera que estas fuesen. La aceleración imprevista del derrumbamiento del Este obligó a posponer la celebración del IV Congreso. Cuando al fin éste se celebró, en 1991, su impulso originario estaba mediatizado. ¿Por qué? No creo que haya una sola respuesta, pero, ciertamente, la apuesta a la democratización fue sustituida por una lógica de tiempos de guerra. La lucha heroica por la sobrevivencia pareció justificar, a los ojos del estado, la centralización suprema en la toma de decisiones, la apelación a la unidad sin matices, la posposición de todo juicio crítico.
[10] La expresión “período especial”, con la que eufemísticamente se designa en Cuba a la época de gran crisis que se abrió en 1990, es una expresión tomada de la doctrina militar soviética, donde se hace referencia a situaciones sociales de alta desestabilización que conformarían un “período especial en tiempos de paz”. —¿Por qué dicen que el período es “especial”? —dice un personaje de una obra reciente del cubano Héctor Quintero. — “Especial”… uno piensa en algo distinto, nuevo… pero éste es de todos los días. Cito de memoria; creo que el bocadillo es de Te sigo queriendo, gran éxito de público en 1997.
[11] Por ejemplo, promueve el consumo de un complejo vitamínico que es vendido a muy bajo precio a la población.
[12] Esto nos enfrenta hoy a la contradicción de que, siendo un país pobre, tenemos un índice de envejecimiento demográfico muy alto, propio de sociedades ricas; pero nuestra economía no está en condiciones de afrontar las consecuencias de este desfase. Nacen pocos, pero mueren muchos menos, gracias a un sistema de salud que, aunque debilitado por la crisis, sigue garantizando una eficiencia básica. La esperanza de vida promedio en Cuba es de 75 años.
[13] En la coreografía Últimos días de una casa, año 96, Marianela Boán exploró la voz. Decía, de un poema de Dulce María Loynaz: “Con un poco de cal yo me compongo/ con un poco de cal y de ternura.” Y la veíamos oscilar entre dos planos: el momento fugaz del cuerpo entero, y el de su desarticulación.
[14] ¿Fue un personaje en la obra Perla marina, de Abilio Estévez, el que pronunció esta frase en 1996?
[15] Epígrafe de la novela de Abel Prieto El vuelo del gato, La Habana, Letras Cubanas, 1999. Abel Prieto, además de escritor, es el Ministro de Cultura de Cuba.
[16] Años pasarán antes de que se haga visible el daño que dejó en el niño, no sólo el horror vivido en el océano donde, a los seis años, vio morir a su madre y quedó a la deriva, sino tanto coro, tanta misa y panfleto desenfrenados a un lado y otro del Canal.
[17] Randy Martin: Critical moves, op. cit.
[18] A mi regreso a, en julio, Elián está viviendo en una espaciosa casa de Miramar, que será su residencia de adaptación antes de regresar a la provincia. La “casa de Elián” está frente a un supermercado de venta en dólares que ha sido cerrado al público, según me informan amablemente los policía que cierran el paso a las calles circundantes. Roberto Chile, realizador de los documentales del Consejo de Estado, informa en una entrevista por televisión que está filmando un documental sobre la “vida cotidiana” de Elián desde que regresó a la isla, labor que realiza con la mayor delicadeza, con una sola cámara que sigue con discreción al niño para que este no se sienta “asediado”.

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