Magaly Muguercia
En mi vida en el teatro ocurrieron algunos aprendizajes que me cambiaron los ojos y los oídos, el sentido del ritmo, el gesto y los reflejos. Permítanme compartir con ustedes el secreto de algunas de estas somatizaciones.
El bien y la belleza
Tengo cincuenta y cinco años. Madre de dos hijos y habanera, de linaje clase media profesional. Familia estudiosa y de buenas costumbres, mis padres — primera generación de santiagueros en La Habana—, procedían de estratos más humildes, lo que quizás los hizo muy sensibles al tema de la justicia social. Simpatizantes de Fidel desde el ataque al cuartel Moncada, la madrugada del primero de enero de 1959 los sorprendió escuchando la clandestina Radio Rebelde.
Pronto el Gobierno Revolucionario nacionalizó la compañía norteamericana de la que mi papá era empleado de cierta jerarquía, y un joven capitán de la Sierra Maestra decidió ponerle la renuncia sobre el buró al supuesto “especialista burgués” (ese era mi papá). Con la abrupta cesantía, la familia perdió la casa propia, emblema de un buen pasar... que pasó a la historia.
¿Qué dijo mi papá del arbitrario despido? “Las revoluciones son grandes procesos, muy profundos. Es lógico que se cometan errores”. Nunca, aquella dramática pérdida de status material hizo mermar un ápice su compromiso con la revolución, ni su fe en la nueva época. Murió prácticamente en su aula universitaria, veinticinco años después, prematuramente. Economista de amplia cultura, profe querido, elegante espíritu, “don Pedro” era la ética y la equidad.
A él le debo a Homero, Beethoven, Molière, Benny Moré y Bola de Nieve, y una fuerte inclinación a confundir el bien con la belleza.
En 1964 me inicié profesionalmente en el teatro, siendo todavía estudiante de Letras en la Universidad de La Habana. Deslumbrada por el arte y la revolución, en esa época fui una dirigente estudiantil agitadora y conflictiva; en el teatro, encontré mi destino natural: un campo por excelencia para alimentar las que siguen siendo mis dos grandes vocaciones: el arte y la política.
Brecht y la forma
Bertolt Brecht estuvo muy presente durante mi adolescencia, cuando me inicié en el teatro. Un mes después del triunfo de la Revolución, tuvo lugar el primer estreno de una obra suya en Cuba, dirigida por Vicente Revuelta.[1] Siguió un ciclo entero de grandes puestas que, a lo largo de los 60, hicieron de Brecht parte orgánica de la tradición teatral cubana. Aunque parezca una paradoja — si se toma en cuenta el fuerte sentido ideológico y político del teatro de Brecht—, fue el alemán genial el primero que me enseñó a reconocer la centralidad de las formas en arte. Las dramaturgias a las que estaba acostumbrada, sicológicas y lineales, poco codificadas, ocultaban su juego formal para parecerse a la vida.El teatro de Brecht me entrenó los sentidos. Y así descubrí que, en arte, una convicción — política u otra— sólo puede enunciarse en términos de significantes y movilizaciones concretas y mostradas: gestos, ritmos, texturas, quiebres, densidades, sonidos, volúmenes, luz. Con él aprendí a reconocer el itinerario de una dramaturgia espectacular. Marxista, y estructuralista avant la lettre, me reveló el puente entre la ideología y la forma, y acentuó la discursividad como acción, como entramado de movimientos y cambios perceptibles en el espacio. Que una idea crítica necesariamente genera forma y, necesariamente, un peculiar espacio físico y corporal.
Observen que esta influencia de Brecht actuó en Cuba — a diferencia de lo que ocurrió en el resto de América Latina —en las circunstancias de una revolución socialista en el poder. El sentido opositor de Brecht confirmaba la práctica anti-capitalista generalizada en el entorno cubano de los 60, de modo que, más allá de su explicación del mundo, su teatro aparecía asociado a la idea de que había formas que liberaban, formas prometedoras con las que construir verdad y belleza para los nuevos tiempos. Formas “socialistas”, me decía para mis adentros.
Aunque no todo fue formas. También debo decir que Brecht fue el primer pensador que me ayudó a refinar mi rústico marxismo de manual.
Todavía no he dicho que mi primera crítica teatral, publicada en 1966, fue sobre la puesta en escena de El alma buena de Se Chuan (¡qué casualidad!). Una última confesión no los sorprenderá: di a luz a mi primer hijo, en 1967, mientras releía el Galileo Galilei en una sala de preparto. No le puse Bertoldo, sino Ernesto, porque la semana anterior había muerto el Che.
Stanislavski y la salvación
Al triunfo de la Revolución, el “Método” estaba bastante generalizado en la escena “culta” habanera. De modo que, cuando yo me inicié en el teatro, Stanislavski ya estaba allí. Lo disfruté en escena, lo estudié en los libros, y lo repensé junto a directores y pedagogos soviéticos con los que trabajé en Cuba en los años 70. Pero, en realidad, siempre lo di por sentado, como un dato consustancial a mi cultura teatral.
... hasta que llegué a Moscú, en 1978. Viví allí largos períodos hasta 1984, mientras realizaba un doctorado. Era la etapa terminal de Brezhnev y el comienzo del fin de la URSS, pero nadie lo sabía. Excepto el teatro.
La primera vez que fui a un teatro ruso quedé hechizada. Nunca antes había visto tanto oficio converger sobre un escenario. Todo a mis ojos resultaba perfecto y conmovedor; desde los actores y directores, músicos y escenógrafos, empleados y administradores, hasta el público, que formaba tumultos en las aceras para conseguir entradas en mercado negro, a precios exorbitantes. ¡Con qué glamour se bebía champán en el foyer! Y las damas, ¡cómo se sacaban sus botas nevadas al entrar al edificio, ocultándolas en bolsas de plástico, para calzar sus delicados zapaticos! Verdadera cultura teatral, se llamaba aquello. Pero, por sobre todo, una relación nunca antes vista: cada noche, los descomunales actores y actrices entablaban un mano a mano con un público conocedor, que podía ser simplemente cortés, o bien rugir de placer ante el efecto de un bocadillo bien dicho. Era como presenciar un estelar de fútbol en tierra de conocedores.[2]
Esta fue la primera vez en mi vida que percibí el teatro como una verdadera institución, como un campo claramente definido e influyente en la vida espiritual y política de una sociedad.[3]
Pero...
Si al llegar al país de Lenin, en octubre de 1978, me eché a llorar en el centro de la Plaza Roja, varias semanas después me atrapé a mí misma negándome obstinadamente a creer lo que veían mis ojos: el sistema estaba enfermo. Mediaba el año 79 cuando asistí (por cierto, en compañía de Vicente Revuelta) a una famosa puesta de El maestro y Margarita, dirigida por Yuri Liubímov. Un conocido actor, cuyo nombre no recuerdo — biotipo del hombre de pueblo ruso, fornido, rostro ancho de marcados pómulos—, atravesaba a cada tanto el escenario (duraba cuatro horas la representación), y pronunciaba con lentitud una misma frase, desapasionada: “Yo no estoy borracho, yo estoy enfermo”.
El teatralismo y la espectacularidad le venían al teatro ruso de la tradición de Meyerhold y Vajtángov. Pero la mística le venían de Stanislavski. Conocí en sus años iniciales al hoy famoso Vasíliev: entonces poeta maldito, barbudo y pálido. Marginado por las autoridades, consagrado por el público, y protegido por grandes maestros, en su figura encarnaba una típica fórmula de la tensión artista-estado en los países del socialismo real. Sus espectáculos se ofrecían siempre a teatro repleto.[4]
La última puesta de él que vi en aquella época me costó, literalmente, una proeza física, para conquistar un sitio en el piso, a pesar de que yo tenía entradas contantes y sonantes. Se representaba La hija mayor de un hombre joven, de un dramaturgo ruso contemporáneo. Lo que vi fue una especie de supra-Stanislavski, un raro fenómeno de hiperrealismo teatral. Los actores encarnaban, en términos literales, a sus personajes; resultaba hipnótica la experiencia, vivida bajo aquel efecto extremo de “cuarta pared”.
Paradójicamente, tanta producción de “verdad” rebasaba lo estético y producía acto real (Marco de Marinis). El escenario decía: “no se pierdan un solo detalle de esta nostalgia moderada, de esta vitalidad que se extingue, pero que está aquí”; pero, al mismo tiempo, cada suceso ocurría, profundamente. Muy chejoviano.... y muy ¿posmoderno? ¿O muy antropológico? El público participaba de un ritual.
Al final, un actor joven lanzaba una patada estupenda contra una puerta de madera maciza que se venía abajo, destrozada. Había que sustituirla cada noche. El golpe fulminante era a la vez símbolo y deseo, proyección de un conflicto existencial e histórico que nos hacía vivir por anticipado su desenlace. En Moscú, de la mano de Stanislavki, aprendí que el teatro salva porque puede, aunque sea por un instante, restaurar la voz, y el cuerpo de una comunidad.
Barba y la antropología
El Brecht de las formas, el Stanislavski místico, la Cuba socialista y el Moscú terminal me prepararon para un tercer aprendizaje.
Deambulaba yo por un Festival Mundial de Teatro en Varsovia, en junio de 1980, cuando llamó mi atención un grupo de personas arracimadas en torno a algún suceso. Entre cabezas y espaldas divisé a una... ¿actriz o bailarina? en plena actuación. Quedé atónita con el uso que hacía de su cuerpo y de su voz. Minutos después, trepó a un artefacto que he olvidado, y gritó sonidos desesperados hacia lo lejos, batiendo un tambor; un golpe invisible la detuvo en el aire y cayó. Era la muda Katrin, de Madre Coraje, la muchacha que sube al campanario para salvar de la guerra a los niños de la ciudad de Halle.
Nunca había presenciado semejante manera de actuar. El arte de la desconocida envió un mensaje crucial a mis intuiciones y a mi oficio. Luego supe que se llamaba Iben Nagel Rasmussen.
Fue una gran suerte que mi primer encuentro cara a cara con esta zona del teatro del siglo XX haya transcurrido, gracias a mi ignorancia y a mi retiro en Moscú, de un modo tan fresco y desprejuiciado. Fue como un choque conmigo misma, sin testigos, en una época en la que deambulaba por países extraños sin saber qué idioma hablar. Pronto deduje que, el joven atractivo y moreno, el de las sandalias y el cabello tan negro, que hablaba polaco y aparecía de vez en cuando por los pasillos del Congreso, era Eugenio Barba.
Seis años pasaron antes de retomar este hilo. Barba visitó por primera vez La Habana en abril de 1987, cuando yo dirigía el Departamento de Teatro Latinoamericano de la Casa de las Américas.[5] Yo debo confesar que he sido educada en el principio de “salirle al paso” a la ideología enemiga. Respetuosa, además, de la historia patria, ese día había ido a trabajar vestida de miliciana, porque era 17 de abril. [6] ¿Tengo que decirlo? Mi primera conversación con Barba resultó apasionante... y bastante polémica. Empezó en la Casa de las Américas y terminó en la terraza de mi casa, él sentado en el suelo, escuchando, con impresionante concentración, la última canción de Pablo Milanés.[7] Por supuesto, le regalé mi disco.
Tres meses después, en Argentina, vi por primera vez un espectáculo completo del Odin: El Evangelio de Oxhyrrincus. Sostuve una nueva, dilatada conversación con Barba, en la que le manifesté mi absoluta fascinación por aquel montaje, que era espléndido y grande, pero también mi pena, por el sentido que en éste se otorgaba a la hoz y el martillo.[8] El día que me marchaba rumbo a Perú, los actores del Odin me cantaron a coro, impecables, la romántica canción de Pablo.
Entre 1987 y 1992 seguí de cerca a esta tribu internacional, les conocí nuevos espectáculos, y, de país en país, participé de talleres y muestras didácticas. Gracias a ellos, aquel vislumbre que apareció en Moscú, se me fue instalando en alguna parte honda de la profesión. Lo que me decían ellos, era: el teatro es más que arte. Y eso me lo corroboraba una zona del teatro latinoamericano con la que yo mantenía por aquellos años un intenso contacto.
Cambio de época, cambio de mentalidades, y yo, tan ideológica, me fui volviendo antropológica y posmoderna. Tuve la debilidad de confesarlo en algunos ensayos, lo cual quizás disgustó a algunos editores cubanos. No me da pena contarlo así, porque esta transformación no me pasó en los libros, sino en la vida, antes de saber, incluso, el nombre de la cosa.
En términos de la profesión, “volverme antropológica” significó que empecé a percibir el teatro no tanto como hecho estético, sino como algo que ocurría, que me y nos ocurría. Siguiendo a Barba (quien a su vez seguía en ese punto a Stanislavski), hice “como si” el a priori ideológico no existiera en mí, y puse toda la atención en el proceso. Entonces, percibí el cuerpo motivado,[9] (cuerpo con su alma, claro), que, al moverse, producía relato, sentido y estructura y que, además, se movía con sentido político.
El corolario fue: ya no me bastan la historia, la sociología, la semiología, ni la estética para explicarme el teatro.[10] Hay algo más.
Alentada por aires que me llegaban del corazón mismo de La Habana, pero también del Moscú que tanto conocí,[11] en 1990 me encontraba en pleno proceso de perestroika[12] personal y profesional. Desde entonces, observar y meditar sobre qué le ocurre al antropos cuando procesa con el bios un deseo, un propósito, una crisis, un aprendizaje, un objetivo de comunicación o una herencia simbólica, se me ha vuelto segunda naturaleza. Estaba a las puertas de iniciarme como estudiosa de la performance social.
Pero no puedo terminar sin decir que, de Barba y de cada uno de los integrantes del Odin, recibí la lección del respeto al otro. Esa otra, desde luego, era yo: cubana, funcionaria y comunista. Fueron mis receptores candorosos, si candor quiere decir ser benévolo y no tener miedo. Los catalogué de seres dialogantes y compañeros de ruta. Después de haber discutido tanto sobre la hoz y el martillo, hoy soy más comunista. Si por comunista se entiende....[13]
A Iben, a Roberta, a Julia, a Torgeir y a César, y al propio Eugenio los evoco incandescentes y entrecortados, como los destellos. A mis ojos, encarnan el enigma de ser enteros, porque actúan con verdad todos sus fragmentos.[14]
Patrice Pavis y el cruce de las culturas
Mi “antropologización” estuvo precedida, pero también acompañada, de otro proceso que alcanzó su apogeo en agosto de 1983, mientras leía un libro que ha devenido un clásico. A Patrice Pavis, el joven pensador francés (siempre será más joven que yo, hélas!) le debo un horizonte que va más allá de la semiología.
Durante unas vacaciones en Varadero leí, línea a línea, su Diccionario del teatro —que me lo prestó Rine Leal. Me sumergí en aquella obra monumental como si se tratara de una novela policíaca. Cuando paladeaba el último de los tres índices, comprendí que había encontrado al sabio de mis sueños.
Antes, de él había leído Languages of the Stage, y, después, me enfrasqué en el estudio de Voix et images de la scène. Va para veinte años que, si escribo un ensayo, o preparo clases, casi de modo reflejo vuelvo a consultar sus libros y artículos.[15]
Al iniciarse los 90 releí sistemáticamente a Pavis. La necesidad de volver a su obra me sobrevino cuando mi país y yo tuvimos que enfrentar una dura encrucijada, la mía compuesta de marxismo, semiología, antropología, socialismo e incertidumbre. En ese momento quise meditar sobre una importante obra cubana que estaba llenando el teatro: Manteca, de Alberto Pedro.[16]
Ahora me veo claramente, recluida durante cinco meses en una apartada playa del Este de La Habana, sintiéndome, mientras escribía, un híbrido (muy discreto, por lo demás) de Patrice Pavis, José Lezama Lima, Cintio Vitier y Eugenio Barba. Traté de ser, al mismo tiempo, ética, imaginativa, rigurosa, sutil, auténtica y visionaria. La criatura, que vino de aguas profundas y de ríos diversos, se llamó El don de la precariedad, ensayo como un pequeño fruto de mar, selecto, insuficiente, pero indiscutiblemente mío.[17]
¿Y a qué se debió esta afición por Pavis, después de mi inicial desconfianza hacia la semiología teatral, que en los 70 había llegado hasta las costas cubanas como una moda? A mi juicio, en la teoría teatral de la segunda mitad del siglo XX, el mayor aporte de Patrice Pavis consiste en haber logrado integrar en sus visiones del teatro perspectivas irremplazables y diversas, que él se propuso articular: la semiología —que él mismo contribuyó a desarrollar—, el análisis sociohistórico — especialmente de procedencia marxista —, y el prisma antropológico, que ha desplegado en la última década.
Este francés riguroso, incansable y de fino humor, me dejó la lección intelectual de no atrincherarme en la tradición que domino. Ha practicado la teoría como un acto de croisement de cultures.[18] Cuando, a fines de los 80, nombró la problemática del teatro “como encrucijada de culturas”, también dio el nombre justo al principio que, en la teoría teatral, él representa: concebir la práctica de la teoría como un acto integrador que hace entrar en un diálogo tradiciones irremplazables y diversas.
Randy Martin y el cuerpo de la política
En 1993, leí y releí, en la primera página de un libro, la frase: “toda producción requiere un cuerpo. También lo requiere la producción de historia humana”. Y entonces emprendí un viaje que todavía no ha terminado. En este nuevo tramo del camino quizás he dejado de ser estrictamente una teatróloga, para convertirme en observadora de la cultura, y comentarista de “actuaciones” sociales de marcado sentido espectacular. Además del teatro, ahora me interesa la dimensión, más general, de lo “performativo” en la cultura.
Hablaré de Randy Martin, newyorkino y marxista. Dio sus primeros pasos en el entorno de Fredrik Jameson y es hoy un original pensador, que produce teoría en la frontera difusa entre la estética, la teoría del teatro, la teoría política y la antropología. Cuando lo conocí, en 1993, rebasaba escasamente los treinta años. Ya entonces había escrito su fundamental estudio Performance as Political Act: The Embodied Self, donde la citada frase aparecía. [19]
Vive y piensa en Nueva York, el corazón de la sociedad norteamericana actual. Auxiliado por su conocimiento práctico de la danza y el teatro (fue bailarín y coreógrafo), durante la última década Martin ha desarrollado la tesis del cuerpo individual y social como un potencial político opositor. En sus estudios fenomenológicos sobre el teatro y la danza ha identificado principios que acompañan el “movimiento crítico” del cuerpo, una dimensión que, promovida, abre brechas de democracia y utopía en el orden cultural dominante. Martin, desde luego, ve a la política no como una actividad circunscrita a instituciones formales, sino como dato inseparable de toda convivencia social.
En su libro más reciente, Critical Moves, [20]examina diferentes prácticas danzarias norteamericanas — captadas en el curso de los ensayos o en su manifestación frente al público—, con el fin de identificar los fundamentos de un “cuerpo crítico”, capaz de producir alternativas de cambio frente a las prácticas culturales dominantes en la sociedad capitalista actual.
Los que danzan o intentan danzar, o los que hacen teatro, experimentan el movimiento como un cambio permanente que no sólo es posible, sino inevitable e intuitivo. Esta disposición al movimiento crítico puede extenderse mucho más allá en la práctica social, aunque la danza permite observar con mayor claridad qué principios permiten incentivar y organizar esos “movimientos críticos” (critical moves), y oponerlos a los motions, o movimientos conservadores, reproductores del orden.
Las tesis de Martin tienen ricos antecedentes en el pensamiento norteamericano que , desde los años 60, ha investigado los vínculos entre teatro y antropología, y muy particularmente en las obras precursoras de Victor Turner y Richard Schechner.
Debo agregar que es amigo querido y admirado, el joven Randy, escritor de asombrosa productividad, y agudo comentarista del teatro cubano de los años 80 y 90. Teniéndolo a él de guía he conocido a grandes monumentos-mitos de la cultura norteamericana como los rascacielos de Los Ángeles, Beverly Hills, el teatro de Broadway y al coreógrafo negro Bill T. Jones. Una vez, su esposa y yo lo acompañábamos en un paseo por Manhattan. De pronto, nos dejó atrás y se internó en la multitud de una congestionada acera de Manhattan, haciendo traviesos pasos de danza. Su avance, tan libre y gracioso, tan imprevisto, fue recibido con un imperceptible tintineo de rascacielos regocijados.
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¿Qué falta en estas memorias? Pasé revista a legados que me vienen de un alemán, un ruso, un italiano, un francés y un norteamericano. Falta, obviamente, lo de acá, lo que “somaticé” acompañando al teatro latinoamericano y cubano durante cuarenta años, compartiendo con sus grupos y maestros. Pero esa relación es como de espejo. Desde luego, está entretejida con la anterior, pero tendré que desentrañarla de otra manera y en otra ocasión.
NOTAS
Reubicarlas. Aparecen al final del libro
santiago de chile-la habana-buenos airesjunio-septiembre de 2001
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