Magaly Muguercia
Ponencia presentada en la Universidad de California, Riverside, en octubre de 1993. Publicada por primera vez en Temas (La Habana), 1994
El triunfo de la Revolución Cubana el primero de enero de 1959 fue un acto pleno de soberanía y crecimiento de la nación. Es por esta razón que en los años iniciales del proceso revolucionario se produjo una especie de simbiosis que hizo del teatro un evento más de la liberación efectiva que estaba teniendo lugar.
Entre 1959 y 1965 surgieron decenas de grupos profesionales en todo el país subvencionados por el estado (en contraste con el total desamparo estatal en que se había desarrollado la escena pre-revolucionaria).
Estos grupos nuevos coexistieron con algunas instituciones privadas que venían de la época anterior y que más adelante, en 1967, fueron disueltas por un decreto que extendió a la cultura el objetivo de erradicar los últimos vestigios de propiedad privada en el país.
Si tratáramos de identificar un emblema de aquellos tiempos podríamos evocar la obra Santa Camila de la Habana Vieja, de José R. Brene, estrenada en 1962 bajo la dirección de Adolfo de Luis. Esta obra, en muchos sentidos, encarnaba a la Revolución. Afirmativa, pero también sagaz y atrevida; llena de gracia y vigor populares y al mismo tiempo exigente y experimental en el plano artístico. La Camila era, ella misma, un episodio de aquella generalizada vivencia de esplendor y energía que todos protagonizábamos. Hasta hoy el texto de Brene nos recuerda que las fuentes de la verdadera liberación pasan por la cultura viva de las personas y que es sólo en una interacción con la totalidad de los valores comunitarios que se puede construir un proceso liberador legítimo.
La historia de este chulo que avizora una nueva dignidad y entra en conflicto con su amante, la santera Camila , y con las creencias y la moral del "barrio", dijo a las claras que la Revolución tendría que demostrar su superioridad frente al pasado por medio no de la imposición, sino de intercambios y transformaciones eminentemente culturales.
Por su parte, la escenificación de Adolfo de Luis entregó un escenario grande y bien equipado -el recién inaugurado teatro Mella- al disfrute de miles de espectadores que semana tras semana colmaron la instalación por el módico precio de un peso.
La democratización que la Camila representaba se expresó no sólo en su orientación hacia el gran público, sino, sobre todo, en la reconciliación que produjo entre la "alta cultura" y las formas populares. Por primera vez en Cuba un director aplicó los principios de Stanislavski -de los que de Luis había sido introductor en Cuba a principios de los años cincuentas- a un texto de raíz, propósito y tono eminentemente populares. La Camila funcionó pues, como un acto de la creatividad revolucionaria, democrático pero exento de paternalismo, que confirmaba la autenticidad del cambio social que se estaba operando.
A mediados de los años sesentas el debate ideológico en Cuba adquirió una nueva complejidad. Ya la lucha no se libraba sólo entre el antiguo y el nuevo régimen, entre explotadores y explotados. Las circunstancias habían impuesto a la Revolución una riesgosa alianza con el bloque soviético.
A la oposición anti-socialista y reaccionaria se sumó ahora el conflicto con lo "ruso". También desde posiciones revolucionarias se recelaba de la tendencia a la dogmatización que históricamente había marcado al marxismo soviético. La Revolución, además, obedeciendo a su propia lógica interna, comenzaba a institucionalizarse y a expandir las funciones estatales, todo lo cual multiplicaba los dispositivos generadores de estatus. Había pasado la epifanía del nacimiento y comenzaba una larga historia de tensiones entre el poder y el proyecto. (1). A mediados de los sesentas afloró la conflictividad intrínseca de un proceso social que, por un lado, debía darse a sí mismo estructura y estabilidad pero que, al mismo tiempo, necesitaba por su propia naturaleza transformadora, mantenerse abierto, libre, para crecer en un diálogo con la vida que ninguna teoría, ni previsión burocrática podía sustituir.
En medio de un panorama teatral que todavía producía numerosas imágenes afirmativas y coincidentes, tres obras que subieron a escena entre 1964 y 1967 recogieron algunas de las tensiones y preguntas que las nacientes contradicciones del socialismo cubano hacían surgir.
La casa vieja, escrita por Abelardo Estorino en 1964 y estrenada ese año bajo la dirección de Berta Martínez, colocó por primera vez en el centro del teatro cubano la idea de que, en su realización práctica, la utopía socialista sufría desvíos y contaminaciones. La obra de Estorino mostraba cómo, en la cotidianeidad, encontraban cabida lo falsificador y lo precario, supuestamente desterrados con la caída del ancien régime. El arquitecto Esteban, personaje que trasmitía las visiones críticas, era cojo; Laura, una mujer "integrada" a la Revolución, vivía a escondidas la relación con su amante, obligada por los prejuicios. Había intranquilidad y malestar en esta familia a la que poco a poco veíamos converger hacia el lecho del padre agonizante. Algo que empañaba el principio liberador, conductas dobles y verdades impuestas, hacían exclamar a Esteban al final de la obra: "Sólo creo en lo que está vivo y cambia". Era una señal de alerta frente a la "religiosidad marxista" que comenzaba a ganar terreno.
Había sido Teatro Estudio, explorando con alta pericia y contenidos nuevos el formato del realismo sicológico, estética que por última vez aparecería en forma pura dentro de la dramaturgia de Estorino.
Dos años después (1966) La noche de los asesinos emitió una nota claramente disonante. En medio de un clima ideológico en el que, a pesar de las tensiones, predominaba el consenso aprobatorio, el autor, José Triana, y el director, Vicente Revuelta, lanzaron al ruedo una perturbadora imagen de insatisfacción y rebeldía que suscitó numerosas polémicas. La noche de los asesinos fue el primero de los grandes textos teatrales escritos en el período revolucionario que optó por la no representación de circunstancias sociales específicas y recurrió a un tratamiento simbólico.
Tres hermanos adolescentes verificaban en la imaginación el asesinato de sus padres. El acto, repetitivo y no consumado, expresaba la aspiración -y también el miedo- a evadir la sofocante autoridad de los mayores. La orientación ritual del texto era confirmada por una artaudiana "crueldad" escénica. (Pocos meses después Revuelta tendría un histórico encuentro con el Living Theatre en Europa que cambiaría el rumbo de sus búsquedas escénicas en el mismo sentido de aquella poética antropológica intuida en su puesta de La noche...
Este espectáculo sin duda rebasaba el ámbito literal de la familia y registraba algún orden más general de resistencia frente al poder. La ambigüedad del procedimiento simbólico extendía las significaciones del texto y de la puesta hacia una zona de implicación política que, veinticinco años después, la crisis de valores que experimenta la sociedad cubana ha hecho pasar a un primer plano. (Hoy en día la obra de Triana es un intertexto que obsesiona a dramaturgos y directores.)
En 1967 se estrena María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa, llevada a escena por Roberto Blanco. María Antonia continuó una línea de exploración de lo cubano que aparecía como una intuición en la Camila; pero, a diferencia de la obra de Brene, no etableció una correlación explícita entre los valores culturales tradicionales y los nuevos procesos de construcción de identidad que la Revolución había desencadenado.
Esta imponente tragedia de asunto popular, ubicada en una temporalidad imprecisa, llamó la atención sobre el poder fundador de la tradición, sobre la persistencia de mitos y rituales que modelaban los comportamientos de los personajes en un nivel que la escena presentaba más estable y subordinante que el de las definiciones sociopolíticas. Su investigación de una cubanía trascendente introdujo en el teatro del período revolucionario una preocupación culturalista que, más allá del prisma de la lucha de clases, valorizaba el referente del "ser nacional", aquí identificado con el patrón afrocubano de religiosidad y con los códigos sagrados y la ética inapelable del "barrio".
La década de los sesentas, políticamente, termina con la muerte del Che en Bolivia, la invasión de las tropas soviéticas en Checoslovaquia -respaldada por el gobierno cubano en uno de los dilemas políticos más difíciles que le haya tocado enfrentar- y la epopeya nacional de la "zafra de los diez millones", coronada por un fracaso. Este revés provocó un dramático discurso autocrítico en el que Fidel Castro reconoce el alejamiento que se ha producido entre la dirigencia del Partido y su militancia de base. Dos años después, en 1972, Cuba toma la decisión de ingresar en el CAME, lo que significó un golpe a la línea que, desde los años sesentas, había alertado sobre el peligro de una subordinación excesiva a la hegemonía soviética y a los modelos del "socialismo real".
En este contexto tiene lugar un avance de las tendencias dogmáticas a consecuencia del cual en la cultura artística se desarrolla, entre 1970 y 1975, lo que el ensayista cubano Ambrosio Fornet llamó el "quinquenio gris": un período en el que, a nombre de la "pureza ideológica", resultaron marginados muchos artistas, entre ellos importantes figuras del sector teatral.
Pero ningún proceso en Cuba durante la etapa revolucionaria admite una representación en blanco y negro. El dogmatismo no impidió la manifestación, simultánea, de tendencias en las que encarnaban los aspectos sanos y vitales de la Revolución. Esto explica que, precisamente durante la década "dura" de los setentas, se desarrollara el movimiento del Teatro Nuevo, encabezado por el legendario grupo Escambray.
Frente al conflicto entre un pensamiento revolucionario crítico, una tendencia dogmática en avance y casos de ruptura definitiva con la Revolución (pronto estallaría el "affaire Padilla"), el Escambray optó, a partir de 1968, por el salomónico -y valiente- camino de abandonar la capital del país y emprender, en las intrincadas montañas del centro de la isla, una atrevida experiencia.
Trabajando dentro de los principio de la "creación colectiva" -que por esos años se extiende por la América Latina y muchos grupos de teatro político en Estados Unidos y Europa- los espectáculos del Escambray tenían como punto de partida una investigación de campo sobre los problemas que presentaba aquella peculiar comunidad de montaña, donde las bandas armadas contrarrevolucionarias todavía tenían beligerancia y los campesinos se resistían a aceptar las formas cooperativas de producción agrícola que el estado promovía.
Los habitantes de la zona colaboraban en esas investigaciones y en la ejecución del espectáculo resultante. Así se concretaban procesos que modificaban la existencia cotidiana de la comunidad y la de los propios artistas. La perspectiva crítica del grupo le permitía abordar la problemática político-ideológica -muy aguda en el caso del Escambray- como parte de un conjunto de relaciones mucho más amplio, que iba desde los hábitos y mentalidad que vinculaban al campesino a la tierra, hasta su religiosidad o sus modelos artísticos tradicionales.
En aquellos espectáculos la coincidencia con el proyecto socialista no estaba fundada en la reproducción aquiescente de ideología, sino en el ejercicio directo de un debate de ideas reconocido como fuente de las acciones transformadoras. De esta manera el teatro adquiría el sentido último de trascender el dominio propiamente estético y constituirse por sí mismo en una práctica liberadora real.
De este movimiento resultaron espectáculos de enorme impacto social y artístico como La vitrina, El juicio o Ramona, del grupo Escambray, el Santiago Apostol del Cabildo Teatral Santiago, o El compás de madera, del grupo Pinos Nuevos.
El resto del teatro cubano durante los años setenta exploró otras líneas y estilos. Algunas de estas indagaciones -como la de Vicente Revuelta y el grupo Los Doce (inspiradas en las experiencias de Grotowski), las renovaciones en la danza del maestro Ramiro Guerra, así como nuevos textos de Abelardo Estorino, Virgilio Piñera, Eugenio Hernández y otros, encontraron la reticencia o el franco rechazo oficiales. Otra corriente, promovida oficialmente, se acercó al teatro de Europa Oriental, buscando allí lecciones de maestría, pero también un acercamiento a los criterios soviéticos de política cultural.
Con la celebración, en 1975, del Primer Congreso del Partido, se inició un proceso gradual de apertura. En 1976 se creó el Ministerio de Cultura y comenzó el "descongelamiento" de artistas y obras.
En la primera mitad de los ochentas se hizo evidente, sin embargo, que eran necesarias medidas mucho más radicales para corregir el funcionamiento de la sociedad cubana. En 1986 el Partido inició una estrategia conocida con el nombre de Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas.
Cuando a principios de 1989 algunos comenzábamos a dudar del alcance efectivo de la Rectificación, se produjo el llamamiento al Cuarto Congreso del Partido. A través de un documento inusitadamente crítico y diáfano en sus planteamientos, se convocó a toda la ciudadanía a participar en un debate abierto de ideas a escala nacional. Este debate apuntaba de manera mucho más radical que en años anteriores hacia la democratización del país, el ejercicio crítico del pensamiento en todas las esferas y la profundización de las reformas económicas iniciadas en 1986 y encaminadas a alejarnos de las fórmulas del "socialismo real".
Pero poco antes de iniciarse estos debates sobrevino el desplome del campo socialista. El importante movimiento crítico que se había estado gestando a lo largo de toda la década de los ochenta como una demanda que provenía de las bases mismas de la sociedad -y no sólo de la política del Partido- resultó dramáticamente mediatizado por la nueva situación. Predominó entonces el discutible criterio de que no era momento de debates y "teorizaciones" sino de "cerrar filas" frente a la adversidad.
Como puede verse, la Revolución Cubana puede ser relatada, también, como la historia de un conflicto no resuelto entre un discurso crítico revolucionario y una "cultura del dogma" (2) que, invocando el nombre de la Revolución y el socialismo, ha contribuido a obstaculizar el desarrollo de ambos.
Este contexto quizás permita entender por qué, a partir de 1980, las obras y los espectáculos más significativos del teatro cubano representaron, preferentemente, procesos de enajenación, de realización distorsionada de utopías, y exploraron el conflicto de identidades que trataban de protegerse de una reproducción inauténtica o de la destrucción.
La serie se inició en 1983 con el Tavito de la obra de Abelardo Estorino Morir del cuento. En 1984 fueron Molinos de viento del Grupo Escambray, la Electra de Flora Lauten y el Milanés, tardíamente estrenado, de Estorino; en 1985, el Galileo y la Historia de un caballo de Vicente Revuelta. En 1986 el protagonista de Accidente, del grupo Escambray, declaraba: "Últimamente nos hemos dedicado a producir acero y hemos dejado de producir hombres". También se oyeron en ese mismo año las voces angustiadas del Marino de Lila la mariposa y del Zenea de Abilio Estévez. En 1988 fueron piedra de escándalo los cuerpos desnudos, desolados y exhibidos de los actores de La cuarta pared de Víctor Varela; 1989 nos trajo al joven suicida de Las perlas de tu boca del grupo Buendía y al posmoderno Francis Gordon de Time Ball (Joel Cano), "militante político confundido" que admitía su condición secreta de "animal oscuro y trágico". Todos estos emblemáticos protagonistas de los ochentas eran empujados por los acontecimientos hacia un dilema presentado las más de las veces bajo una luz trágica y en ocasiones resuelto con el suicidio.
La desaparición de la Unión Soviética y el derrumbamiento del campo socialista entre 1989 y 1991, significaron la apertura de un capítulo traumático en la historia de Cuba, cuyo sentido último todavía no ha alcanzado una definición.
Desde hace casi cinco años en nuestro país se vive una situación de crisis extrema y resistencia a todo trance -que no cesa de asombrar a amigos y enemigos-. La situación actual ha sido denominada oficialmente con el nombre de "período especial".
Esta discreta fórmula no ayuda a imaginar el brutal quebranto económico ni la erosión de ideales que son su referente.
De la magnitud del daño a nivel de la economía da fe el éxodo masivo de la población que, en agosto de 1994, con la llamada "crisis de los balseros", adquirió la magnitud y el patetismo de un estallido de enajenación colectiva. (Estimulado, ciertamente, por políticas que se acuerdan en Washington y Miami).
De la crisis ideológica habla ese mismo éxodo, desde luego, aunque su principal móvil sea económico. Pero hablan sobre todo los cambios de mentalidad y la atomización de posturas que hoy son observables entre los que vivimos en la isla.
Hay quienes, sin demasiado disimulo, acarician la contrautopía de una restauración capitalista a corto o mediano plazo. Están los "realistas", dispuestos a recortar cuanto sea necesario sus ideales a fin de adaptarse a los nuevos tiempos y no hacer peligrar, bajo ninguna circunstancia, su estatus. Están los sinceramente desengañados pero, en el fondo, fieles a ideales que parecerían haber dejado escapar su chance histórico. Están también los "férreos", que intentan persistir en la defensa del socialismo sin modificar en nada esencial aquellos mismos esquemas de pensamiento responsables de la debacle que se ha producido. Y están los difíciles, los que viven la crisis de la nación intentando rescatar el ideal del socialismo, la utopía de una sociedad de igualdad y justicia, por medio de una reformulación crítica que tampoco estaría en condiciones de ofrecer respuesta a muchas interrogantes.
Estas son las actitudes socialmente activas. Pero también tiene lugar entre nosotros un síndrome de anomia, que comienza a despojar a algunos del sentido de pertenencia a valores comunitarios de cualquier índole. Este descompromiso y apatía resultan especialmente visibles en sectores juveniles.
Como todo esquema, el cuadro resulta insuficiente frente a la complejidad real que intenta describir. En la práctica tales comportamientos evolucionan con inusual dinamismo y al mismo tiempo se interpenetran y se enmascaran, dando lugar a conductas tan oscilantes, intrincadas y paradójicas como la propia realidad cubana de hoy. Creo, sin embargo, que el hecho de que el sistema político cubano no se haya desplomado, sometido durante casi cinco años a tan excepcional desestabilización, no puede explicarse si no se toma en cuenta un dato más: aun en medio de discrepancias, confusiones y signos de desmovilización, existe todavía un sector muy amplio, posiblemente mayoritario, de la sociedad cubana que aprecia profundamente las conquistas que el socialismo significó. Ningún análisis sobre la actualidad cubana puede alcanzar validez si prescinde de este importante factor que tiñe hasta el día de hoy la vida moral de nuestra sociedad.
Subrayo la complejidad del momento ideológico actual para ayudar a contextualizar el sentido de varios textos y espectáculos producidos en los últimos cuatro años. Todos ellos testimonian, con alto nivel artístico y desde posturas estéticas e ideológicas complejas, sobre la decisiva crisis que atraviesa el país.
En 1991 me trastornó, literalmente, mi visita al espectáculo La ópera ciega, de Víctor Varela. Espectadores muy jóvenes se apiñaban silenciosos frente a un minúsculo escenario. Era posible oír la respiración de los actores. Después de más de tres horas en las que no se escuchó ni un rebullir en los asientos, aquel público absorto, transfigurado, abandonó en silencio la sala, sin siquiera intentar un aplauso.
Se trataba de un espectáculo "sagrado", en el sentido brookiano. Aplaudir, en aquel clima de concentrada comunión, hubiera resultado una frivolidad.
La voz de los actores era utilizada como la materia de un juego, que la descomponía en forma de cacareos y de antífonas, que alteraba los timbres y la emisión. Algunas secuencias parecían la parodia, a capella, de algún lance operático. La acción producía y dispersaba sucesivos clímax, construida más a la manera de un collage que de un relato lineal. El sistema escénico -voz, gesto, estilo de actuación, espacio, objetos, sonido, ritmo- contrapunteaba con la palabra. Donde ésta era resonante, la escena chirriaba o balbuceaba; lo que allí fluía, aquí resultaba deliberadamente incongruente; o bien el espectáculo le otorgaba continuidad a lo que la palabra había segmentado. Los actores empleaban técnicas de semi-trance, pero también calculados efectos distanciadores.
Esta coexistencia de lógicas diferentes acentuaba la textura barroca de un espectáculo superornamentado, saturado de formas y conceptos que transitaban incesantemente hacia otra cosa, que se metamorfoseaban sin dar tregua al espectador. Titulé "El alma rota" (3) a un comentario sobre La ópera ciega que escribí en aquel momento, porque aquella impresionante producción de Varela parecía la exploración de su propia mente dividida y llena de paradojas, una pregunta muy angustiada sobre la posibilidad-imposibilidad de ver, de acercarse a la verdad.
El espectáciulo citaba al Woyzek de Büchner, a Edipo y a Shakespeare, pero su principal intertexto era La noche de los asesinos. Sólo que estos jóvenes personajes -a diferencia de los de Triana- sí ejecutaban el parricidio. La trasgresión fundamental, sin embargo, no los liberaba, sino que los lanzaba a una nueva perplejidad. Un prlamento del personaje de Ana -amante, monja, prostituta- trasmitía, como un relámpago, todo el fragmentado afecto de Varela y el sentido último de sus imágenes:
El estado actual de las cosas es la contradicción.Le tengo horror al ridículoy una grandísima culpa de amarte.
A fines de 1993 Varela y dos fieles que todavía lo siguen estrenaron el espectáculo Segismundo ex Marqués. A partir del personaje de Calderón, la figura del Marqués de Sade y jirones de frases y situaciones cubanas, Varela produjo un hermético y virtuoso ejercicio en el que la "mente rota" de la Opera ciega parecía ahora buscar provocativamente su cohesión, acudiendo a los códigos estrictos de técnicas japonesas minuciosamente estudiadas, a lo largo de un año, por el equipo. La inmersión en un orden cruelmente riguroso -y ajeno- permitía a los actores mostrar, mediante los cuerpos, una superación de la precariedad no exenta de ironía, pero también solemne, en su precisión casi inhumana. Varela, significativamente, transfería la construcción de una coherencia interior al ámbito de una experiencia corporal de interculturalidad.
En 1993 se estrenó el espectáculo La niñita querida, dirigido por Carlos Díaz y basado en un texto hasta ese momento inédito de Virgilio Piñera. Díaz acudió aquí a la desconstrucción gestual, retomando el procedimiento empleado en sus montajes anteriores (la trilogía Zoológico de cristal, Té y simpatía y Un tranvía llamado Deseo de 1990-1991), y organizó, además, una verdadera orgía de intertextos. Tales procedimientos adscribían el espectáculo a un barroquismo posmoderno muy frecuentado en la última década por el teatro, la danza-teatro y las artes plásticas cubanos.
En La niñita querida asistimos -una vez más- a la rebelión de un adolescente contra sus padres. Estos le han impuesto a la niña el cursi apelativo de "Flor de Té". Ella sufre ataques de epilepsia a la sola mención de su nombre. Ha crecido obediente, reprimiendo este rechazo. Al cumplir quince años sus padres y abuelitos le regalan muchos instrumentos musicales- ella detesta la música- para que sea una concertista famosa. Pero la niñita insiste en que lo que realmente le gusta es tirar al blanco. Entonces la madre le prohíbe terminantemente este grosero deporte que la aparta de su destino artístico. Al ver que sus súplicas y ruegos son inútiles, la niñita querida empuña una ametralladora y ejecuta a toda su sofocante parentela.
Contra el fondo de este divertido relato alegórico y grotesco transcurre un ininterrumpido festejo organizado por todos los lenguajes escénicos. Culturas y estilos disímiles, combinados burlonamente, se superponen a la trama, a veces sin la pretensión siquiera de ilustrarla, sino tomándola de pretexto para producir un cóctel de modelos mentales, lingüísticos y gestuales. Dentro de este mosaico, la música y la danza tienen un papel fundamental y sobresale el juego con lo "ruso": un espiritual actor, realmente ruso, reclutado por Díaz, de pie sobre un refrigerador (ruso), declamaba, en ruso, la famosa carta a Tatiana de Pushkin para después arrojarse sobre una frenética conga criolla que parecía desatada por sus propias palabras. A raíz de este estreno escribí:
¿Qué hacíamos todos exultantes, agitando, como en los actos políticos, las banderitas de papel que los actores nos habían entregado a la entrada? ¿Cómo no llorar y morirse de la risa viendo el retrato de Virgilio Piñera pasearse entre aquellas rumberas-prostitutas? ¿Por qué la enorme trasgresión de participar de aquel festejo, bien vestidos y perfumados, burlando los padecimientos del "período especial"? ¿Por qué producía tanta vivencia de libertad este apogeo del gesto popular cubano hecho mil pedazos por la corrosiva posmodernidad barroca de este joven director? ¿Por qué tanto júbilo y tanta congoja juntos? (4)
A veinte años de la inolvidable Vitrina del Escambray, de nuevo el teatro cubano invitaba al público a participar físicamente en un festejo seductor, sólo que aquí la celebración abarcaba la totalidad del espectáculo y el acto liberador no provenía de una lógica armonizadora, como en La vitrina. Este ritual en el que todos quedábamos atrapados correspondía a la desmesura, al sentido cómplice y disolvente de una subversión carnavalesca. Éramos los protagonistas de una irreverente comunión pagana que, de alguna manera, nos reintegraba momentáneamente a nosotros mismos, nos restituía la cohesión.
Otro acontecimiento escénico de los años noventa es Manteca, una obra escrita por Alberto Pedro en 1993 y llevada a escena por Miriam Lezcano.
El argumento es el siguiente:
Encerrados en un pequeño apartamento habanero, época actual, tres hermanos enfrentan el deterioro y sueñan con la felicidad que vendrá. Pero llega el momento en que no pueden seguir fingiendo normalidad: una peste real los invade. Es el puerco que han criado en secreto -dentro de una bañadera- para alimentarse. Ese es su plan salvador. Un escrúpulo, sin embargo, los detiene: ¿Cómo matar a una criatura a la que han visto crecer como a un miembro más de la familia? Finalmente, sacrifican al "animalito", pero de inmediato vuelven a concebir planes salvadores y a soñar con la felicidad que vendrá. Deciden que, para alcanzarla, será necesario criar otro puerco.
El encierro a que se someten los hermanos hace visible una paradoja central: la defensa de la identidad puede resultar una cárcel. Típico dilema de ciudad sitiada.
La situación global de enunciación es el claustro, pero el texto "respira", sin embargo, por sus zonas libres, que son los momentos en los que el discurso violenta una lógica lineal. La acción, por ejemplo, es interrumpida reiteradamente por fragmentos de la rumba Manteca, del músico cubano Chano Pozo -inspirador del movimiento que introdujo en el jazz las sonoridades cubanas-. La presencia retadora de este elemento sonoro, que obstaculiza el fluir de los sucesos, parecería proponer, desde la estructura misma, la hipótesis de una forma diferente de pensar el mundo.
Los "mundos" -seres "extraños" y comportamientos diferentes que los tres personajes se representan desde el interior del claustro-, remiten a un Horizonte de Otredad amenazante, pero también propicio.
Uno de los personajes describe a la obra como "la metáfora del que pide a gritos un final inevitable al que tampoco quiere llegar".(5)
Manteca, en efecto, resulta una metáfora sobre la crisis de las utopías y el anhelo irrenunciable por una Vida Mejor. (La palabra "manteca", en el argot cubano, significa "marihuana": sustancia productora de paraísos).
El texto es pródigo en señales de una realización distorsionada de las utopías (criar puercos en un apartamento, sembrar un paraíso en macetas, etc.). Pero también apunta hacia las claves de una posible corrección:
Y se multiplicaron los cerdos y los panes, los huevos, sus gallinas. Y el mundo se volvió un delirio de reses al alcance de todos. Vacas superlativas mugiéndole a la luna como gatos sin dueño. Y la gente no quiso comer ni beber más aquel alcohol que no hacía daño, tan bueno como el agua, porque necesitaban otra cosa, otra cosa, otra cosa (...) porque el problema no estaba en comer sino en la pérdida de la posiblidad de lo distinto..." (6)
Manteca reserva, en la Vida Mejor, un lugar no sólo para la comida sino para el apetito; un lugar para el Deseo, que permite a la mente proyectarse fuera de la Realidad Inapelable, hacia una multiplicidad de opciones.
Me ha parecido ver, en la obra de Alberto Pedro, la encarnación simbólica de un Ser Precario -sociedad cubana, sujeto individual, proyecto político- que, sometido a un conflicto entre lo que cohesiona y lo que dispersa, opta por un doble programa: el del "respeto a la sangre" -la fidelidad a la pertenencia cultural-, y el de la "precariedad asumida" -la intuición de lo abierto y lo "leve", frente a la masividad, la fijeza y la linealidad que paralizan. (7)
Si algo hay común entre estos cuatro espectáculos de los años noventas, es que todos atentan contra estructuras consagradas; todos, por otra parte, mantienen alguna expectativa utópica, pero las representaciones de Vida Mejor aparecen desplazadas hacia un horizonte incierto, donde no hay realización concreta sino sólo deseo, mera intuición de libertad.
Vistos en conjunto, llaman la atención sobre la recurrencia de algunos rasgos en la escena cubana de la primera mitad de los años noventa, como serían:
- El incremento de situaciones y signos de tragicidad (con frecuencia expresada en el registro tragicómico).
- Referencia, en términos nocionales y de práctica actoral, a lo precario, al movimiento fragmentado, en ausencia de una estructura estable.
- Empleo de códigos que remiten a la culturalidad y a la cubanía como ámbitos subordinantes en los que se construyen los valores comunitarios.
- Dentro de esto, un acento en lo intercultural, en tanto escenario de prácticas susceptibles de funcionar con un sentido emancipador.
-Empleo de técnicas que propician un comportamiento actoral y dramatúrgico orgánico, más preocupado por el proceso que construye en la práctica su propia coherencia que por dictámenes estéticos e ideológicos a priori.
- Tendencia a disolver la frontera entre el teatro y la vida y a privilegiar, frente a la actitud de representación, el teatro como acto liberador real, como "experiencia de utopía".
A diferencia de las tendencias dominantes en los sesenta y los setenta, las opciones estéticas y lenguajes que prevalecen en el teatro cubano de inicios de los noventa registran la no coincidencia entre los ideales y la realidad -una "crisis de las utopías"-; pero también parecen darle forma a la intuición de estrategias alternativas que pudieran resultar liberadoras.
septiembre de 1994
Notas
, número...
(1) En una entrevista concedida a la revista argentina Dialéktica (año 2, no. 3-4, 1993) el teórico cubano Fernando Martínez Heredia describe los procesos revolucionarios como "una tensión permanente entre el poder y el proyecto". Según Martínez Heredia una revolución significa "poder para luchar y poder para el proyecto, y significa libertad como control del poder y cada vez más como contenido mismo del poder, esto es, la primacía del proyecto."
(2) Op. cit. La entrevista a Martínez Heredia gira en torno a lo que él denomina convencionalmente "cultura del dogmatismo": un complejo ideológico que "cierra el paso al desarrollo del socialismo".
(3) Publicado en Tablas, no. 2, 1992, pp. 4-13.
(4) M.M.: "Culturalización y prácticas liberadoras en los lenguajes escénicos latinoamericanos", 1993, inédito.
(5) Texto completo de Manteca. Conjunto, no. 95-96, oct. 1993-marzo 1994, p. 117.
(6) Idem.
(7) M.M.: "El don de la precariedad", 1994, inédito.
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