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domingo, 5 de abril de 2009

BAILAR Y COMER ARROZ CON POLLO

Magaly Muguercia

Toda sociedad conocida posee zonas lacerantes que acarrean algún dolor a sectores más bien amplios de sus integrantes. Esos núcleos de carencia colectiva — que en determinadas épocas se exacerban — infiltran la experiencia cotidiana. No siempre se tiene plena conciencia de ello, porque nada más común que una infelicidad naturalizada o racionalizada (la justificación intelectual de una carencia intolerable). En este trabajo llamaremos “infelicidad” a la percepción de carencia que, en algún plano, trastorna la convivencia de una colectividad.
Si una infelicidad produce movilización orientada a subvertir el sistema que la genera (sistema político, sentimental o el que fuere), hablamos de actuaciones opositoras. Los gestos posibles frente a la infelicidad recorren la gama que va desde el proyecto radical más articulado, hasta la resistencia sutil, desde la insurrección hasta las adecuaciones (los sometimientos consentidos).
La resistencia suele involucrar fidelidad a valores contrarios al orden dominante y, claramente, angustia. Enfrentada a una contradicción cuyos marcos no puede rebasar, la resistencia produce a veces la patética figura de una cuasi parálisis tratando de ser digna.
Las grandes piezas de Chéjov, escritas en la Rusia de los albores del siglo XX, suministran un espléndido modelo dramatúrgico de comportamientos resistentes en una situación donde la infelicidad tiene arraigo en una contradicción histórica sofocante. Impulsos exacerbados de Vida Mejor (alimentados por ideologías libertarias y socialistas que atraviesan la época) acuden fracturados desde la estructura profunda y forman, en la superficie del tejido dramático, discontinuidades y destellos. La famosa atmósfera chejoviana no es efecto del recorrido arrasador de una historia, del encadenamiento causal de sucesos, sino de la energía comprometida en segmentos de afecto libertario que escapan. Chéjov es un antropólogo de la pasión confinada a su espacio mínimo. Su dramaturgia no está organizada para seguir las dudas y oscilaciones de la voluntad sin esperanza — en la historia — sino para presentar los espacios donde el ser resistente salta, se mueve, autónomo y discontinuo, fuera de la historia.
Llamaré en este trabajo “deseo remanente” a uno, no neutralizado del todo, atrapado en situaciones de transición y aguda crisis. Y lo llamo “remanente” no sólo en el sentido de lo epigonal o desgastado, sino de lo que, aún obstaculizado, infiltra y erosiona una estructura.
El teatro cubano de la primera mitad del siglo XX creó una vertiente que nuestro investigador Rine Leal denominó la “dramaturgia de transición”. Tres dramaturgos de los años 40 y 50 del siglo pasado (Virgilio Piñera, Rolando Ferrer y Carlos Felipe) teatralizaron para siempre encrucijadas de pobreza material y espiritual extremas — en los años que antecedieron al triunfo de la Revolución cubana — donde el espacio social aparecía arrasado de mediocridad y falsificación cotidianas. Los tres lanzaron al centro de aquellas historias de asfixia vestigios incontrolables de deseo remanente. Gesto insignia de aquella tradición: Luz Marina, con su abanico, labrando un espacio mínimo para respirar, en Aire frío, de Piñera.
Malestar profundo y pasión encarcelada volvieron a presidir la escena cubana a fines del siglo pasado, al iniciarse la época del “período especial”. Entre 1992 y 1996 algunos eventos se convirtieron en jalones de la escena nacional: Ópera ciega y El arca, de Víctor Varela; Niñita querida, de Virgilio Piñera-Carlos Díaz , Manteca, de Alberto Pedro, Perla marina de Abilio Estévez, Parece blanca, de Estorino, y coreografías memorables de Marianela Boán coronadas por su excepcional Corus perpetuus, todavía en 2002, cuando en otros escenarios ya sólo veíamos epigonismo.
Dejado atrás el momento de oro de la década pasada, la desazón transita, como puede, por los escenarios fatigados de hoy. De las claves neochejovianas, piñerianas y posmodernas queda, las más de las veces, una retórica quejumbrosa y trilladas alegorías destinadas a camuflar el sentido político. Las nuevas dramaturgias no logran, como antes hicieron, propiciar la comunión de los espectadores en el espacio mínimo de la pasión que resiste; una discursividad prudente y/o la franca comercialización obstruyen el paso al deseo remanente.
En medio de este panorama, dos textos publicados recientemente han llamado mi atención: El zapato sucio, de Amado del Pino, e Ignacio & María, de Nara Manzur. [1] El primero ganó el Premio nacional de dramaturgia Virgilio Piñera — el más prestigioso del país; el segundo, fue declarado finalista en ese mismo certamen. El zapato sucio logró de inmediato su estreno. Ignacio & María permanece inédita para los escenarios, tres años después de su escritura.
Ambas son obras de dos personajes concebidas como un acto único. En ambas una figura maneja su infelicidad en situación límite, midiéndose con un partenaire que hace funciones de oponente-ayudante. Ambas sitúan la acción en la Cuba actual y diagnostican una disfunción profunda en nuestra sociedad.

El discurso sin cuerpo
Zapato sucio nos presenta a Muchacho: ingeniero, blanco, de unos 40 años, radicado en La Habana. Convencido de que su vida es un fracaso, Muchacho llega sorpresivamente a la casa de Viejo, su padre campesino; pretende resolver su infelicidad regresando a su origen rural. La obra alterna dos planos: el diálogo realista, en el que Muchacho defiende sus razones frente a los argumentos del padre, y dos secuencias simbolistas que se intercalan en ese diálogo: los “Delirios”. Tratados como si fueran sueños, los Delirios representan el inconsciente de Muchacho, el movimiento reprimido de sus fantasmas. Muchacho tiene una hija pequeña en los Estados Unidos, adonde fue llevada ilegalmente por su madre. Viejo estuvo en la cárcel al principio de la Revolución por participar en peleas de gallos, prohibidas por el gobierno. Muchacho es militante del Partido, bebe mucho y juega con la idea del suicidio (“¿Tienes miedo de que me mate delante de ti?”). Viejo es un carácter vigoroso y nunca ha sido un defensor entusiasta de la Revolución.
Propongo una mirada extensa al texto:
Acto primero
Luz plena, agresiva, queda la imagen de la casa por dentro sorprendida por la irrupción de alguien.
[...]
Viejo: Eres ingeniero, tienes una vida hecha. Es una lástima que no te hubieras encontrado una mujer...
[...]
Muchacho: Me estoy volviendo más viejo y más gruñón que tú. Me quejo de que al robo se le llame invento, a algunas putas, jineteras, pero me he pasado la vida diciendo una cosa en una reunión y otra a la mujer con quien me acuesto.
Viejo: Pensar mucho es cosa de gente sin oficio. Yo no puedo andar dándoles vueltas a los pensamientos porque tengo que limpiar el arroz y buscarle agua a los animales.
[...]
Muchacho: Yo tenía cinco años cuando prohibieron las peleas [de gallos]...
Viejo: El juego es un veneno.
Muchacho: Sí. Pero el gobierno no es el papá de uno.
[...]

Delirio 1
En la forma de hablar de muchacho hay más de soliloquio que de monólogo. Para los delirantes personajes se podrá [...] hasta valorar la posibilidad de que el propio actor que interpreta a Viejo, apoyado por las máscaras, asuma aquí los fugaces roles que forman parte del reino del subconsciente.
[...]
Muchacho: No fui, no soy maricón... ¿Y qué? Por huir de la debilidad escondí mis versos. Para mí, una carrera práctica: o ingeniero, o piloto, o jefe, pero siempre bien macho...
[...]
Disolvencia de luz. Ahora Muchacho firma en el aire, se contorsiona, cae, se arrastra. Después habla muy despacio.
Muchacho: Una firma en un papel y mi hija a crecer sin mí.
[...]
Amigo 2: Yo también me voy.
Muchacho: (En una forma neutra, objetiva, que recuerda a alguien que declara en un juicio.) Soy el despedidor. Después nadie me escribe, pero me recuerdan en las fiestas... Ayudo a pasar los últimos días en la isla y si todos vuelven a la vez me voy a ahogar en un mar de cervezas.
[...]
Haz de luz cruda acompañado de un sonido metálico [...] El Haz de luz cae sobre Muchacho.
Haz de luz: (En el tono inequívoco de las planillas.) ¿Tiene creencias religiosas?
Muchacho: No
[...]
Haz de luz: ¿Tiene familiares en el extranjero? ¿Mantiene correspondencia?
[...]
Funcionario: Conoces la luz eléctrica, los aviones, la nieve. Has atravesado varias veces el Atlántico representando tu país.
Muchacho: ¿Y tengo que pasarme la vida diciendo Gracias? ¿Quieren que me jorobe como un camello de tanto hacer la reverencia?
Funcionario: (Los parlamentos son interrumpidos por aplausos evidentemente grabados.) Si no hubiera sido... De no ser por... Tus abuelos y tus padres fueron casi analfabetos...
Muchacho: ¿Y tenía que haber seguido siendo siempre así?
Funcionario: Así hubiera seguido para siempre de no ser por... (Aplausos.)
[...]
Acto 2
[...]
Viejo: A los doce años tú andabas con las libretas y riéndote con las muchachas de la secundaria. Yo, a esa edad, tenía que levantarme a las cuatro de la mañana para ordeñar vacas.
[...]
Muchacho: [...] En esa maleta están dos certificados de divorcio, la baja de los centros de trabajo en los que no di la talla, notas excelentes de asignaturas que no aprendí... (Imitando a un vendedor de feria o algo así.) Y lo más importante que se ofrece: un título de Ingeniero Agrónomo que le dieron a un hijo de campesino que nunca ha sabido limpiar un surco de boniatos.
[...]
Viejo: No me gusta el buey que se da cabezazos cuando se espanta las moscas.
Muchacho: ¿Qué quieres? ¿Nos quedamos en el lado bueno de las cosas?
[...]
Viejo: Por lo menos, de un tiempo a esta parte hay más cosas.
Muchacho: (Ahora en serio.) Pero tú sabes que no es por nosotros los que estudiamos. [...] Si [los campesinos] están regresando a las calabazas y los frijoles es por el cabrón dinero. Ahora la plata hala.
Viejo: Si una gallina vale diez veces más de lo justo, los que estamos en el monte no tenemos la culpa. Yo vendo y revendo, pero no me vuelvo loco, ni tengo media esperanza de hacerme rico. El que nace para real no llega a real y medio. Deja que los demás se defiendan, que cada uno haga lo suyo [...] y ponte más para dentro de ti mismo. Cualquiera ve que no te acabas de concentrar en una mujer, que saltas de aquí para allá. ¡Ya te pesará!
[...]
Muchacho: Qué lastima, ¿no? La única mujer que me acomodó es negra como un totí.
Viejo: ¡Yo no he dicho nada! A quien tenía que gustarle era a ti.
Muchacho: Ni te preocupes, no fue el color ni el miedo a que no quisieras un nieto mulato. Me cansé de vivir con tanta gente. Eran seis buenas personas, ¡pero seis! Hay un solo baño y la gente, aunque sea prudente y no se meta en la vida de los demás, orina. Los buenos también se bañan y muchos días lo que entra de la calle son dos cubos de agua.
Viejo: ¿Adónde vas a llegar mirándolo todo por la parte fea? Si no te das una mano, te vas a hundir de verdad.
[..]
Muchacho: [...] ¿Tú también piensas que es mejor vivir sin una parte de la verdad?
[..]
Viejo: Soy tu padre y no voy a permitir que se te olvide. No se trata de que yo esté cuidando un par de toros o un pedazo de tierra. La joroba parece que está en tu cabeza y hay que fajarse a trabajar para enderezarla.
Muchacho: ¿Y la tuya? ¿Alguien pudo ponerla en el lugar que para los demás era lo mejor?
Viejo: A mí me tocó otro tiempo.
Muchacho: Eso es lo peor, mi viejo, que hasta tú, tan independiente, tan protestón, tan por tu cuenta y riesgo, caíste en esta madeja, en el juego de creer que los que vinimos después íbamos a ser felices por decreto, adolescentes eternos y triunfadores por ley de gravedad.
Viejo: Yo no soy tan tonto como te parezco. [...] Pero con esta cabeza dura que tú me celebras cuando se te ocurre, te digo que chance, oportunidad, maneras, sí han tenido.
[...]
Muchacho: Cada uno en lo suyo. A mí me gusta mi país. Cuando he estado afuera extraño a la gente bulliciosa, las mujeres con los shores apretados. Miro los derrumbes y la cabeza se me encoge de tanta tristeza, pero algo me dice que la solución no está en salir huyendo.
[...]
Delirio 2
el ritmo debe ser aquí atronador y frenético. la atmósfera trasmitirá un sentido de inminencia
[...]
Mujer: No te hagas el patriota, no viniste por miedo.
Muchacho: Miedo al mar, miedo a lo hondo, miedo a morir ahogado...
Mujer: Al trabajo duro, a ser un inmigrante, un extranjero de mierda, con la barriga llena, pero que nadie conoce, ni saluda, ni respeta. Miedo al frío y a la madre de los tomates. Yo me metí en un barco. Caminé largando pedazos de mis piernas en los mangles con tu hija de tres años en los brazos. ¿Sabes lo que es esto?
[...]
Acto 3
[...]
Muchacho: No vine de visita, viejo, vine a morirme.
Viejo: Te dejas de mariconerías. El que se la quiere arrancar se pega una soga al pescuezo.
[...]
Muchacho: [...] Estoy liso, entero, sano por fuera. Pero acabé de reventar por dentro. Lo único que puede aliviarme es meter la cabeza en el río, hablar con una trucha debajo del agua, dejar que un mango bien maduro me chorree la barriga y mojarme hasta los güevos...
Viejo: ¿Y si no te dejo? ¿Si no quiero que vivas aquí?
[...]
Muchacho: No te gustaba [la Revolución]. Te dejaron sin lotería, sin tu cerveza fría de los domingos...
Viejo: ¡Al diablo con la política ahora![...]
[..]
Muchacho: Me voy, papá.
Viejo: ¿Y a dónde, si se puede saber?
Muchacho: No se puede saber, no lo sé yo. [...]
[...]
Cuando Muchacho sale del espacio escénico se desatan algunas de las visiones y fantasmas de los delirios.

Este recorrido del texto, aunque inevitablemente influido por mi mirada, podría ayudarnos a localizar algunas estrategias que organizan el trabajo de la dramaturgia sobre la infelicidad.
La primera de ellas: una esgrima ideológica, en las zonas de diálogo realista. Entre los dos personajes, declarados protagónicos por el autor, tiene lugar un fuego cruzado de discursos persuasivos.
Muchacho se queja de pérdida de valores, desastre económico, predominio del dinero como valor supremo, carencias materiales, etc. Viejo riposta:
Por lo menos, de un tiempo a esta parte hay más cosas. / El que nace para real no llega a real y medio./ Deja que los demás se defiendan, que cada uno haga lo suyo./ Ustedes estudiaron todo lo que les dio la gana, llegaron a la universidad./ Te digo que chance, oportunidad, maneras, sí han tenido./ Vamos a poner los pies en la tierra./ Eso de andar amenazando con matarse no es cosa de hombres...
Viejo, personaje trabajado con primor realista, está dotado de densidad y colorido, es contradictorio en sí mismo y vigoroso; se erige sobre el escenario como un tipo popular que mueve identificación en el público cubano. La aspiración de Muchacho — romper un cerco de infelicidad — tiene su contrapartida en esta seductora figura paterna (peleador de gallos, mujeriego, hombre intuitivo e irónico, “de pueblo”). Viejo no es un dogmático ni un obsecuente del estado. Puede, por lo tanto, invocar con credibilidad los logros de la Revolución.
Poco antes del desenlace, en la “escena necesaria”, sobreviene el apogeo ideológico y psicológico de Viejo y la última clave de su encanto:
Viejo: ¡Al diablo con la política ahora! Los tipos de abajo como yo nos quejamos de este gobierno y del otro y del de más allá, pero es lo mismo que hablar de si va a llover o si la mujer del vecino nuevo está buena hembra. Me dieron palos antes del cambio y después. Pero yo soy hijo del camino y la polvacera, un perro con llagas en el lomo de trabajar y equivocarse. Tú no. Eres el primero de la familia que montó en avión, que habló con gente del fin del mundo. Cuando te llevaba la contraria, más de la mitad de las veces lo hacía por buscarte la lengua, por ver cómo te lucías con tu cabeza fresca.
En su tirada de bravura final este “apolítico” delata su fibra política profunda: el poder, por su propia naturaleza, excluye a la pequeña gente; pero, dentro de la relación socialista, se abrió (¿permanece abierto?) un resquicio de esperanza. Muchacho, con sus barruntos opositores, se retira ambiguamente de escena; lleva una infelicidad compuesta por su protagonismo impedido (“Yo pude ser poeta y aquello un jardín”) y un cansancio terminal (“No vine de visita, Viejo, vine a morirme”). Habría que escribir otra obra para dilucidar hasta dónde conduce la lógica de Viejo, puesta al límite: ¿realmente este gallo viejo todavía da la pelea? En el drama actual, Muchacho, a despecho de sus palabras (“Se rompió el cordón, viejo”) abandona la casa regulado, una vez más, por la figura paterna.
Pero no basta, desde luego, un análisis ideológico o sicológico de las figuras para agotar las claves de El zapato sucio. ¿Cómo se inscribe el proyecto del cuerpo opositor en este drama, tan imbricado en un debate político?
En la zona del diálogo realista la actividad central es HABLAR. El horizonte de cambio descansa sobre la lógica persuasiva de un discurso razonador. La lógica del ACTUAR está reservada al plano de los Delirios, donde el cuerpo, ostensiblemente, trabaja y suda. En esos enclaves se aloja el cuerpo frenético, una energía que escapa al control de la conciencia.
En los Delirios el fantasma de Muchacho convulsiona sobre el piso, llora y vomita; el cuerpo carga con su pene chico y una “joroba” en la espalda, causada por la obsecuencia; sufre el haz de luz policial, que lo desnuda, lo invade y lo hiere. Pero los Delirios producen también sexo realizado, gallo fino que pelea hasta la muerte, canción a voz en cuello, adiós generoso a los amigos y piernas locamente decididas de la madre, rompiéndose entre las espinas (la madre que se lleva ilegalmente a su hija del país). Mucho cuerpo infeliz, pero también mucho cuerpo subversivo y mucho movimiento radical, con riesgo y libertad, danzan y se entrechocan en este inconsciente.
Ahora bien, los Delirios son un metatexto, y, más particularmente, una puesta en abismo, o representación dentro de la representación, que instituye cuerpo real sustituido por fantasmas. No es el ímpetu somático en presente y en indicativo lo que, en principio, esta dramaturgia propone al espectador, sino el rumor en sordina de “lo que va por dentro”, las figuras encerradas de la psicología profunda.
Con transparente vocación freudiana (o al menos de cierta manera de interpretar a Freud), el sujeto de El zapato sucio — que encarna en Muchacho — está enfermo o enajenado (tiene partes olvidadas, fuera de sí) y necesita recuperar un sí mismo entero, volver a su centro, restaurar la identidad. La fórmula de salvación es procesar el cuerpo como un símbolo, como en una terapia analítica.
La premisa del sujeto unitario y armónico parece “lo más natural”. Sin embargo, es un paradigma ideológico sostenido por la noción — mecánica para algunos, entre los que me cuento — de una identidad pura y dura, sin partes inmanejables “afuera”. La expectativa de Muchacho de “regresar a lo rural”, a “la casa paterna”, es la metonimia de reintegrar el sí mismo dividido. El proyecto del cuerpo inscrito por El zapato sucio no escapa a la lógica hegemónica: maneja la infelicidad como una cuestión de lectura e interpretación, y no como empleos de energía concreta. Con el actuar subordinado al símbolo, el espectador queda a salvo de cualquier brote incontrolable de energía radical.
Inevitable recordar aquí a Deleuze: “Prefiero una salida a caminar esquizofrénica que una acostada neurótica en el diván del analista.” (Cito de memoria.) El zapato sucio dejó al cuerpo acostado en el sofá del analista, dependiente del Padre, haciendo inventario de su neurosis.[2]
Desde luego, nunca en teatro puede haber sustitución absoluta del cuerpo real por el símbolo; no hay manera de convertir toda la energía del actor en pura re-presentación; pero las dramaturgias radicales — Shakespeare, Brecht, Grotowski, Müller — producen un tejido ideológico perfectamente inseparable de la cantidad y calidad de tarea física necesaria para producir cambio. El teatro es una buena manera de comprobar lo que en política a veces se olvida: no hay práctica radical sin cuerpo. Si el teatro ha sido y será proscrito, a través de las épocas, es por su tendencia a promover movidas imprevisibles, que escapan a la determinación.
El zapato sucio, pues, ha neutralizado su horizonte de radicalidad con dos estrategias complementarias: producir un cauteloso equilibrio de los enunciados ideológicos; y despojar a la política de cuerpo. A la salida del teatro escuché un criollo diagnóstico de espectador: “esto no tiene espuelas”.[3]

¡Compañeras y compañeros!
Ignacio & María es un artefacto poético de otro tipo, definido por el esencial descentramiento y fragmentación de su lógica y de sus figuras. Intertextos y discontinuidades a todo nivel, ironía y patetismo, poesía y vulgaridad, proclamas como torrentes y escándalos somáticos se lanzan cándidamente hacia el espectador y lo interpelan. Los personajes son dos jóvenes cubanos que se aman. Como Muchacho, María — algo más joven — también vive en Cuba por una opción ( “los afectos me atraen como un imán”). Ignacio acaba de emigrar a Santiago de Chile. Chile-Cuba son tiempoespacios superpuestos. Hay diálogos e interacción física entre los amantes, y co-actuaciones arduas de María con el público. María e Ignacio hacen el amor a ritmo y síncopa de país perdido. Los cristales rotos caen como lluvia de todos sobre el espectador. María se suicida.
Una ojeada al texto:
Obsesiones/acotaciones
El escenario en dos: María ocupa la izquierda e Ignacio, la derecha. Hay dos lugares geográficos a los que se alude: La Habana y Santiago de Chile. Hay que intentar representar esta diferencia con alguna evidencia. Dos sillas. A veces se juntan, a veces casi se juntan. A veces bailan. A veces uno le habla al otro. A veces se dirigen deliberadamente al público.
[...]
Ignacio: Creo en ella, la toco. No es como yo la soñé. La huelo, le beso los pies, ella rima mi nombre con objetos diferentes que encuentra a su paso... como las vallas de la ciudad.

María:
Socialismo o muerte.
Cervezas claras conservan amistades.
Pepsodent.
Aquí no se rinde nadie
(Muy dramática, con dolor.)
Devuelvan nuestro hijo.[4]

Ignacio: Es rico que ella vuelva a inventar mi nombre, pero el dinero no me alcanza.

María: La época nos ha jugado una mala pasada, la costumbre del idealismo se agota, la diferencia entre tú y yo me aterra. Todas las diferencias me aterran.
[...]
María: Quiero convertirme en tu intérprete, cantar y no aprender a usar el micrófono, entrenar mi amor en un gimnasio, estar presente, presente en tu córnea aunque no sea la más atractiva.[...]
[..]
(Música. María baila.)
[...]
María: [...] Es una planta joven llena de injertos, de flores y palabras dulces como en los cuentos de Aquiles Nazoa. (Extasiada, ridícula.) ¡Qué dulce!
[...]

El malestar de los personajes
María: (Tirada como si tomara sol en la playa.) A un gustazo, un trancazo, un portazo, un balazo.
[...]
Ignacio: No te perdonaré o quizá sí, pero lo haré como algo sin importancia, como un problema del sindicato de una clase obrera incipiente.
[...]
María: (Escribe una carta.) Querido Ignacio, mi Ignacio.
Hay moscas sobre el mantel, hay cucarachas en la meseta de la cocina, pero te amo. [...]
María: [...] Conoceré a nuevos taxistas que antes fueron pilotos, que volaban a Moscú semana tras semana.
Mi padre le leerá El Manifiesto Comunista a mi madre y oiré su rezo. Mis lágrimas silenciarán cualquier anacronismo y los proletarios unidos y desunidos me amarán como el lobo a Caperucita Roja.
[...]
Ignacio: Quiero echar agua a la chispa de su inteligencia, para que no ironice más y sea como un jugo Tropical Island, natural, sin edulcorantes artificiales.

María: Me voy a la calle a gritar justicia social, libertad, panes y peces.

Ignacio: Me esparce como la sal sobre los huevos fritos.
[...]

Ignacio y María cantan en el karaoke. Homenaje a los olvidados [Esos olvidados son Héctor Téllez y Farah María]
Ignacio y María juntos en escena, en una discoteca, se enamoran y cantan.
[...]
Ignacio: Quiero olvidar el presente. ¿Qué es el pasado? ¿Qué es el futuro? Esto no tiene sentido. Esto no hay quien lo arregle.[5]

María: Ese silencio, y ese viaje sin regreso es el que me asignaron por la cuota[6] de mujer libre. Pero un pajarito me dice que todo cambiará.
[...]

Desinhibiciones de fin de siglo. La cantante de cabaret y su espectador elegido
María: Pienso en mí y en el síntoma mujer sola. [...] Mujer que busca. Mujer que no quiere ir a las tertulias de las mujeres que no buscan hombre. Mujer que hace café cien veces al día. Mujer ansiosa. Mujer dichosa. Mujer con celulitis. Mujer victoria’s secret. Mujer que no quiere tener los labios amargos. Mujer que quiere besar. (Cambio brusco. Como cantante de salsa.) Y ahora, querido público [...]

María: (Descargando al público. Dándole explicaciones.) Cada vez que miro a una mujer, que converso con ella, miro sus adornos, los tirantes de la blusa, los prendedores, las sayas esas vaporosas y asimétricas, y quisiera que cada uno de esos adornos fuera mío, quisiera quitárselos, o mejor, que ellos solos vinieran hasta las gavetas de mi cómoda. Hasta mis orejas. (Un chillido.) Hasta mi ser... ¡¡¡¡interior!!!!

Oraciones
Ignacio: Cuando la veo comer me digo: se merece a alguien que le compre lo que quiera. Que coma pizza, ensalada, arroz con pollo.

María: Eres todo lo que yo soñé.
[...]
Ignacio: Hay una larga hilera de personas esperando para comer. Hay una larga hilera de personas esperando en el aeropuerto.
[...]
María: No tengo tiempo ni sentimiento ni educación para hacer las maletas e irme yo también. Los afectos me atraen como un imán.
[...]
En Zapato sucio Muchacho se queja con su padre de no poder decir públicamente lo que piensa. En Ignacio y María la protagonista se sube a una tribuna y profiere hacia el público dos monólogos subversivos.
Primer monólogo de María: El aborto
En una tribuna, con la gestualidad estereotipada.
Estoy embarazada. Queridos compañeras y compañeros. [...] Hay un solo hospital para mí. En el mismo hospital donde de niña me sacaron sangre de un dedo ahora me sacan al hijo de Ignacio que no tendré. [...] La pregunta de por qué lo hago, lo hice, me la sigo haciendo ahora y aquí en el teatro. Y la respuesta es no sé.
[...]
Cubanas y cubanos, ¿por qué me tratan como si estuviera enferma, como si estuviera equivocada? No sé. Tal vez estoy confundida. Tal vez estoy preñada como una perra callejera. Compatriotas, tengo mucha hambre, se me han endurecido los jabones nácar.[7]

Ignacio tiene función parcial de oponente. Aparece como un “desempleado de la ilusión” frente a las persistentes lealtades de María.
María: Ignacio, eres un prófugo, un pájaro que vuela al seguro, un científico en busca de laboratorio, un hombre común que necesita ganar dinero.
Ignacio: Tengo que trabajar.
María: Tengo sueños, tengo pesadillas, tengo ilusiones, tengo hambre, tengo que volver a verlo.
[...]
Ignacio: María, me agobias. Necesito ayuda. Cantas tan mal, haces tantas cosas inútiles, y sin embargo te empeñas en continuar. Basta de sentir que cumples una misión. No eres un héroe, nadie te conoce. Pareces un medicamento en falta.[8]
[..]
María: [...] Lloro, ¿me ven, me oyen?, ¿me ves, me oyes?
Ignacio: Debo vender mi trabajo. Soy la primera generación de mi país que vende su mano de obra.
[...]
Ignacio: Ámame como soy.
María: Yo amo al Ignacio de antes, el que gritaba pin pon fuera, abajo la gusanera.[9]
Ignacio: Yo no soy un gusano. María, los gusanos son ellos.
María: Pero ¿por qué? ¿Qué hicimos?
Ignacio: Yo no voy a poder vivir sin ti. Me voy a volver loco.
María: Yo me mataré. Te lo juro.

Esta tensión entre Ignacio y María se esparce por todo el texto:
Creo en ella, pero el dinero no me alcanza./ Tengo mi trabajo, hago mi trabajo, no involucro ninguna de las grandes preocupaciones de María. /Nunca menciono las palabras ética, justicia ni amor. / No tengo esa conciencia ni ninguna otra./ No quiero que ella me arrastre hacia su infierno interior./ ¿Qué hacer?/ Me olvido de María y me siento libre./ Vive pendiente de los otros./ La vida le parece el Pequeño Teatro de La Habana al que se lleva un bolsito con maní y café. /Cuando ella me dice ¿te acuerdas? o ¿qué pasará? tengo ganas de matarla. Lo que veo es la calle sucia, el carnaval deprimente, el futuro.
Ignacio es una discrepancia ideológica pero es, también, el amor y el sexo realizado en cualquier registro de egoísmo, odio, sociología y ternura hasta el final.
La principal fuerza oponente en esta dramaturgia no es Ignacio. La principal fuerza oponente no está personificada; pero es muy carnal: son esquirlas múltiples de mundo opresivo que se clavan con efectos diferentes en ambos personajes. La estructura no descansa sobre oposiciones binarias — Ignacio, emigrante y escéptico, frente a María, ética y resistente — sino en el bombardeo irónico de pedazos de deterioro, banalidad y pobreza que desgastan la vitalidad que aspira a ser feliz.
Frente a ese hostigamiento, María enarbola un programa de libertad:
NO QUIERO SER UN PERSONAJE, QUIERO SER UNA PERSONA, NO QUIERO QUE NADIE ME LEA, NI ME MIRE, NI ME ENTREVISTE. SÓLO QUIERO BAILAR Y COMER ARROZ CON POLLO.
En la candidez de este enunciado queda inscrito un programa: el cuerpo protagónico contra el símbolo que somete. María habla, come, ama, canta, baila y pronuncia dos arengas en el mismo presente en que padece su entorno cubano, la pérdida irreversible del amado y su lealtad a valores que ve desaparecer o adulterarse. Su tarea escénica no cesa de movilizar pasión, paradojas, combatividad y brotes de juego y energía contra la pobreza y la inmovilidad.
El horizonte del sujeto dramatúrgico no es regresar al centro perdido, sino un deseo doble de ser contenido (“quiero que me acumules en tu mano” / “Nunca un pensamiento que nos contenga y nos salve”); y de no ser aplacado, de salirse hacia una diferencia que deleita y asusta.
Imagino a estos actores ejecutando una poética de la multiplicidad — para acogerme a la terminología del aargentino Eduardo Pavlovsky Los imagino subordinando los recorridos de la coherencia psicológica a la actuación de estados, en su densidad y su autonomía: burbujas de subjetividad actuadas por los bordes de la historia (Müller, Chéjov, Beckett).
¿No están escritos con la intuición de esta poética los dos monólogos de María?
Segundo monólogo de María: Palabras de una generación
[...]
Pero qué edad tengo. Me siento sin edad.
El espejo no me perdona mis imperfecciones que cada día crecen, “en la guerra como en la paz mantendremos las comunicaciones”[10] mi espejo y yo:
[...]
Tengo un pan diario de forma redondeada, pero no fresco, libros que tengo que devolver, un camión que me conduce a la oficina y me devuelve a la Calzada más sucia de La Habana. Me siento que nado en un mar de leche azucarada, hacia delante, hacia atrás, inmóvil.
[...]
Soy hija del paternalismo más feroz, tengo unas piernas entrenadas para no usarlas, estoy mutilada de la posibilidad. Las fuerzas, si las tuviera, antes las perdería. Estoy perfectamente preparada para no hacer nada, para dibujar, fotografiar, escribir el proyecto de ilusión, de futuro que no soy capaz de darme en esta vida, pero sí en la otra, en el más allá, pero aún así encuentro siempre la posibilidad de convertir el revés en victoria.
¿Yo soy revolucionaria? ¿Yo estoy enferma o estoy sana?

Cerca del final, el próximo acto crucial de María es expulsar fuera de sí una palabra insoportable.
María: Ay, qué ganas tengo de llorar, de llorar y que las lágrimas y los mocos se le queden prendidos a Ignacio en la camisa.[...]
[...]
Ignacio: Una vez leí que hay que convertir nuestras derrotas cotidianas en revoluciones creativas.
María: Cállate, no digas esa palabra. No quiero oír más nunca esa palabra.
Ignacio: ¿Qué palabra?

Se ha marchado al exilio de adentro, al margen elegido. Allí le llega la carta de Ignacio, el último encuentro amoroso entre la Historia y la gastronomía:

María lee una carta de Ignacio.
Recomendaciones de fin de siglo
[...]
Ignacio: Hola, María.
Te di todas las indicaciones para el futuro. Acuérdate, María, si alguien pregunta por mí, le hablas de la guillotina con la que asesinaron a María Antonieta; si estás sola piensa en Virgilio Piñera, en la insularidad. María, no te dejes provocar, no digas lo que sientes, por favor, no te dejes caer.
[...]
María: ¿Y Allende? ¿Y el estadio en el que estaba Víctor Jara? ¿Y los desaparecidos? ¿Y Amanda?
[...]
Ignacio: Sólo me resta por decirte que no olvides comprar el aceite. No dejes de echarle aceite a la comida, María. Acuérdate lo necesario que es el aceite para el cerebrito, para los motores; no hay avión que pueda volar sin aceite, María, así que ve y compra el aceite. Un besote.
Epílogo
María: Me lanzo desde el muro porque él está abajo y es ¡¡¡¡¡¡¡tan hermoso!!!!!
[...]
No soporto un minuto más su lejanía, me lanzo desde el muro. (Desde la muerte.) Parezco una mezcla aquí caída, una tortilla de huevos blandos sobre el piso, esparcida como una mancha, un error, un horror, entre la fuerza de gravedad y el amor.

Se lanza al vacío por ausencia de Ignacio y calles sucias y contradicciones entre la lealtad y el asco, entre la trascendencia impuesta y la frivolidad prohibida. Muere de mística y escasez, de palabra insoportable, de deseo subversivo de bailar y comer arroz con pollo.
El cuerpo esquizofrénico de esta dramaturgia no yace en el diván. Salta desnudo y fuera del orden, del otro lado de la raya.
Tanto El zapato sucio como Ignacio & María son dramaturgias politizadas en lo profundo, como espero haber demostrado. En ambas el deseo remanente está teñido de conflictivo afecto socialista. Curiosamente, ninguna puso la discusión de nuestra infelicidad en las coordenadas del enemigo de “afuera” ni trajo en su apoyo al otro cuerpo de las cubanas y cubanos: el unánime, emblemático, masivo, internacionalizado por las imágenes de la televisión, desfilado y descomunal frente al Malecón habanero.
Pero el aspecto político más íntimo de una dramaturgia es su capacidad para producir en la comunidad congregada no ya ideas, sino velocidades y trastornos del ritmo, impulsos hacia adentro o hacia afuera de algún orden. El zapato sucio se sometió a la hegemonía del símbolo y, en consecuencia, reprodujo una noción de lo político tradicional. Ignacio y María, proyecto de cuerpo despaternalizado y autónomo (escritura femenina, si las hay), propuso combatividad física, y no simbólica, para manejar la infelicidad. Ante la saturación de símbolos que caracteriza nuestra realidad, siento que esta comprensión física de lo político abre una perspectiva radical. En eso está la diferencia.

La Habana, febrero de 2005

[1] Teatro cubano actual, La Habana, Ediciones Alarcos y Universidad de Alcalá, 2003.
[2] La puesta en escena que vi suprime el texto de los Delirios y se queda fundamentalmente con el diálogo realista entre Viejo y Muchacho. Por otra parte, incorpora a escena un gallo vivo... ¡y lo introduce en una jaula para que no alborote demasiado!
[3] Espuelas tienen los gallos de pelea; en Cuba, metonimia de coraje viril.
[4] Juega con una consigna política del año 2000, cuando se exigía a Estados Unidos la devolución del niño Elián González.
[5] Frase popular: “Esto no quien lo arregle... ni quien lo tumbe.”
[6] Nuestra libreta de racionamiento “asigna una cuota” de alimentos por persona.
[7] Jabones de baño rústicos asignados por la libreta de racionamiento.
[8] Se dice así de las medicinas que no hay en la farmacia.
[9] En Cuba se llama “gusanos” a los contrarrevolucionairos.
[10] Eso dice una gran pancarta que se exhibe desde hace décadas al frente del Ministerio de Comunicaciones de Cuba.

BANDERITAS DE PAPEL

Magaly Muguercia

Soy teatróloga, lo cual me sensibiliza especialmente con aquellos eventos en los que:
el desempeño físico de actores, sujeto a estructura, duración y espacio determinados, se expone deliberadamente a la mirada de espectadores con el fin de inducir un cambio.
Disciplinas que se han desarrollado en las últimas décadas llaman performance, en un sentido amplio del término, a este tipo de comportamiento humano básico, que es de naturaleza cultural. En una performance, los roles de actor-participante-espectador con frecuencia se funden o intercambian.
Las performances, que son de muy diversa índole, constituyen un recurso de las comunidades humanas (y aun de algunas de animales más sencillos) para materializar, a manera de “espectáculo”, sus impulsos y proyectos.
El teatro como arte es un caso especial de performance donde la función estética predomina; pero hay otras que, aunque poseedoras de componentes estéticos, priorizan otro tipo de función y tienen también gran peso cultural: la misa, el espectáculo deportivo, determinados actos políticos, a veces la “clase” (el acto vivo pedagógico), por ejemplo.
En resumen, las sociedades utilizan sus cuerpos, movilizados y exhibidos, como materia prima y tema para procesar deseos (ideales, aspiraciones, intereses, creencias, código de valores, etc.) y confirmar o subvertir el orden que permite realizarlos (o los obstaculiza).
En Cuba llama la atención el incremento de performances de propósito político que ha tenido lugar en tiempos recientes. Las que ahora analizaré cumplen cuatro condiciones:
- surgieron en los últimos tres años
- el estado las concibe y organiza
- tienen alcance masivo y nacional
- se difunden por televisión
Aunque en este análisis me serviré de categorías provenientes de las ciencias del espectáculo y la antropología cultural, el tema llama también a reflexión al pensamiento político, la sociología, la sicología y la pedagogía, entre otras disciplinas.

Mesa redonda
Cuenta la leyenda que el Rey Arturo, trasgrediendo la rígida jerarquía medieval, organizó una forma de intercambio entre personas llamada la Mesa Redonda. La novedad consistía en que este espacio físico concretaba en un plano real y simbólico el ideal de un pie de igualdad entre los participantes. Los televisores cubanos ofrecen todos los días, a partir de las 6 y 30 de la tarde, un programa de hora y media de duración que lleva ese mismo nombre. Su objetivo es ofrecer a la población un análisis sobre temas político-sociales de actualidad.[1]. Se trasmite en cadena por dos de los tres canales de la televisión y por dos emisoras de radio.
La escenografía consiste en una gran mesa en forma de anillo montada sobre una plataforma baja, equipada con sillas y micrófonos, y unos 5 ó 6 expositores sentados alrededor de ella. A un costado del set se alinea en butacas un público real de unas 50 personas.
El rol protagónico corresponde a un moderador conocido popularmente como Randy (nom de guerre sin apellido consagrado por el uso). Lo acompañan 3-5 periodistas de planta y algunos invitados, según el tema a tratar.
Los oradores toman la palabra de acuerdo a un guión previo (el ensayo o preparación tiene lugar en las mañanas del mismo día). Su tarea es enunciar ante el televidente parlamentos de 2-3 minutos de duración que se van sucediendo a medida que el moderador concede la palabra.
Estos parlamentos, referidos a un elemento temático común, técnicamente hablando son monólogos: unidades autónomas de sentido que, enunciadas por el actor-personaje dentro del marco de un relato, no están orientadas al intercambio de réplicas o diálogo. Se vinculan entre sí por yuxtaposición (y no por encabalgamiento, que sería el procedimiento dialógico).
La Mesa Redonda reúne en cada presentación unos 15-20 de estos parlamentos, ilustrados eventualmente con imágenes de video y entrevistas telefónicas a otros comentaristas. Están enlazados por alocuciones a cargo del moderador. Al final del programa este lee un parlamento donde resume el juicio de valor que ha sido argumentado.[2]
En el transcurso de esta performance, yo, el espectador-televidente, percibo en primer plano al expositor de turno, que dirige su discurso hacia mí. Simultáneamente, capto en segundo plano a otro personaje —el público del estudio— que también parece mirarme. En realidad, mira hacia una pantalla instalada en el estudio que le permite rescatar el rostro del actor que habla, dándole la espalda. Yo, televidente, me miro en el espejo de un personaje colectivo que, a pocos pasos del acto vivo, sustituye la realidad por su imagen.
Mediante este último procedimiento — el juego de espejos — la dramaturgia del programa no solo produce, sino que exhibe el rol mediatizado (en varios sentidos) de un espectador que consume la imagen de la imagen de la imagen.[3]
Desde el punto de vista temático, el discurso total es homogéneo y fluye, lubricado por la idéntica postura compartida por los expositores. Las cámaras ayudan a concretar sensorialmente este ideal de lo total e indiviso:
- de manera recurrente, una cámara cenital inserta en pantalla la forma pura y circular del set;
- otra cámara introduce primeros planos de los espectadores, inmóviles y atentos.
Lo vario, como ritmo y energía, descansa en el breve salto de expositor en expositor, equivalente a pasar la página de un libro, y también en la marca individual inevitable que impregna cada orador a su actuación (fisonomía, timbre de voz, dicción, gesto, latiguillos, ritmo).
Desde un análisis de estructura de relato, en esta performance los personajes diferentes son, en realidad, actores de superficie o personificaciones de un solo actor profundo (actante) que trabaja para establecer un criterio único de verdad.
Desde esta misma perspectiva se pueden relevar los siguientes procedimientos de composición:
- linealidad, énfasis en el encadenamiento de principio a fin (eje diacrónico); en análisis musical, esto equivaldría al predominio de lo melódico sobre la complejidad armónica;
- adelgazamiento consecuente del eje sincrónico. Desaparición de las simultaneidades, diferencias entretejidas y polifonía que sustentan la densidad de un discurso.
- énfasis sobre un rol “protagónico” — el moderador— , responsable del manejo centralizado del conflicto. Es el único actor habilitado por la dramaturgia para hablar por decisión propia.
- guión de las acciones que no prevé espacios de improvisación
- en el caso del público del estudio, merma de lo energético real y exhibición de su subordinación a un principio simbólico (mirar la pantalla). En el caso del televidente, juego de espejos que le propone como natural la pasividad de su rol.
En casos especiales, Fidel comparece en la Mesa Redonda, lo que la extiende varias horas y altera la programación televisiva habitual.[4]
La Mesa Redonda se ha trasmitido sin interrupción desde finales del año 2000 y constituye el principal instrumento (mediático) de una estrategia del estado denominada “la batalla de ideas”.

Tribuna abierta
La Tribuna Abierta es la otra performance de frecuencia periódica puesta a contribución de la “batalla de ideas”. Ocurre los sábados a las nueve de la mañana en uno de los 149 municipios del país y se trasmite en vivo y en cadena por los tres canales de la televisión. Dura aproximadamente dos horas, y consiste en un acto multitudinario que tiene como propósito denunciar las acciones del imperialismo norteamericano y otras fuerzas reaccionarias contra Cuba y mostrar el apoyo de la población a las conquistas del socialismo. Se retrasmite la tarde de ese mismo día.
Hoy sábado 21 de junio, mientras escribo, siento el rumor (en la televisión) de la Tribuna Abierta número 148 de una serie que comenzó, al igual que la Mesa Redonda, hace tres años.
Si la Mesa Redonda significa día de semana, locación fija, espacio cerrado, público selecto, análisis y sedentarismo, aire acondicionado, luz artificial y ciudad, la Tribuna Abierta, como su nombre lo indica, es casi todo lo contrario: día feriado, luz de sol, cuerpos a la intemperie, multitud, itinerancia y ruralidad. Su propósito es instruir, pero al mismo tiempo entretener.
La explanada a la intemperie da cabida a miles de espectadores que miran hacia un escenario elevado a quince metros de distancia. Como en la Mesa Redonda, también sobre él hay actores-oradores; pero aparecen y desaparecen de a uno, alternándose con números de arte confiados a profesionales o aficionados del territorio. Los géneros de preferencia son la danza, el coro, la canción solista, la décima campesina, la declamación y la pintura mural. Algunos de estas manifestaciones llevan por sí mismas la gracia popular; otras se corresponden con el tono épico de los discursos.
Medidas tecnológicas de excepción permiten que la señal de las Tribunas llegue con especial nitidez a nuestros telerreceptores.
El 24 de mayo de 2003 registré los pormenores de una Tribuna Abierta efectuada en el municipio de Amancio Rodríguez, localidad rural de la provincia de las Tunas, en el oriente del país.
- Una presentadora profesional lee los nombres de las autoridades que presiden el acto; papel en mano, introducirá gradualmente a oradores y artistas, según una distribución aproximada de 3 oradores y dos o tres números de arte.
- Domina el escenario una pancarta gigante confeccionada con miles de flores blancas insertadas sobre un tapiz de flores rojas en la que se lee: “Un mundo mejor es posible”. [5] Bajo el lema, aparecen representadas seis palomas que vuelan en diagonal hacia el cielo. La presentadora informa que la pieza ha sido confeccionada por la Empresa municipal o provincial de Floristería.
- Sobre el escenario permanecerá todo el tiempo un coro, y, a un costado, 10 pintores que ejecutan un mural de tema patriótico.
- La primera fila de los espectadores, muy derecha, parece estar alineada sobre alguna señal dibujada en el piso. En ella se destaca un tramo central de color verde, formado por miembros de las Fuerzas Armadas con sus uniformes; otro azul, con camisetas que llevan impresa la imagen de “los cinco héroes prisioneros del imperio”; [6] hay , además, un tramo blanco, de estudiantes de secundaria, y otro, celeste, formado por alumnos de un preuniversitario especial.
- A partir de esta primera fila, que hace las veces de presidencia, comienza una multitud de miles o decenas de miles de espectadores que, sin excepción, portan banderitas cubanas de papel.
- Al agitar las banderitas en el aire, el público se auto-transforma en un solo cuerpo ondulante y tricolor, como las banderas que ondulan al viento.
- Me resulta llamativa la precisión en la producción escénica: tempo oportuno y fluidez, esmero en el vestuario, peinado y maquillaje no solo de los artistas, sino de los oradores. Esta prolijidad escénica contrasta con las condiciones de intemperie y el clima tórrido.
- Tres de los doce oradores son niños entre los xx y los xx años
- El acto concluye con una canción a cargo del coro y veinte solistas, cada uno provisto con micrófono inalámbrico. Al ritmo de Vamos a andar, de Silvio Rodríguez, ondula bajo el sol el mar de banderitas.
- Parte de la fila delantera se retira ordenadamente, en columna de a uno.
Al sábado siguiente (7 de junio de 2003) la Tribuna se realiza en la capital, en el municipio más populoso del país: 10 de Octubre. La performance transcurre ahora en el patio de una escuela, donde 7,000 participantes ocupan asientos bajo el sol. Las boinas de los pioneros (estudiantes de primaria) tapizan de rojo la explanada y Fidel está sentado en la primera fila. Una nutrida representación del gobierno lo acompaña, entre otros, el Ministro de Cultura.
En relación con la primera tribuna se repiten los siguientes elementos:
- niños oradores
- pancarta gigante hecha con flores;
- coro siempre visible sobre el escenario;
- mural de tema patriótico;
- patrón de color en el vestuario del público;
- alternancia de discursos políticos y números de arte;
- banderitas en manos de todos.
Como singularidad destaco la primera secuencia del acto:
- Un actor profesional declama el Discurso número 1, del poeta cubano Eliseo Diego (oriundo de ese municipio, ya fallecido). El poema evoca imágenes de soledad y muerte y es de tono íntimo.
- Terminada la declamación, suena un coro de gaitas e irrumpe en escena una danza folklórica gallega. La sigue una coreografía de danza y canto flamencos.
No afirmo que haya intencionalidad en esta yuxtaposición de hemisferios de sensibilidad tan diferentes. Tampoco lo niego. Lo relevante es que las performances políticas cubanas del día de hoy permitan plantearse interrogantes estéticos tan puntuales. Una Tribuna Abierta da ocasión para admirar el talento o la pericia de un intérprete, calcular el potencial cultural del territorio, sobrellevar el eclecticismo inherente al género o bien hacerse un juicio sobre la nota realista socialista aportada por un director de escena municipal.
Terminada la obertura, aparece el primer orador del acto: una niña de once años que lee su discurso...
En este punto me permitiré una digresión.

El niño épico
En el universo pujante de la performance política cubana ha echado raíces una estrategia que comenzó a esbozarse hace una década: el niño-actor en función política. Mi memoria asocia estas criaturas con celebraciones del cumpleaños de Fidel que tuvieron lugar en los años 90. Recuerdo una canción de homenaje que le dedicaron unos infantes y que arrasó de lágrimas los ojos del líder. Los primeros planos de la televisión se cebaron en el detalle humano, lo retrasmitieron varias veces y creo incluso que lo reprodujeron en un documental. Si no me engaña la memoria, fue en esa misma coyuntura que el grupo teatral La Colmenita, agrupación notable integrada por actores niños, entró definitivamente en los escenarios políticos oficiales. Algo más tarde, en el intervalo 2000-2001, con las movilizaciones en torno al niño Elián, cristalizó el recurso del niño orador, hoy infaltable en la performance política cubana.
Este niño es épico. En Tribuna Abiertas, marchas, veladas, protestas y homenajes es tan infaltable como las banderitas de papel. Se ha convertido en un símbolo de algo. Sanos y espabilados, la tribuna convierte a los escolares en difusores de clichés del pensamiento adulto y remedos del orador decimonónico. Los gritos causan daño a sus cuerdas vocales y, mal orientado por sus mayores, reproduce todos los vicios del mal escritor y el mal actor (los discursos suelen ser leídos). La televisión los exhibe con el orgullo relamido del padre que obliga al retoño a recitar para la visita. Niños de tribuna, querubines previsibles, falsos sin saberlo.
Son para los otros niños modelo de excelencia ciudadana y éxito social. El pueblo los ha bautizado los “niños monstruos”.

Volviendo a la Tribuna
En total, intervinieron en la Tribuna Abierta del municipio 10 de octubre xx oradores y xx números de arte.
Al terminarse el acto, Fidel realizó una breve alocución, a petición del público, en la que anunció: “nuevas y grandes batallas esperan a nuestro pueblo”. Tres días después conocimos sus razones por la prensa: la Unión Europea había acordado el 5 de junio aplicar sanciones contra Cuba.
La Tribuna Abierta moviliza semana a semana volúmenes significativos de espectadores, artistas, oradores, y dirigentes, amén de personal de apoyo —desde policías, médicos y choferes hasta vendedores de fiambres y personal de áreas verdes y limpieza de calles. También transporte, combustible, recursos materiales y fuerza de trabajo que el estado aporta. Detrás una Tribuna hay cientos, quizás miles de horas de ensayo, así como despliegue constructivo destinado al remozamiento del área urbana o la edificación elegidas como sede.
Pero quizás lo más significativo a los efectos de mi punto de vista es, no lo que sé, sino lo que imagino: una compañía de performance, estatal, especializada en la movilización política y dotada de dramaturgo y director de planta, maestro de ceremonia, coreógrafo, músico, escénografo, peluqueros, maquillistas, vestuaristas, arquitectos e ingenieros y taller de atrezzo. Como algunas compañías, contrataría a los actores según los requerimientos del guión.

Primero de mayo
En Cuba ha habido actos políticos masivos en los que el azar, la improvisación y, sobre todo, la intensidad o “sintonía” del grupo congregado produjeron en la historia metáforas inolvidables: una paloma en el hombro de Fidel, un poema dicho por Camilo, lluvias bíblicas, una escenografía de fusiles populares alzados en el aire, el llanto digno de la multitud por sus muertos o un silencio destrozado hasta la victoria siempre por el Che.
Ninguno de ellos contó con una dramaturgia tan efectiva como el Primero de Mayo de este año en la Plaza de la Revolución, solo comparable con la misa ofrecida en ese mismo lugar, en enero de 1998, por el Papa Juan Pablo II..
La Plaza de la Revolución está interiorizada por todos los cubanos como el altar simbólico de la nación. Al iniciarse mayo, la coyuntura internacional se presentaba particularmente adversa para el socialismo cubano: vergonzosa guerra de las grandes potencias contra Irak y escalada neofascista de los Estados Unidos, deseosos de justificar una acción militar contra la isla; trauma por los pronunciamientos de conocidos intelectuales y artistas de izquierda, amigos tradicionales de Cuba, que denunciaron al gobierno cubano por el encarcelamiento de 75 opositores políticos y el fusilamiento de tres secuestradores de una nave; economía en estado crítico, complicada con focos de droga y corrupción, y el fondo espiritual permanente de la familia cubana dividida por la emigración.
La percepción popular de una amenaza real sobre la nación y el socialismo, pero también una exhaustiva campaña estatal de movilización cuadra por cuadra, reunieron sobre la extensa área de la plaza y sus calzadas aledañas a más de un millón de personas provenientes de las dos provincias habaneras.
Dominaba el acto un coro de 700 voces, vestido de blanco, azul y rojo — los colores de la bandera cubana. Desplegado sobre los espacios de mármol del conjunto arquitectónico el coro gigantesco, además de cantar, ejecutaba movimientos coreográficos que lo convertían en escenografía viva, a la manera de una pizarra humana. En la tribuna presidencial rodeaban a Fidel las principales autoridades del gobierno y el partido vestidas con camisetas rojas. Abajo, en la muchedumbre, se reproducían estas mismas concentraciones de color rojo con iguales camisetas. El océano de banderitas cubanas de papel, se adentraba ahora muchos kilómetros en el horizonte. El gran cuerpo de la nación ondulaba, como un pabellón al viento. Pantallas gigantes y altavoces permitían a un sector del público acceder al espectáculo, demasiado distante de la mayoría.
La selección artística, integrada por xx números, llevó a escena a grupos y solistas de prestigio, alternando con xx discursos de figuras nacionales e internacionales distribuidas en baterías de 3-4.
Tres piezas oratorias comunicaron sus especiales cualidades al evento. Las tres compartían un elemento excepcional que denominaré “enunciación profética”: el reverendo norteamericano Lucius Walker, que interpeló en segunda persona al pueblo cubano y lo llamó “pueblo elegido”; el sociólogo mexicano Pablo González Casanova, que después de leer el “Llamado a la conciencia del mundo”, enunció rítmicamente una suerte de salmodia: “Cuba es la esperanza, Cuba es la esperanza, Cuba es la esperanza”; y el discurso de Fidel que aportó, en el momento climático, visiones exaltadas de guerra, voluntad de victoria e inmolación
No quiero desconocer la potencia real que emanó de esta congregación de un millón de cubanas y cubanos diciendo no al imperialismo y sí al socialismo tras una madrugada de lluvia a la intemperie. Los cuerpos congregados y llenos de deseos pueden llegar a rebasar cualquier esquema y elevarse por encima de símbolos preconcebidos. Un millón de cuerpos echan mucha energía al viento. Pero también debo decir que vi reproducirse por primera vez en un acto de la Plaza de la Revolución un esquema, y que este era el resabido de la Tribuna Abierta semanal, con su voluntad de producir espectáculo a toda costa.

Los peligros del ritual
Existe un concepto cardinal para la comprensión de lo performativo que es el de ritual.
Llamamos ritual a:
Un acto que, basado en la repetición de determinados movimientos, sonidos, posturas, imágenes y palabras propiciatorias, y en la exhibición profusa de símbolos, induce estados de conciencia extraordinarios con el objetivo de confirmar o, por el otro extremo, subvertir los valores consagrados por algún orden dominante.
El ritual tiene una base fuertemente sensorial y corporal y, al mismo tiempo, simbólica, por lo que, de suyo, pone a su servicio al arte y a los procedimientos estéticos.
Es esencial la enunciación repetitiva y rítmica para que el “contenido” discursivo del ritual se torne inseparable de su fundamento biológico. De este modo, el ritual pone en el cuerpo, literalmente, la doctrina, la fe o el deseo, produciendo alteración del estado de conciencia ordinario (que a veces llega al transe). Los rituales se enraízan en la cultura de una comunidad y marcan a fuego su inconsciente.
Pero quizás lo más importante para los análisis modernos de la performance social es el hecho de que lo ritual no solo se manifiesta en ritos concretos, sino que se extiende a actuaciones más amplias o ritualizaciones,[7] que tienen lugar cuando la comunidad produce atmósferas y efectos celebratorios en marcos menos precisos en el tiempo y el espacio que el rito, y con procedimientos más sutilmente codificados. Las ritualización recibe gran ayuda de la tecnología, es más difusa que el ritual, y su parafernalia pudiera ser menos obvia. Pero también llevan al grupo a autopercibirse como uno.
Los juegos amatorios de la pareja tienen esta cualidad. Mediante gestos y sonidos, que a veces son códigos muy cerrados, y siempre actuados de manera repetitiva y rítmica, alcanza la pareja humana una vivencia trascendente de comunión. El teatro como arte también es productor de ritualizaciones — cuando no es él en sí mismo y directamente un ritual. Amor de pareja y teatro tienen en común un trabajo particularmente intenso sobre la presencia corporal, y es ese trabajo el que induce sentimiento de poder extraordinario, unidad e incandescencia que captura a los participantes de la performance.
De modo que, sea rito o ritualización, la condición es que haya:
- deseo y energía concentrados, cuerpo explícito, sensorialidad bajo estímulo intenso, artefactos o discursos “sagrados”
- un cierto control sobre la estructura.
- ritmo acentuado, repetición, recurrencia y reiteraciones.

Los estudios de la neurofisiología del ritual demuestran que este último factor es condición sine qua non para desencadenar la hiperestesia, “hechizo” o experiencia de poder ilimitado.
No es difícil imaginar la importancia política de este recurso. Agreguemos que hay rituales trasgresores (en la Argentina, los piqueteros o las Madres de Plaza de Mayo), que se ejecutan para inducir cambio y ruptura; y que también los hay conservadores, puestos en función de perpetuar un orden dominante.
Las performances que he descrito (a las que se suman marchas de protesta, discursos múltiples, clausuras de eventos y veladas político-culturales difundidas en cadena por la televisión) gravitan día a día, semana tras semana y mes tras mes, compulsivamente, sobre la existencia de los 11 millones de cubanas y cubanos que habitamos en la isla. Producen un efecto generalizado de ritualización o “teatralización” de la vida cotidiana que no poca gente refiere como saturación y omnipresencia enervantes. Muchas cubanas y cubanos, en una sociedad que es sumamente aguda e inteligente en materia política, pero también sensitiva y espectacular, tiene la percepción de que en esta dramaturgia le ha sido asignado un personaje de superficie, y que la verdadera fuerza dramática que mueve el relato patriótico (el actante o personaje profundo), es el estado.
Movilizada a una situación permanente de representación, encerrada en el estudio televisivo, retenida frente a la pantalla, o bien sacada al sol y al viento, en esta dramaturgia la Patria se representa y se vive a sí misma unánime y gloriosa, pero también escenográfica y banal, como una banderita de papel.


La Habana, junio de 2003

[1] El programa realizó su primera emisión a fines del año 2000 al calor de la campaña nacional por la repatriación del niño Elián González. Este niño de 6 años fue conducido por su madre en una balsa hacia los Estados Unidos. Ella murió en la travesía, pero el niño llegó a salvo a costas norteamericanas. Luego se estableció un largo litigio entre el padre, residente en Cuba, que lo reclamaba, y los familiares del niño en Miami que alegaban derecho a retenerlo. Finalmente, los tribunales norteamericanos fallaron a favor del regreso del niño a Cuba.

[3] Cuando participa Fidel (lo que ocurrió en tres ocasiones en el mes de mayo), la Mesa Redonda se extiende de 3 a 5 horas y cancela una parte o la totalidad de la programación de ese día.

[4] Sucedió en dos ocasiones entre el 8 y el 14 de junio. El domingo 15 de junio, además, hubo Mesa Redonda especial para comentar la entrevista concedida por el dirigente cubano al diario argentino El Clarín.
[5] Consigna adoptada por el Foro de las izquierdas en Porto Alegre, Brasil en xx del 2003.
[6] Cinco agentes cubanos de la seguridad condenados recientemente a cadena perpetua en un amañado juicio celebrado en los Estados Unidos.
[7] Richard Schechner: The Future of Ritual

SOMATIZACIONES

Magaly Muguercia

En mi vida en el teatro ocurrieron algunos aprendizajes que me cambiaron los ojos y los oídos, el sentido del ritmo, el gesto y los reflejos. Permítanme compartir con ustedes el secreto de algunas de estas somatizaciones.

El bien y la belleza
Tengo cincuenta y cinco años. Madre de dos hijos y habanera, de linaje clase media profesional. Familia estudiosa y de buenas costumbres, mis padres — primera generación de santiagueros en La Habana—, procedían de estratos más humildes, lo que quizás los hizo muy sensibles al tema de la justicia social. Simpatizantes de Fidel desde el ataque al cuartel Moncada, la madrugada del primero de enero de 1959 los sorprendió escuchando la clandestina Radio Rebelde.
Pronto el Gobierno Revolucionario nacionalizó la compañía norteamericana de la que mi papá era empleado de cierta jerarquía, y un joven capitán de la Sierra Maestra decidió ponerle la renuncia sobre el buró al supuesto “especialista burgués” (ese era mi papá). Con la abrupta cesantía, la familia perdió la casa propia, emblema de un buen pasar... que pasó a la historia.
¿Qué dijo mi papá del arbitrario despido? “Las revoluciones son grandes procesos, muy profundos. Es lógico que se cometan errores”. Nunca, aquella dramática pérdida de status material hizo mermar un ápice su compromiso con la revolución, ni su fe en la nueva época. Murió prácticamente en su aula universitaria, veinticinco años después, prematuramente. Economista de amplia cultura, profe querido, elegante espíritu, “don Pedro” era la ética y la equidad.
A él le debo a Homero, Beethoven, Molière, Benny Moré y Bola de Nieve, y una fuerte inclinación a confundir el bien con la belleza.
En 1964 me inicié profesionalmente en el teatro, siendo todavía estudiante de Letras en la Universidad de La Habana. Deslumbrada por el arte y la revolución, en esa época fui una dirigente estudiantil agitadora y conflictiva; en el teatro, encontré mi destino natural: un campo por excelencia para alimentar las que siguen siendo mis dos grandes vocaciones: el arte y la política.
Brecht y la forma
Bertolt Brecht estuvo muy presente durante mi adolescencia, cuando me inicié en el teatro. Un mes después del triunfo de la Revolución, tuvo lugar el primer estreno de una obra suya en Cuba, dirigida por Vicente Revuelta.[1] Siguió un ciclo entero de grandes puestas que, a lo largo de los 60, hicieron de Brecht parte orgánica de la tradición teatral cubana. Aunque parezca una paradoja — si se toma en cuenta el fuerte sentido ideológico y político del teatro de Brecht—, fue el alemán genial el primero que me enseñó a reconocer la centralidad de las formas en arte. Las dramaturgias a las que estaba acostumbrada, sicológicas y lineales, poco codificadas, ocultaban su juego formal para parecerse a la vida.El teatro de Brecht me entrenó los sentidos. Y así descubrí que, en arte, una convicción — política u otra— sólo puede enunciarse en términos de significantes y movilizaciones concretas y mostradas: gestos, ritmos, texturas, quiebres, densidades, sonidos, volúmenes, luz. Con él aprendí a reconocer el itinerario de una dramaturgia espectacular. Marxista, y estructuralista avant la lettre, me reveló el puente entre la ideología y la forma, y acentuó la discursividad como acción, como entramado de movimientos y cambios perceptibles en el espacio. Que una idea crítica necesariamente genera forma y, necesariamente, un peculiar espacio físico y corporal.
Observen que esta influencia de Brecht actuó en Cuba — a diferencia de lo que ocurrió en el resto de América Latina —en las circunstancias de una revolución socialista en el poder. El sentido opositor de Brecht confirmaba la práctica anti-capitalista generalizada en el entorno cubano de los 60, de modo que, más allá de su explicación del mundo, su teatro aparecía asociado a la idea de que había formas que liberaban, formas prometedoras con las que construir verdad y belleza para los nuevos tiempos. Formas “socialistas”, me decía para mis adentros.
Aunque no todo fue formas. También debo decir que Brecht fue el primer pensador que me ayudó a refinar mi rústico marxismo de manual.
Todavía no he dicho que mi primera crítica teatral, publicada en 1966, fue sobre la puesta en escena de El alma buena de Se Chuan (¡qué casualidad!). Una última confesión no los sorprenderá: di a luz a mi primer hijo, en 1967, mientras releía el Galileo Galilei en una sala de preparto. No le puse Bertoldo, sino Ernesto, porque la semana anterior había muerto el Che.

Stanislavski y la salvación
Al triunfo de la Revolución, el “Método” estaba bastante generalizado en la escena “culta” habanera. De modo que, cuando yo me inicié en el teatro, Stanislavski ya estaba allí. Lo disfruté en escena, lo estudié en los libros, y lo repensé junto a directores y pedagogos soviéticos con los que trabajé en Cuba en los años 70. Pero, en realidad, siempre lo di por sentado, como un dato consustancial a mi cultura teatral.
... hasta que llegué a Moscú, en 1978. Viví allí largos períodos hasta 1984, mientras realizaba un doctorado. Era la etapa terminal de Brezhnev y el comienzo del fin de la URSS, pero nadie lo sabía. Excepto el teatro.
La primera vez que fui a un teatro ruso quedé hechizada. Nunca antes había visto tanto oficio converger sobre un escenario. Todo a mis ojos resultaba perfecto y conmovedor; desde los actores y directores, músicos y escenógrafos, empleados y administradores, hasta el público, que formaba tumultos en las aceras para conseguir entradas en mercado negro, a precios exorbitantes. ¡Con qué glamour se bebía champán en el foyer! Y las damas, ¡cómo se sacaban sus botas nevadas al entrar al edificio, ocultándolas en bolsas de plástico, para calzar sus delicados zapaticos! Verdadera cultura teatral, se llamaba aquello. Pero, por sobre todo, una relación nunca antes vista: cada noche, los descomunales actores y actrices entablaban un mano a mano con un público conocedor, que podía ser simplemente cortés, o bien rugir de placer ante el efecto de un bocadillo bien dicho. Era como presenciar un estelar de fútbol en tierra de conocedores.[2]
Esta fue la primera vez en mi vida que percibí el teatro como una verdadera institución, como un campo claramente definido e influyente en la vida espiritual y política de una sociedad.[3]
Pero...
Si al llegar al país de Lenin, en octubre de 1978, me eché a llorar en el centro de la Plaza Roja, varias semanas después me atrapé a mí misma negándome obstinadamente a creer lo que veían mis ojos: el sistema estaba enfermo. Mediaba el año 79 cuando asistí (por cierto, en compañía de Vicente Revuelta) a una famosa puesta de El maestro y Margarita, dirigida por Yuri Liubímov. Un conocido actor, cuyo nombre no recuerdo — biotipo del hombre de pueblo ruso, fornido, rostro ancho de marcados pómulos—, atravesaba a cada tanto el escenario (duraba cuatro horas la representación), y pronunciaba con lentitud una misma frase, desapasionada: “Yo no estoy borracho, yo estoy enfermo”.
El teatralismo y la espectacularidad le venían al teatro ruso de la tradición de Meyerhold y Vajtángov. Pero la mística le venían de Stanislavski. Conocí en sus años iniciales al hoy famoso Vasíliev: entonces poeta maldito, barbudo y pálido. Marginado por las autoridades, consagrado por el público, y protegido por grandes maestros, en su figura encarnaba una típica fórmula de la tensión artista-estado en los países del socialismo real. Sus espectáculos se ofrecían siempre a teatro repleto.[4]
La última puesta de él que vi en aquella época me costó, literalmente, una proeza física, para conquistar un sitio en el piso, a pesar de que yo tenía entradas contantes y sonantes. Se representaba La hija mayor de un hombre joven, de un dramaturgo ruso contemporáneo. Lo que vi fue una especie de supra-Stanislavski, un raro fenómeno de hiperrealismo teatral. Los actores encarnaban, en términos literales, a sus personajes; resultaba hipnótica la experiencia, vivida bajo aquel efecto extremo de “cuarta pared”.
Paradójicamente, tanta producción de “verdad” rebasaba lo estético y producía acto real (Marco de Marinis). El escenario decía: “no se pierdan un solo detalle de esta nostalgia moderada, de esta vitalidad que se extingue, pero que está aquí”; pero, al mismo tiempo, cada suceso ocurría, profundamente. Muy chejoviano.... y muy ¿posmoderno? ¿O muy antropológico? El público participaba de un ritual.
Al final, un actor joven lanzaba una patada estupenda contra una puerta de madera maciza que se venía abajo, destrozada. Había que sustituirla cada noche. El golpe fulminante era a la vez símbolo y deseo, proyección de un conflicto existencial e histórico que nos hacía vivir por anticipado su desenlace. En Moscú, de la mano de Stanislavki, aprendí que el teatro salva porque puede, aunque sea por un instante, restaurar la voz, y el cuerpo de una comunidad.

Barba y la antropología
El Brecht de las formas, el Stanislavski místico, la Cuba socialista y el Moscú terminal me prepararon para un tercer aprendizaje.
Deambulaba yo por un Festival Mundial de Teatro en Varsovia, en junio de 1980, cuando llamó mi atención un grupo de personas arracimadas en torno a algún suceso. Entre cabezas y espaldas divisé a una... ¿actriz o bailarina? en plena actuación. Quedé atónita con el uso que hacía de su cuerpo y de su voz. Minutos después, trepó a un artefacto que he olvidado, y gritó sonidos desesperados hacia lo lejos, batiendo un tambor; un golpe invisible la detuvo en el aire y cayó. Era la muda Katrin, de Madre Coraje, la muchacha que sube al campanario para salvar de la guerra a los niños de la ciudad de Halle.
Nunca había presenciado semejante manera de actuar. El arte de la desconocida envió un mensaje crucial a mis intuiciones y a mi oficio. Luego supe que se llamaba Iben Nagel Rasmussen.
Fue una gran suerte que mi primer encuentro cara a cara con esta zona del teatro del siglo XX haya transcurrido, gracias a mi ignorancia y a mi retiro en Moscú, de un modo tan fresco y desprejuiciado. Fue como un choque conmigo misma, sin testigos, en una época en la que deambulaba por países extraños sin saber qué idioma hablar. Pronto deduje que, el joven atractivo y moreno, el de las sandalias y el cabello tan negro, que hablaba polaco y aparecía de vez en cuando por los pasillos del Congreso, era Eugenio Barba.
Seis años pasaron antes de retomar este hilo. Barba visitó por primera vez La Habana en abril de 1987, cuando yo dirigía el Departamento de Teatro Latinoamericano de la Casa de las Américas.[5] Yo debo confesar que he sido educada en el principio de “salirle al paso” a la ideología enemiga. Respetuosa, además, de la historia patria, ese día había ido a trabajar vestida de miliciana, porque era 17 de abril. [6] ¿Tengo que decirlo? Mi primera conversación con Barba resultó apasionante... y bastante polémica. Empezó en la Casa de las Américas y terminó en la terraza de mi casa, él sentado en el suelo, escuchando, con impresionante concentración, la última canción de Pablo Milanés.[7] Por supuesto, le regalé mi disco.
Tres meses después, en Argentina, vi por primera vez un espectáculo completo del Odin: El Evangelio de Oxhyrrincus. Sostuve una nueva, dilatada conversación con Barba, en la que le manifesté mi absoluta fascinación por aquel montaje, que era espléndido y grande, pero también mi pena, por el sentido que en éste se otorgaba a la hoz y el martillo.[8] El día que me marchaba rumbo a Perú, los actores del Odin me cantaron a coro, impecables, la romántica canción de Pablo.
Entre 1987 y 1992 seguí de cerca a esta tribu internacional, les conocí nuevos espectáculos, y, de país en país, participé de talleres y muestras didácticas. Gracias a ellos, aquel vislumbre que apareció en Moscú, se me fue instalando en alguna parte honda de la profesión. Lo que me decían ellos, era: el teatro es más que arte. Y eso me lo corroboraba una zona del teatro latinoamericano con la que yo mantenía por aquellos años un intenso contacto.
Cambio de época, cambio de mentalidades, y yo, tan ideológica, me fui volviendo antropológica y posmoderna. Tuve la debilidad de confesarlo en algunos ensayos, lo cual quizás disgustó a algunos editores cubanos. No me da pena contarlo así, porque esta transformación no me pasó en los libros, sino en la vida, antes de saber, incluso, el nombre de la cosa.
En términos de la profesión, “volverme antropológica” significó que empecé a percibir el teatro no tanto como hecho estético, sino como algo que ocurría, que me y nos ocurría. Siguiendo a Barba (quien a su vez seguía en ese punto a Stanislavski), hice “como si” el a priori ideológico no existiera en mí, y puse toda la atención en el proceso. Entonces, percibí el cuerpo motivado,[9] (cuerpo con su alma, claro), que, al moverse, producía relato, sentido y estructura y que, además, se movía con sentido político.
El corolario fue: ya no me bastan la historia, la sociología, la semiología, ni la estética para explicarme el teatro.[10] Hay algo más.
Alentada por aires que me llegaban del corazón mismo de La Habana, pero también del Moscú que tanto conocí,[11] en 1990 me encontraba en pleno proceso de perestroika[12] personal y profesional. Desde entonces, observar y meditar sobre qué le ocurre al antropos cuando procesa con el bios un deseo, un propósito, una crisis, un aprendizaje, un objetivo de comunicación o una herencia simbólica, se me ha vuelto segunda naturaleza. Estaba a las puertas de iniciarme como estudiosa de la performance social.
Pero no puedo terminar sin decir que, de Barba y de cada uno de los integrantes del Odin, recibí la lección del respeto al otro. Esa otra, desde luego, era yo: cubana, funcionaria y comunista. Fueron mis receptores candorosos, si candor quiere decir ser benévolo y no tener miedo. Los catalogué de seres dialogantes y compañeros de ruta. Después de haber discutido tanto sobre la hoz y el martillo, hoy soy más comunista. Si por comunista se entiende....[13]
A Iben, a Roberta, a Julia, a Torgeir y a César, y al propio Eugenio los evoco incandescentes y entrecortados, como los destellos. A mis ojos, encarnan el enigma de ser enteros, porque actúan con verdad todos sus fragmentos.[14]

Patrice Pavis y el cruce de las culturas
Mi “antropologización” estuvo precedida, pero también acompañada, de otro proceso que alcanzó su apogeo en agosto de 1983, mientras leía un libro que ha devenido un clásico. A Patrice Pavis, el joven pensador francés (siempre será más joven que yo, hélas!) le debo un horizonte que va más allá de la semiología.
Durante unas vacaciones en Varadero leí, línea a línea, su Diccionario del teatro —que me lo prestó Rine Leal. Me sumergí en aquella obra monumental como si se tratara de una novela policíaca. Cuando paladeaba el último de los tres índices, comprendí que había encontrado al sabio de mis sueños.
Antes, de él había leído Languages of the Stage, y, después, me enfrasqué en el estudio de Voix et images de la scène. Va para veinte años que, si escribo un ensayo, o preparo clases, casi de modo reflejo vuelvo a consultar sus libros y artículos.[15]
Al iniciarse los 90 releí sistemáticamente a Pavis. La necesidad de volver a su obra me sobrevino cuando mi país y yo tuvimos que enfrentar una dura encrucijada, la mía compuesta de marxismo, semiología, antropología, socialismo e incertidumbre. En ese momento quise meditar sobre una importante obra cubana que estaba llenando el teatro: Manteca, de Alberto Pedro.[16]
Ahora me veo claramente, recluida durante cinco meses en una apartada playa del Este de La Habana, sintiéndome, mientras escribía, un híbrido (muy discreto, por lo demás) de Patrice Pavis, José Lezama Lima, Cintio Vitier y Eugenio Barba. Traté de ser, al mismo tiempo, ética, imaginativa, rigurosa, sutil, auténtica y visionaria. La criatura, que vino de aguas profundas y de ríos diversos, se llamó El don de la precariedad, ensayo como un pequeño fruto de mar, selecto, insuficiente, pero indiscutiblemente mío.[17]
¿Y a qué se debió esta afición por Pavis, después de mi inicial desconfianza hacia la semiología teatral, que en los 70 había llegado hasta las costas cubanas como una moda? A mi juicio, en la teoría teatral de la segunda mitad del siglo XX, el mayor aporte de Patrice Pavis consiste en haber logrado integrar en sus visiones del teatro perspectivas irremplazables y diversas, que él se propuso articular: la semiología —que él mismo contribuyó a desarrollar—, el análisis sociohistórico — especialmente de procedencia marxista —, y el prisma antropológico, que ha desplegado en la última década.
Este francés riguroso, incansable y de fino humor, me dejó la lección intelectual de no atrincherarme en la tradición que domino. Ha practicado la teoría como un acto de croisement de cultures.[18] Cuando, a fines de los 80, nombró la problemática del teatro “como encrucijada de culturas”, también dio el nombre justo al principio que, en la teoría teatral, él representa: concebir la práctica de la teoría como un acto integrador que hace entrar en un diálogo tradiciones irremplazables y diversas.

Randy Martin y el cuerpo de la política
En 1993, leí y releí, en la primera página de un libro, la frase: “toda producción requiere un cuerpo. También lo requiere la producción de historia humana”. Y entonces emprendí un viaje que todavía no ha terminado. En este nuevo tramo del camino quizás he dejado de ser estrictamente una teatróloga, para convertirme en observadora de la cultura, y comentarista de “actuaciones” sociales de marcado sentido espectacular. Además del teatro, ahora me interesa la dimensión, más general, de lo “performativo” en la cultura.
Hablaré de Randy Martin, newyorkino y marxista. Dio sus primeros pasos en el entorno de Fredrik Jameson y es hoy un original pensador, que produce teoría en la frontera difusa entre la estética, la teoría del teatro, la teoría política y la antropología. Cuando lo conocí, en 1993, rebasaba escasamente los treinta años. Ya entonces había escrito su fundamental estudio Performance as Political Act: The Embodied Self, donde la citada frase aparecía. [19]
Vive y piensa en Nueva York, el corazón de la sociedad norteamericana actual. Auxiliado por su conocimiento práctico de la danza y el teatro (fue bailarín y coreógrafo), durante la última década Martin ha desarrollado la tesis del cuerpo individual y social como un potencial político opositor. En sus estudios fenomenológicos sobre el teatro y la danza ha identificado principios que acompañan el “movimiento crítico” del cuerpo, una dimensión que, promovida, abre brechas de democracia y utopía en el orden cultural dominante. Martin, desde luego, ve a la política no como una actividad circunscrita a instituciones formales, sino como dato inseparable de toda convivencia social.
En su libro más reciente, Critical Moves, [20]examina diferentes prácticas danzarias norteamericanas — captadas en el curso de los ensayos o en su manifestación frente al público—, con el fin de identificar los fundamentos de un “cuerpo crítico”, capaz de producir alternativas de cambio frente a las prácticas culturales dominantes en la sociedad capitalista actual.
Los que danzan o intentan danzar, o los que hacen teatro, experimentan el movimiento como un cambio permanente que no sólo es posible, sino inevitable e intuitivo. Esta disposición al movimiento crítico puede extenderse mucho más allá en la práctica social, aunque la danza permite observar con mayor claridad qué principios permiten incentivar y organizar esos “movimientos críticos” (critical moves), y oponerlos a los motions, o movimientos conservadores, reproductores del orden.
Las tesis de Martin tienen ricos antecedentes en el pensamiento norteamericano que , desde los años 60, ha investigado los vínculos entre teatro y antropología, y muy particularmente en las obras precursoras de Victor Turner y Richard Schechner.
Debo agregar que es amigo querido y admirado, el joven Randy, escritor de asombrosa productividad, y agudo comentarista del teatro cubano de los años 80 y 90. Teniéndolo a él de guía he conocido a grandes monumentos-mitos de la cultura norteamericana como los rascacielos de Los Ángeles, Beverly Hills, el teatro de Broadway y al coreógrafo negro Bill T. Jones. Una vez, su esposa y yo lo acompañábamos en un paseo por Manhattan. De pronto, nos dejó atrás y se internó en la multitud de una congestionada acera de Manhattan, haciendo traviesos pasos de danza. Su avance, tan libre y gracioso, tan imprevisto, fue recibido con un imperceptible tintineo de rascacielos regocijados.
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¿Qué falta en estas memorias? Pasé revista a legados que me vienen de un alemán, un ruso, un italiano, un francés y un norteamericano. Falta, obviamente, lo de acá, lo que “somaticé” acompañando al teatro latinoamericano y cubano durante cuarenta años, compartiendo con sus grupos y maestros. Pero esa relación es como de espejo. Desde luego, está entretejida con la anterior, pero tendré que desentrañarla de otra manera y en otra ocasión.
NOTAS
Reubicarlas. Aparecen al final del libro
santiago de chile-la habana-buenos airesjunio-septiembre de 2001

EL CUERPO CUBANO EN LOS 90

Magaly Muguercia

El cuerpo fue una fiesta
Hubo una vez en que Cuba fue una fiesta y el cuerpo cubano se proclamó socialista. Al principio yo tenía trece años. Fidel y sus jóvenes tropas barbudas atravesaron en caravana la isla desde las montañas del oriente hasta el otro extremo, y entraron gloriosas en La Habana. Campesinos encandilados, héroes y heroínas de la sierra se derramaron sobre la ciudad. El principal cuartel de la tiranía se convirtió en escuela y se llamó Ciudad Libertad. Una paloma blanca se posó sobre el hombro del líder. Pronto el pueblo (obreros, intelectuales, campesinos, estudiantes, amas de casa) vistió de miliciano. En largas madrugadas, muchachas y muchachos cuidábamos, con viejos máusers al hombro, los espacios conquistados. Entonces sobrevino una invasión al revés: desde la ciudad partieron hacia los campos decenas de miles de adolescentes-maestros que escalaron montañas y anduvieron llanos enseñando a leer y a escribir a los que no sabían; pero ellos, al mismo tiempo, aprendieron y cambiaron con aquella entrada en territorio ajeno. Cuando un año después regresaron a sus hogares, flacos y musculosos, con los uniformes rojizos de tierra, guirnaldas de semillas al cuello y aires de seguridad mezclados con lágrimas, los vecinos no los reconocieron. Enormes y variados cruces de culturas engendraron, en la Cuba de los 60, un cuerpo democrático, igualitario, digno, cooperador. Marchar hacia la Plaza de la Revolución era otra fiesta. Aquellos millones que conversábamos allí con nuestros líderes creamos un escenario en el que se hizo historia para todos los tiempos. Desde entonces se le llamó Plaza de la Revolución. Igual aprendimos en esa época, los citadinos, a trabajar la tierra y a reconocer árboles, animales y costumbres extrañas. Apiñados y sudando en transportes inverosímiles, al borde de la estricta asfixia, domingo tras domingo partíamos a darle duros machetazos a la caña de azúcar, a arrancar la mala yerba, y yo medía fuerzas –dieciséis años y pequeñoburguesa de abolengo- con mis amigos nuevos, alegres caballeros populares. Hicimos de estibadores en los puertos y de albañiles en escuelas nuevas, levantadas, como dijo el poeta, “con las mismas manos de acariciarte”.[1] Y los estibadores, albañiles, campesinos y guerrilleros pronto se instalaron en los pupitres de la Universidad. Nos zambullimos todos en nuestro mundo al revés, donde los “educados” éramos torpes y los “humildes” se movían como reyes.
Al final de esos años murió el Che y luego Allende, y las lágrimas corrieron por el rostro de tres generaciones de cubanos sin que nos diera tiempo a ocultarlas, por pudor. Se ausentó de modo brutal una parte nuestra — que desde entonces nos falta; cuerpos luchadores, que ahora debíamos imaginar quemados por la bala, ultrajados quizás, la mirada detenida, e irremediablemente exangües.[2]
Y así se fue armando el cuerpo socialista, en esta fricción y trasiego de identidades muy variadas, en el conflicto y el entendimiento, en tensiones de clases, razas, edades y sexos diversos que, mayoritariamente, compartíamos el mismo proyecto. En la memoria profunda de nuestra cultura permanece, creo yo, el tesoro de un cuerpo dúctil, experto en riesgos, solidario, dotado con el don de Mackandal, y que fue tan loco que respiraba a pleno pulmón en un camión sin ventanas, camión de los domingos, o tren lechero o carreta abarrotados, que nos enseñaron lo que todo buen actor y bailarín sabe: que la actuación orgánica, la que produce acción real (no necesariamente realista), surge cuando se elige el camino más difícil; que la coherencia profunda, la verdad en la actuación, se toca por uno de sus extremos con el caos.[3]
Pero pasó el tiempo y algo de aquel vivo cuerpo socialista con equilibrio/desequilibrio de cuerda floja — susto y alegría — se congeló. A nuestro sensitivo y socialista cuerpo subversivo lo enseñaron a sacrificar la invención, en nombre de un mito llamado la “unidad” o bien la “firmeza ideológica”. Desde mediados de los 60 una incipiente cultura del dogma vino a confundir la participación con la coralidad.[4] Los rebeldes y críticos —es decir, casi todos—, a regañadientes, comenzamos un nuevo aprendizaje: nos convencieron de que el peor pecado era incurrir en error ( se le llamó “error histórico”). Se prohibió el error. ¡A nosotros mismos, cubanos socialistas, que éramos un error histórico viviente, escándalo de los manuales de marxismo-leninismo! La movilización popular lentamente fue cambiando su carácter, y no fue ya tanto intercambio febril entre diferentes, como marcha más ordenada y lineal hacia la “meta”, sujeción a la estructura, delegación del poder de todos en la autoridad centrada. El baile comenzó a ser otro. En algunos planos, sobrevino una sustitución gradual de la conga arrolladora por el minuet.
Esto, sin embargo, suena muy en blanco y negro… tampoco fue así. Una cubana o cubano es una cosa muy compleja, muy dividida, nunca aplacada del todo. En Cuba, en tiempos de la esclavitud, hubo cimarrones, no hay que olvidarlo. Y en el alma nacional hay un cimarrón; también. ¡Anda suelto por ahí mucho cimarrón socialista![5]
Esa idea de una cubanía socialista, no tan fácilmente descifrable ni tan unívoca como algunos creen, podría ser asociada a la noción de cuerpo compuesto, elaborada por el pensador, marxista y norteamericano, Randy Martin. Según Martin el cuerpo compuesto genera escenarios sociales en los que se entretejen una multiplicidad de diferencias. Resulta, pues, un instrumento teórico que ayuda a “pensar la constitución física de complejas relaciones sociales”. Ese cuerpo es:
No uno, sino múltiple; no un ser, sino un principio de asociación [s. m.] que rechaza la tajante división entre el sí mismo [self] y la sociedad, entre lo personal y lo mediado, entre presencia y ausencia.
El cuerpo compuesto está ya en movimiento, él es el trabajo entre las diferencias que lo constituyen ; ese cuerpo móvil crea los escenarios de la adecuación, la resistencia o la subversión frente a las lógicas dominantes. Es nuestro potencial de obediencia o revolución.
Todo proceso social consiste, pues, en la encarnación (es carne, deseo, fuerza) de esa multiplicidad, en la in-corporación de esta dinámica hormigueante. La idea de “cuerpo compuesto” incita entonces a pensar la política (y eventualmente el socialismo) a la luz de la pregunta que Martin nos formula: “¿cómo se asocia la diferencia entre aquellos que están reunidos en la nación”.[6] Dicho de otro modo: ¿cómo movilizar el potencial creativo-opositor del cuerpo, promover relación democrática entre diferencias, de modo tal que esa abundancia de energías construya proyecto, realice algún nivel de totalidad y coherencia? (Entiendo aquí la palabra proyecto en el sentido de deseo, movilizado hacia la realización de algún tipo de sociabilidad alternativa.) Habría que repensar el socialismo —que sólo será si es democrático— como una puesta en movimiento y una coordinación equitativa de afiliaciones y culturas diversas orientadas hacia la liberación. Los movimientos críticos y creadores del cuerpo compuesto, generan estructura y autoridades, y esto pone al estado socialista ante la paradoja de que, la única estrategia que garantiza la orientación democrática del proyecto —es decir, la estrategia de estimular el trabajo del cuerpo compuesto— es al mismo tiempo la que relativiza su poder de control, y, por ende, debilita la sacralidad que todo orden legítimo tiende a atribuirse.

Y la grieta se abrió…
En los años 80, Victor Turner —de nuevo un importante precursor estadounidense del estudio de la relación entre el cuerpo movilizado y la política— desarrolló la categoría antropológica de drama social.[7] Sucede el drama social, según Turner, cuando el fluir de la vida de la comunidad es interrumpido por una “secuencia de acontecimientos” que altera su “normalidad”. Esta secuencia “disidente”, canaliza deseos y trata de introducir valores distintos a los consagrados por el orden tradicional. Según Turner (cito de memoria) la primera fase de un drama social sería la brecha (o “grieta”), y consiste en que la “facción” disidente materializa algunas trasgresiones (ruptura de un tabú, protestas, conductas que en algún nivel alteran la norma). La grieta, al ensancharse, enciende una señal de alerta para el orden legítimo. Corre un malestar. Segunda fase: la crisis, propiamente tal, cuando claramente la comunidad se divide en dos, y los “cabecillas” de uno y otro bando reclutan adeptos. Suceden entonces luchas, quizás enfrentamientos físicos y violencia. Destaco, con Turner, que estos procesos, por implicar una remecida intensa del equilibrio social, de los códigos que permiten identificar la norma, dan paso a un especial paréntesis “liminar” en la vida de la comunidad. Esa liminaridad se configura como una movediza zona de frontera donde todo valor queda momentáneamente en entredicho, y todo puede acontecer; proliferan prácticas y pensamientos oscilantes que mezclan lo viejo y lo nuevo, el consenso y la herejía; la experiencia de la comunidad se tiñe de ambivalencias e hibridaciones. Desde la aparición de la grieta y en la secuencia de crisis, el orden tradicional multiplica los ritos confirmatorios, para recordar a la comunidad sobre qué valores sagrados ella se funda. En la tercera etapa, de reparación, se zanja o palia la crisis. Continúan los ritos confirmatorios, posiblemente acompañados de rituales de castigo, como pueden ser procesos públicos para descalificar a la facción rebelde. Cuarta fase y última (no siempre ocurre): el cisma. Si no logra imponerse, el bando opositor abandona el territorio, física o simbólicamente; emigra, y, en el otro espacio, intentará promover su modelo de convivencia alternativo.
En los 80 fueron cada vez más perceptibles en la sociedad cubana agrietamientos y malestares. Tres décadas de estabilidad relativa no habían transcurrido sin consecuencias. De la fiesta de los 60 nació el cuerpo potente y cohesionado. Veinte años después, algo gris estaba claramente instalado en la sociedad cubana: sovietización, dogma, autoritarismo. Se deslució, con los años, la fiesta socialista.
En 1986, un personaje de la obra Accidente, del grupo teatral Escambray, decía: “En los últimos tiempos, nos hemos dedicado a producir acero y hemos dejado de producir hombres.”[8]
Ese mismo año —1986— el estado cubano convocó al llamado proceso de “rectificación de errores y tendencias negativas”, cuyo objetivo último parecía ser una mayor democratización del socialismo cubano.[9]Fue en medio de este movimiento (ya nunca sabremos adónde nos hubiera conducido) que un vuelco pasmoso en la historia del siglo XX transformó todos los escenarios cubanos. Cayó el muro de Berlín a fines de 1989 y la Unión Soviética se autoliquidó en 1991. De la noche a la mañana Cuba perdió el 80% de sus mercados, y nos quedamos solos: sin petróleo, sin aliados, sin divisas, sin posibilidades de importar ni exportar. El país, básicamente importador, quedó abocado al colapso. Todos los días —años 92, 93— se reunía el Consejo ampliado de ministros presidido por Fidel y este equipo de emergencia discutía la distribución puntual de los ínfimos recursos materiales. La sobrevivencia del país se decidía, literalmente, según lo que traía en sus bodegas el último barco que hubiera tocado puerto. Era tan exacto esto, y tan dramático, que en mi fantasía se formó una nítida escena que todavía hoy evoco: oficina amoblada en noble madera de caoba, un ventanal muy grande abierto sobre los techos de la Habana Vieja, y, al fondo, el mar ancho, muy plácido y azul. Desde la ventana, Fidel mira al puerto con unos prismáticos, e identifica el barco que está fondeando; entonces, de pie siempre, y observado por los ministros, tomaba un teléfono y da instrucciones. Cruza frases escuetas con cada ministro, muy tensos todos. Algunos se ponían de pie. Es parecido a Lenin en el Smolny, tomándole el pulso a la nación, a las puertas, en este caso, de una catástrofe. En 1992 Cuba sólo pudo adquirir un tercio de sus importaciones habituales, históricamente concentradas en alimentos y petróleo.
La grieta y la crisis de que habla Turner, todo se precipitó. Comenzaba un drama social de alto perfil que, en el momento en el que escribo estas páginas, en mi apreciación, aún no ha cerrado su ciclo.[10]
Entre 1991 y 1992 la población cubana adelgazó espectacularmente y una grave epidemia de neuritis afectó la vista y la motricidad de miles de personas. Todavía hoy, sin ser una pandemia, esta extraña enfermedad está presente en Cuba, y el estado mantiene medidas preventivas contra ella.[11] Su explosión, alrededor de 1991, se atribuye al deterioro súbito de la alimentación que golpeó a todos los sectores de la sociedad, combinado con el incremento excepcional de la carga física que hubo que asumir en el día a día para sobrevivir (algo análogo a las situaciones de guerra o de campos de concentración, y así lo reporta mucha literatura médica consultada entonces por los investigadores cubanos). Obvia decir que el índice de natalidad cayó en picada y desde entonces ese indicador (1,3 hijos por familia; ¿quién será el coma tres?)se mantiene constante.[12]
Desde luego, los Estados Unidos se apresuraron a recrudecer las medidas de bloqueo. Pero lo cierto es que, la trágica desestabilización que a principios de los 90 sufrió el cuerpo potente y cohesionado tenía antecedentes. Ya de antes ese cuerpo padecía fisuras y malestares. Durante décadas, se había ido instalando en el cuerpo social cubano una disfunción, endógena, que enseñó —y hasta hoy sigue enseñando—, a vivir lo público y lo privado como una separación. Se generalizaron fricciones, a veces muy dolorosas y siempre paradójicas, entre el potencial creador inmenso de las personas, estimulado por la revolución, y las estructuras que el estado implementaba. Esta disfunción actuaba en diversos ámbitos: político, económico, ideológico, cultural y espiritual. No por gusto es el número significativo de personajes del teatro y la danza cubanos que, en los 80, se suicidaron en los escenarios, se enajenaron, o hicieron una ostensión subversiva de sus cuerpos desnudos. El arte, anticipador, encarnó muchas veces, durante los años 80, el drama de ese cuerpo, por una parte potente y cohesionado, por la otra, escindido, menguado, ausente, a veces desesperado, y fragmentado, sujeto a un profundo conflicto consigo mismo.
En la primera mitad de los 90 mucho aportó el teatro y su público — más numeroso que nunca en las salas habaneras — a la movilización de la sociedad cubana en torno a su núcleo pertenencia visceral e identidad, y a la reflexión crítica compleja. El teatro y la danza llenaron un espacio que, en plena crisis, el discurso oficial, deliberadamente simplificador y resistente a toda cualquier problematización no autorizada, dejó abandonado. Fue en esta coyuntura que llegó a la sociedad cubana más de una vez un eslogan, aparentemente justo, pero en lo profundo conscientemente descalificador de todo pensamiento crítico: “no es tiempo de teorizaciones”.
Recordaré como uno entre decenas de espectáculos memorables de esta primera etapa, la coreografía Fast Food, solo de la magistral artista Marianela Boán. El público se congregaba en el exterior de un conocido teatro capitalino para entrar a la sala. De repente, salía al portal la bailarina y, a los ojos de los transeúntes, ofrecía el espectáculo de su cuerpo magro, pero iluminado con algún extraño exceso de energía. Usaba como único elemento un plato y una cuchara de metal, toscos, carcelarios, y, por supuesto, vacíos. La coreografía reclamaba algo de aquellos objetos estériles; su cuerpo de virtuosa se fragmentaba y volvía fugazmente a recomponerse en un combate minimalista en el que había tanta fuerza como técnica milimétrica. Y ese cuerpo incandescente ejecutaba al final el acto horroroso, impecable, de comerse sus propios dedos. Concentraba en ese acto final todas nuestras energías como público, toda nuestra avidez y nuestro coraje. Pálida, con leotard negro, sin maquillaje, su actuación decía: hambre. Decíamos todos hambres diversas, pero recibíamos la ofrenda de su vigor y su rigor, jugados en el umbral mismo entre la calle y un escenario del Vedado.[13]

La bicicleta desviada
Se proyectó, en efecto, a principios de los 90, con zonas de increíble fuerza, un cuerpo socialista que, concentrando al límite su energía, actuó de toda forma imaginable para sobrevivir, muchas veces, con ejemplar dignidad. Y ese cuerpo, que hoy en día ya no es famélico, pues el país ha logrado iniciar una lenta recuperación económica desde 1995, hasta hoy resiste con múltiples estrategias; muchas veces es muy respetable, pero no puede movilizar a plenitud su potencial socialista, crítico, solidario. No siempre hace la historia que desea.
En 1990-91 las bicicletas inundaron la ciudad y transformaron su paisaje. Las distancias y el tiempo cambiaron en todo el país. Se iba al trabajo o al teatro en bicicleta o a pie. Recuerdo haber llegado, como casi todos, desfallecida, y a pie, a Ópera ciega, de Víctor Varela, en 1991, y, año y medio más tarde, en las mismas condiciones a la subversiva Niñita querida, de Carlos Díaz, en 1993. Y a Manteca, ese mismo año, y a tantos otros eventos de teatro o danza adonde llegábamos todos como a un templo, a tratar de comulgar en nuestras desconcertadas pero vibrantes pertenencias.
Millones de personas se subieron a la pesada bicicleta china en el 90 y todavía no se han bajado de ella, aunque ha dejado de ser un fenómeno tan masivo. En el 2000, con la introducción de fórmulas de economía mixta que han dolarizado la economía y alentado la inversión extranjera, la circulación de vehículos privados y de empresas en La Habana es mayor que nunca antes en cuarenta años, pero el transporte público continúa tan deficitario como hace diez años. Y siguen rodando sus bicicletas el plomero malabarista, que carga a toda la familia de cuatro en su cabalgadura china, el brillante médico, el ingeniero — que es también delegado del poder popular, de los mejores —, el oficinista, la actriz, la maestra, el investigador, mi gran amigo (40 kilómetros ida y vuelta cada día, que su esqueleto soporta con humor). No por amor al deporte anda esta bicicleta cubana, diría yo. La preciosa energía de muchos se derrocha bajo el mismo sol tropical que adormece en nuestras playas al turista satisfecho. Decenas y decenas de kilómetros cada día, cada persona, durante diez años. Ecologistas a pesar suyo. Recientemente se suma a la caravana de los bicicleteros un curioso profesional del pedal: el “bicitaxista”, que cobra en dólares, puede tener título universitario, y, a puro músculo, pasea por el Malecón, Miramar o la Habana Vieja al mismo turista deleitado de la escena anterior, ahora cobijado en los brazos de su jinetera. Falsa ecología. Ese cuerpo produce mal. La bicicleta cubana de los 90 contamina, diría yo.

La mano nos duele de tanto decir adiós
La historiografía tradicional desdeña el suceso cotidiano. Porque en realidad no puede apresarlo vivo, como él fue. No puede re-presentarlo. No obstante lo cual, hay ritmos, tensiones, acometidas y repliegues, estremecimientos del cuerpo que hacen historia. Por eso contaré lo vivido en agosto de 1994. En el largo litoral habanero, en los muelles del otrora idílico río Almendares, en las playas blancas, al este de la capital. Aquel verano los bañistas tuvimos que echarnos a un lado en el mar para abrirle paso a las balsas que enrumbaban océano afuera. Navegantes muy muy jóvenes, o familias enteras abandonaban la isla en estas naves precarias. La autoridad cubana no interfería, en respuesta a maniobras urdidas en Washington o Miami, da igual. Los dejaba marcharse, a su cuenta y riesgo. Y la mano nos dolió de tanto decir adiós. Deseábamos buen viento a personas desconocidas, expuestas a la muerte, desgajados y vulnerables, más allá y más acá de cualquier opinión política. Los echaba de la isla un remolino de escasez, desilusión e ilusiones, con la piel embadurnada de grasas contra el sol en aquellas balsas mitológicas, hechas de cualquier cosa, totalmente pintorescas y patéticas. Me obligué a estar ahí para que no se me olvidara nunca de qué materia concreta, de qué latido está hecha la pertenencia, cuál es el cemento que une a la nación. Hermandad, angustia, arena, lágrimas, profundo silencio, cielo azul. Desde entonces en los escenarios de la danza y el teatro de los 90 hay personajes que levantan la mano diciendo adiós. Alzan la mano y miran largamente, los actores y bailarines, hacia el horizonte. El cubano de los 90 siempre se está yendo. El alma queda en cualquier parte, dividida. Y digo alma, porque no encuentro mejor manera para nombrar a esa mano que nos duele y se nos va a caer de tanto decir adiós.[14]

Gato volante
El gato copulando con la martano pare un gatode piel shakesperiana y estrellada,ni una marta de ojos fosforescentes.Engendran el gato volante.
José Lezama Lima[15]

En los 90 prosperó en Cuba la necesidad de rituales. Sólo hablaré del más reciente. Siete meses duró el desfile de millones de personas movilizadas en todo punto de la isla, y a lo largo del Malecón habanero, para reclamar el retorno del niño Elián González. Todos ustedes conocen esta historia.
Cito el testimonio de un padre habanero:
Mis hijos, de 16 y 17 años, estudiantes del Preuniversitario xxx, en La Habana, acuden en estos meses a actos y marchas uniformados con un pulóver que repite infinitamente, despersonalizándolo, automatizándolo, el rostro de un niño. Van, mis hijos, en cuadro apretado, cercados por los profesores, mientras alguien, megáfono en mano, les orienta un único lema permitido, que ellos deben gritar sólo en el momento en que lo ordenen. La persona del megáfono insiste en el hiato, para que el lema sea escuchado con claridad: “Salvemos / a / Elián”.
Con el regreso, el 28 de junio del 2000, de Elián a Cuba terminó el ritual de “lealtad a la patria” más gigantesco y prolongado que haya tenido lugar nunca en la isla. Pero ha habido otros, en otras épocas, más diáfanos y auténticos.[16] Ha dicho Randy Martin que hay movilizaciones que se le hacen al cuerpo “por la espalda”.[17] Hoy escuché en la radio chilena que el Consejo de Estado de mi país confirió al padre de Elián la Orden Carlos Manuel de Céspedes, por la extraordinaria conducta desempeñada en el rescate de su hijo.[18]
A mediados de los 90 Fidel vistió traje civil por primera vez desde que la memoria recuerda. Cuarenta años de verde olivo y uniforme cayeron ante el empuje de las inevitables mescolanzas, de las zonas liminares, ambiguas y fronterizas, que desata un drama social.
Hoy los rituales de apareamiento del gato y la marta son muchos en Cuba. El último de escala magna lo protagonizaron Fidel y Juan Pablo Segundo. El papa ofició una misa ante más de un millón de personas ¡en la Plaza de la Revolución! Ocurrió en enero de 1998. Yo no les voy a contar ahora de cuántas cosas ha sido testigo esa plaza. Sólo evocaré la escena imborrable de un día de enero cuando el gran pontífice católico y romano bendijo a una multitud apoteósica, detrás de la cual se levantaba el enorme mural del Che que preside la Plaza de la Revolución. El Papa, pues, de cara al Che y, a sus espaldas, la conocida estatua de José Martí y la alta torre que es su monumento.
Alberto Korda, el autor de la foto clásica del Che con boina, estrella y mística mirada que ha recorrido el mundo, ese día estaba en la Plaza, y allí recogió la siguiente imagen a todo color: mural del Che al fondo, técnica en metal, muy visibles sus rasgos; en primer plano, cabezas blancas, negras y mulatas. Sobre el conjunto de las cabezas se alza la imagen de una virgen católica, portada en andas; una bandera cubana, que algún brazo alza, se asoma en medio de las cabezas, el Che y la Virgen. La banda sonora de esta superproducción es de igual nivel de impacto: el Papa (“el viejito”, como lo llamaba el cariñoso pueblo cubano), dialoga con el mar humano, como tantas veces lo ha hecho, desde allí mismo, Fidel, rompiendo el protocolo y reaccionando a la confianzuda muchedumbre, que le grita: “Juan Pablo, amigo, el pueblo está contigo”, “Se ve, se siente, el Papa es buena gente”. Mismo coro habitualmente dirigido a Fidel, pero con los nombres cambiados. Fidel sonríe sobrio, en traje de civil, desde un discreto sitio a la izquierda del altar mayor. Esta historia se llama “el gato volante”.
Me tienta el estudio de la Cuba actual bajo el ángulo del cuerpo y sus connotaciones políticas. Espero volver sobre estos y otros aspectos que ahora sólo quise esbozar, a menos que mi mano también tenga que decir adiós. Habría que reflexionar, por ejemplo, sobre la hipótesis de que los 90 engendraron un cuerpo “suelto”, no solo en el sentido de liberado o desatado, sino "zafado”, salido de su engranaje, de algún modo autónomo o solo. Así se me aparecen, en cierto nivel de análisis, formaciones como el cuerpo cuentapropista y jinetero, el cuerpo de la ilegalidad y el “bisneo”, también el de la anomia. El cuerpo del exilio. Ese cuerpo suelto que imagino, genera escenarios múltiples, que van desde la picaresca hasta el auto-destierro, la locura y el suicidio. Y se me ocurre que prolifera también un cuerpo usurpador, mimético, que se pone y se quita oportunistamente identidades. El cuerpo camaleón que va a las reuniones del CDR con teléfono celular —objeto totalmente estrafalario para el común de los cubanos—, para sentar bien claro su estatus de nuevo rico y “matar con la tecnología” a nuestra pícara premodernidad que pregunta al farsante: ¿y adónde se “enchufa” eso, tú? Hay, creo, un lado de ese cuerpo suelto o zafado, del cuerpo usurpador y travestista, que tiene fuerza renovadora y crítica, que es subversivo y tiene gloria. Además, como me advierte una amiga: quizás no está, tan zafado; forma redes, se encadena, a su nivel. Y eso se merece otra conversada.
¿Qué he tratado de decirles? Que ahora los socialistas no sabemos cómo hacer el socialismo. Eso no es noticia. Pero ¿de quién mejor que del cuerpo se puede decir: “y sin embargo… se mueve”. Y el cuerpo de las cubanas y los cubanos ha hecho aprendizajes profundos. Ahora quizás nos falta confianza en nuestras propias fuerzas o las identificamos mal. Algunos — muchos, probablemente — están cansados y prefieren no pensar, y marchar al compás del altavoz, según aconseja una elemental prudencia o rutina. Pero una comunidad que ha prodigado tanta energía democratizadora en este mundo, quizás otras generaciones que yo no veré, acabará por pedalear de otra manera en la bicicleta, y la bicicleta volverá a ser juego y técnica (es decir, libertad), y podremos entrecruzarnos los ciclistas socialistas, y chocar sin culpa, tomando impulso hacia nosotros mismos, directo por el filo de la navaja, pedaleando hacia la ecología que sí será.
(Aparece una adornada bicicleta e invito al público, al que quiera, a ponerle algún especial “motor” a la bicicleta real. Monto, montamos muchas bicicletas y salimos del salón de conferencias pedaleando.)
Santiago de Chile-Río de Janeiro-La Habana, julio de 2000

[1] Del famoso poema Con las mismas manos, de Roberto Fernández Retamar, escrito en los años 60.
[2] Otra vez, en la Plaza —mediaban los años 70—, lloramos a los jóvenes del equipo nacional de esgrima, muertos por una bomba contrarrevolucionaria puesta en un avión. ¡Qué silencio de un millón de personas en aquella enorme explanada! Y Fidel nos dijo que no nos avergonzáramos de nuestras lágrimas, porque, exclamó: “¡Cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla!”.
[3] Por el otro, con la técnica, la disciplina, lo pautado y el rigor. Lo que se genera en la combinación del caos y la disciplina es la libertad.
[4] La idea de la formación, en Cuba, de una cultura del dogma, ha sido argumentada en varios estudios por el pensador social cubano Fernando Martínez Heredia.
[5] El cimarronaje es una práctica de los siglos XVIII y XIX en los países caribeños y en el Brasil. En su origen consistió en la huida de los esclavos hacia espacios físicos diferentes, de difícil acceso, donde se ponían a salvo de los amos y organizaban una comunidad autónoma, con sus propias reglas. Hoy se suele llamar cimarronaje en los estudios caribeños a estrategias de resistencia, prácticas y mentalidades que evaden el orden de opresión, aunque no alcancen a oponer un claro proyecto alternativo.
[6] Randy Martin: Critical moves. Dance Studies in Theory and Politics, Durham y Londres, Duke University Press, 1998, p. 110.
[7] Ver Victor Turner: The Anthropology of Performance, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1987, pp. 33-71.
[8] Recuerdo qué impacto me causó ver, en 1986, al actor Carlos Pérez Peña, enunciar aquella frase desde un tipo de trabajo actoral muy diferente a los modelos más bien épicos del teatro Escambray. En ese momento de Accidente, el actor incursionó en un tipo de presencia vulnerable y sensitiva, similar a la de su memorable personaje de Té y simpatía, creado muy al principio de los 60. Esta presencia compleja, tan digna como frágil, fue desplegada finalmente por Pérez Peña en el año 2000, en un conmovedor unipersonal de reminiscencia autobiográfica que le valió el Premio Nacional de la crítica teatral.
[9] En 1989, empero, ya algunos temíamos que el giro de timón no había sido suficientemente radical. Nos devolvió la esperanza un memorable llamado del partido, en marzo de 1990, convocando al Cuarto Congreso del Partido. Se invitaba a toda la población a exponer en asambleas de base a todo lo largo de la isla, sin temores, públicamente, sus opiniones críticas, cualesquiera que estas fuesen. La aceleración imprevista del derrumbamiento del Este obligó a posponer la celebración del IV Congreso. Cuando al fin éste se celebró, en 1991, su impulso originario estaba mediatizado. ¿Por qué? No creo que haya una sola respuesta, pero, ciertamente, la apuesta a la democratización fue sustituida por una lógica de tiempos de guerra. La lucha heroica por la sobrevivencia pareció justificar, a los ojos del estado, la centralización suprema en la toma de decisiones, la apelación a la unidad sin matices, la posposición de todo juicio crítico.
[10] La expresión “período especial”, con la que eufemísticamente se designa en Cuba a la época de gran crisis que se abrió en 1990, es una expresión tomada de la doctrina militar soviética, donde se hace referencia a situaciones sociales de alta desestabilización que conformarían un “período especial en tiempos de paz”. —¿Por qué dicen que el período es “especial”? —dice un personaje de una obra reciente del cubano Héctor Quintero. — “Especial”… uno piensa en algo distinto, nuevo… pero éste es de todos los días. Cito de memoria; creo que el bocadillo es de Te sigo queriendo, gran éxito de público en 1997.
[11] Por ejemplo, promueve el consumo de un complejo vitamínico que es vendido a muy bajo precio a la población.
[12] Esto nos enfrenta hoy a la contradicción de que, siendo un país pobre, tenemos un índice de envejecimiento demográfico muy alto, propio de sociedades ricas; pero nuestra economía no está en condiciones de afrontar las consecuencias de este desfase. Nacen pocos, pero mueren muchos menos, gracias a un sistema de salud que, aunque debilitado por la crisis, sigue garantizando una eficiencia básica. La esperanza de vida promedio en Cuba es de 75 años.
[13] En la coreografía Últimos días de una casa, año 96, Marianela Boán exploró la voz. Decía, de un poema de Dulce María Loynaz: “Con un poco de cal yo me compongo/ con un poco de cal y de ternura.” Y la veíamos oscilar entre dos planos: el momento fugaz del cuerpo entero, y el de su desarticulación.
[14] ¿Fue un personaje en la obra Perla marina, de Abilio Estévez, el que pronunció esta frase en 1996?
[15] Epígrafe de la novela de Abel Prieto El vuelo del gato, La Habana, Letras Cubanas, 1999. Abel Prieto, además de escritor, es el Ministro de Cultura de Cuba.
[16] Años pasarán antes de que se haga visible el daño que dejó en el niño, no sólo el horror vivido en el océano donde, a los seis años, vio morir a su madre y quedó a la deriva, sino tanto coro, tanta misa y panfleto desenfrenados a un lado y otro del Canal.
[17] Randy Martin: Critical moves, op. cit.
[18] A mi regreso a, en julio, Elián está viviendo en una espaciosa casa de Miramar, que será su residencia de adaptación antes de regresar a la provincia. La “casa de Elián” está frente a un supermercado de venta en dólares que ha sido cerrado al público, según me informan amablemente los policía que cierran el paso a las calles circundantes. Roberto Chile, realizador de los documentales del Consejo de Estado, informa en una entrevista por televisión que está filmando un documental sobre la “vida cotidiana” de Elián desde que regresó a la isla, labor que realiza con la mayor delicadeza, con una sola cámara que sigue con discreción al niño para que este no se sienta “asediado”.