En 1934 el poeta chileno Vicente Huidobro, fundador del creacionismo, escribe una obra vanguardista sobre la inestabilidad política en un país lunense.
Fifí Fofó y Lulú Lalá, amantes de los dos candidatos a presidente, esperan en la plaza los resultados del escrutinio. Sorpresivamente resulta electo Juan Juanes, el tercero no previsto. El gran Anciano presenta con un discurso al nuevo presidente:
Anciano: […] Los disociadores del orden público y los predicadores de absurdas doctrinas sociales no pierden ocasión para amenazar en sus mismas bases el orden perfecto del país y arrastrarnos al caos. Sí, señores, ellos quieren arrastrarnos al cacaos, al cacaos terriblemente cacaótico. 126
Voces de multitud: Queremos pan
Queremos pan y trabajo
Juan Juanes pronuncia un inolvidable discurso ante las masas:
Juan Juanes: Señores y conciudadanos: la patria en solemífados momentos me elijusna para directar sus destídalos y salvantiscar sus princimientos y legicipios sacropanzos. No me ofuspantan los bochingarios que parlatrigan y especusafian con el hambrurio de los hambrípedos. No me ofuspantan los revoltarios, lo infiternos desconfitechos que amotibomban el poputracio. No me ofuspantan los sesandigos, los miserpientos, los complotudios. La patria me clamacita y yo acucorro a su servitidio cual buen patrófago, porque la patria es el prinmístino sentimestable de un coramento bien nastingado.127
Pero no cesa el descontento en la ciudad. Mientras el gobierno encarcela a los “colectivistas” revoltosos, Fifí Fofó y Lulú Lalá compiten para tomar posesión de la alcoba del primer mandatario.
Fifí Fofó: Quiero ser presidenta, quiero ser presidenta.
Presidente: Qué hermosura. Es una estrella en el fondo de un lago. ¿Me permite usted que le pellizque una nalga? 136
Las voces del pueblo continúan: “Queremos pan, queremos pan”.
Así las cosas, el general Sotavento le da un golpe de estado a Juan Juanes. De acto en acto, y de motín en motín, el poder pasa sucesivamente a manos de los bomberos, a las de Permanganato, jefe de los sastres, que se proclama Rey, a los cojos y a los relojeros. En el quinto acto la patria lunense se ha transformado en un imperio teocrático que rinde culto al Archisol. A espaldas del monarca Nadir I, los Sumos Sacerdotes se roban las alcancías del templo (“La alcancía es el termómetro de la fe”.)177
Entonces, un grupo de estudiantes universitarios idealistas se complota para cambiar el mundo. Buscan el apoyo de la prensa pero el famoso periodista declina comprometerse. Les explica a los inexpertos revolucionarios que, en realidad, los periódicos viven de los industriales, de los ministros y de los especuladores y que no tienen ninguna necesidad de escribir la verdad. 184
En la luna, escrita en 1934, solo se estrenará en 1965.
En 1937 el poeta brasileño Oswald de Andrade, el autor del Manifiesto Antropófago, escribe El rey de la vela, considerada el primer texto teatral del modernismo brasileño. Los protagonistas se llaman Abelardo y Eloísa, como los amantes medievales. Abelardo I, Rey de la Vela, es un prestamista que se aprovecha de la crisis económica que azota al país. Viste como un domador de circo y sus deudores gritan, encerrados en una jaula que ha instalado en su oficina. Representa la burguesía nacional en auge, pero él sabe que “la llave milagrosa de la fortuna es una llave yale”.
Abelardo I: [...] Os países inferiores têm que trabalhar para os países superiores como os pobres trabalham para os ricos. [...] Eu sei que sou um simples feitor do capital estrangeiro. Um lacaio, se quiserem! Mas não me queixo. É por isso que possuo uma lancha, uma ilha e você...
Abelardo I especula con el café brasileño y fabrica y vende velas. Pronto estas serán artículo de primera necesidad porque la crisis amenaza a las empresas eléctricas. Además, la costumbre popular es enterrar a sus muertos con una vela en la mano, así que Abelardo I “gana un tostón con cada muerto nacional”. Él tiene un doble que se llama Abelardo II y que es su empleado. Abelardo II aspira en secreto a destronar a su jefe pero por el momento lo duplica, como si fuera un espejo.
Heloísa de Lesbos (quizá lesbiana), es la novia de Abelardo I. Se van a casar por conveniencia. Ella es la heredera de un Coronel de la aristocracia rural y Abelardo está implementando un nuevo modo de ser terrateniente, en modalidad capitalista. Está Pinote, un intelectual neutral. Y Mr. Jones, el inevitable capitalista extranjero:
Abelardo I: Os ingleses e americanos temem por nós. Estamos ligados ao destino deles. Devemos tudo o que temos e o que não temos. Hipotecamos palmeiras... quedas de águas. Cardeais!
Sin que Abelardo I se oponga, Heloísa de Lesbos entabla un romance con Mr. Jones. Su hermano, Totó Fruta-do-Conde es homosexual y la madre, Doña Cesarina, se va a la cama con Abelardo I. Otro hermano de Heloisa sueña con fundar una “milicia patriótica” para mantener a raya a los campesinos. Es muy parecida a un movimiento fascista. La idea no disgusta a Abelardo I.
En el tercer acto, Abelardo I, vencido por Abelardo II, está arruinado y se acerca su final. Rechaza la proposición de Heloísa de huir juntos:
Abelardo I: [...] Vou até o fim. O meu fim! A morte no terceiro Ato. [...] (Fita em silêncio os espectadores) Estão aí? Se quiserem assistir a uma agonia alinhada esperem!
En efecto, llegado el quinto acto Andrade despliega un teatro dentro del teatro. Abelardo da instrucciones a los tramoyistas sobre el manejo oportuno del telón, y haciendo salir al apuntador de su concha le entrega un revólver para que le dispare.
Sus últimas palabras son para Abelardo II. Con una sucinta lección de marxismo le explica que la burguesía está condenada a desaparecer ante la acción unida de los proletarios; pero que, mientras tanto, la aristocracia rural y la burguesía nacional vivirán sometidas al capital extranjero. Encarga que lo entierren con una vela barata en las manos y muere. Mr. Norton contempla satisfecho la boda de Abelardo II y Heloísa y exclama: "Oh! Good Business!"
El rey de la vela, escrita entre 1933 y 1937, solo se estrenará 30 años después, en 1967, en una puesta histórica de José Celso Martinez Corrêa que inaugura el movimiento tropicalista brasileño.
Es evidente la mirada corrosiva de estas obras, escritas por poetas vanguardistas, sobre sus sociedades respectivas. Estilísticamente las une un teatralismo surrealista y en Huidobro hay un tributo al esperpento de Valle Inclán, el otro extraño vanguardista español. Rota la ilusión teatral, el delirio grotesco desnuda funcionamientos perversos, en política, en ética y en economía. Los dos escriben por cuadros independientes, sin interés en la concatenación aristotélica de las acciones ni elaboración psicológica verista de los personajes. Y en los dos casos hay alusiones al marxismo y sus categorías, explícitas — aunque paródicas — en Andrade.
Parecen por momentos brechtianos, pero ninguno ha leído a Brecht. Siendo poetas, la palabra brilla hasta el disparate, y Huidobro produce una joya del juego lingüístico con el discurso presidencial.
El teatro elige la antipoesía para presentar su feroz diagnóstico sobre la vida nacional. Podríamos conjeturar sobre las razones de que, en su momento de escritura, estos textos no se estrenaran: por un lado, censura política y regímenes de mano dura. Por el otro, ausencia de agrupaciones teatrales experimentales y de oficio escénico capaz de procesar este teatralismo fino y extremo.
Un tercer dramaturgo que pudiéramos adscribir a las primeras escrituras de vanguardia corre mejor suerte. Cuando el argentino Roberto Arlt estrena Saverio el Cruel, en 1936, no solo existe ya una institución teatral idónea para acogerlo sino que es ella misma la que lo ha estimulado a escribir teatro y la que se hace cargo — hasta donde el oficio escénico de la época le permite, claro — de su rara escritura.
Saverio el cruel es el drama de un pobre vendedor de mantequilla y de su trágico destino cuando, atrapado en la identidad de un personaje de ficción, el dictador Saverio, muere atrapado en un juego de teatro dentro del teatro. El grupo que la estrena se llama Teatro del Pueblo, y enseguida volveremos sobre él.
En 1937, cuando Andrade publica El rey de la vela, en México Rodolfo Usigli termina de escribir El gesticulador. Sería excesivo considerar “vanguardista” la obra de Usigli, muy embebida de un concepto ibseniano. Pero…
Un profesor de historia experto en Revolución Mexicana es confundido con un personaje real de la Revolución. Entre consciente y embrujado, el profesor se hace cargo de su héroe y afronta su final trágico. Hay de nuevo juego de espejos, ambigüedad y confusión de las identidades. Es el primer drama donde toca fondo una visión de la Revolución Mexicana, a quince años de concluida la guerra. El personaje de César Rubio, el profesor ¿finge o realmente es o cree ser el líder revolucionario?
La trascendente obra de Usigli permanecerá sin estrenar diez años por razones de censura. Cuando al fin en 1947 sube a los escenarios, con corteses pretextos es sacada de la cartelera a los pocos días. Demasiado dura aquella crítica cuando la revolución ya ha sido sacralizada por el discurso oficial.
El peruano César Vallejo, el grande de una singular vanguardia en la poesía iberoamericana, escribe teatro en París, entre 1930 y 1937. Sabemos que Louis Jouvet le rechaza una obra de tema proletario en 1930, pero se han perdido el manuscrito de Vallejo y la carta de Jouvet. Otras dos, posteriores, también hablan de la lucha obrera. La última, cuando en 1937 el poeta está devastado por las derrotas de la República Española, es La piedra cansada, obra póstuma, posterior al poemario España, aparta de mí este cáliz.
La piedra cansada entra tangencialmente, a mi modo de ver, en el ambiente de las vanguardias latinoamericanas por el costado del tema indio: es una especie de oratorio de ambiente incaico que actualiza mitos ancestrales. Vallejo parece reivindicar en este drama una ética perdida por la modernidad occidental: historia y política inseparables de la fe encarnada; el amor y el poder como cultura. Estamos en una senda cercana a la de su contemporáneo Mariátegui. Estilísticamente, no obstante, falta ligereza a la estructura y el autor se ha excedido en solemnidad. El impulso vangardista queda a medio camino, demasiado sujeto a un patrón de tragedia clásica.
En este mismo camino de escritores que piensan el teatro latinoamericano en la encrucijada entre formas nuevas y una perspectiva etnológica, tenemos al guatemalteco Miguel Angel Asturias en un temprano ensayo de 1930.
Asturias, exiliado por causas políticas entre 1923 y 1933, ha presenciado en París los experimentos de Artaud y Roger Vitrac en el Teatro Alfred Jarry, participa del movimiento surrealista, lo une a Picasso veneración y amistad, y en 1930, en París, redacta el ensayo “Réflexions sur la possibilité d’un théâtre américain d’inspiration indigène” . Allí se lee:
...el teatro debe incorporar la exuberante naturaleza americana no en forma de escenografía sino en forma de aliento, de símbolo, de potencia verbal que, por fuerza de la evocación, llegan a crear una atmófera nueva, la atmósfera de la escena americana.Obregon op cit ´reflexiones p. 201
Las soluciones de ese teatro americano que imagina Asturias son de una escena al aire libre, que narra mediante cuadros breves yuxtapuestos, mínima escenografía, árboles enormes que podrán caminar y hablar, aprovechamiento de ritos americanos. Señala Obregón “La concepción de Asturias coincide en muchos aspectos con los postulados del surrealismo” y “con algunas ideas estéticas de E.G. Craig (1872-1966), en el sentido de concederle importancia al color, al movimiento, a la danza y al mimo, en la puesta en escena, elementos también esenciales de la tradición teatral maya-quiché.” Obregón p 204
Observa Obregón la convergencia con Artaud en cuanto al empleo de material mítico, decorado no realista, máscaras, “en fin, la creación de una atmósfera insólita, fantástica hasta lo absurdo, son puntos comunes indiscutibles entre ambos creadores”. Obregón p. 204
La diferencia con Artaud, subraya el estudioso, estaría en “la exigencia de un teatro social que se haga cargo de la conflictiva problemática latinoamericana”. p. 204
Y también parecería obligado reconocer, en las ideas de Asturias sobre una dramaturgia compuesta como serie de escenas autónomas un anticipo del teatro épico, y principios de Piscator y Brecht, a los que entonces no conoce.
Para el teatro americano pide Asturias magia telúrica que no realismo, y un lenguaje «que sea alado, libre, religioso». Su primer intento, de ese mismo año, será Cuculcán, teatralización de un mito maya-quiché, publicada más tarde en las Leyendas de Guatemala.
En Chile y Brasil, hemos visto, pues, a escritores que recuerdan a Mayakovski y que parecen nacidos para los escenarios revolucionarios de Meyerhold: antinaturalistas, políticos y combativos.
En Perú y Guatemala, una idea de renovación teatral asociada al rescate de la cultura indígena en lo que estas tienen de mágico, telúrico, no racional.
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domingo, 29 de noviembre de 2009
Latinoamericanos en París (II)
Vanguardias latinoamericanas y cultura nacional
Todavía nos falta considerar la última complicación que enfrenta el estudioso de la cultura latinoamericana para hablar de las “vanguardias” de los años 20-30 en nuestros países.
Nunca antes la mirada de artistas e intelectuales latinoamericanos estuvo tan atenta a Europa ni hubo tal culto a París. Nunca antes, como en los años 20 y 30, fueron nuestros artistas e intelectuales tan hipersensibles al tema de una “identidad” propia, ajena a las lógicas metropolitanas. Esta paradoja fecunda está en el corazón del arte de vanguardia latinoamericano.
Son también los años en que las clases medias comienzan a competir por el poder político y en que el movimiento obrero americano se desplaza del anarquismo hacia el marxismo. Es necesario, desde estos escenarios nuevos, formular un proyecto alternativo a la idea de la nación burguesa que quiere descansar sobre la homogeneidad supuesta de un país que no existe.
Mientras la Europa de posguerra es un hervidero de creatividad, en la Salle Comœdia de París se escenifican poemas de Tristan Tzara, Guillaume Apollinaire... y Vicente Huidobro. París es una fiesta.
Candorosos, pero sin servilismo, nuestras jóvenes promesas van en peregrinación a la meca del arte. Con becas o de polizones en los barcos llegan a la vieja Europa y recorren febriles Saint-Germain-des-Prés. Discuten con los maestros europeos proyectos de humanidad mejor y formas nuevas de imaginar.
Por efecto de extrañamiento, Europa los ayuda a destilar imágenes de lo propio y a decantar la diferencia. La lista de los latinoamericanos que en los años 20 hacen obras emblemáticas en la capital francesa sería interminable. Pero recordaré al voleo que el cubano Víctor Manuel pinta allí su Gitana Tropical, y el brasileño Portinari, su mítico Palaninho. El chileno Huidobro escribe en París la primera versión de Altazor y el argentino Leopoldo Marechal, los capítulos iniciales de Adán Buenos Aires. Allí publica el cubano Carpentier, entre otras, su Lettre des Antilles para fustigar lo que él considera una “negrofilia” esencialista de las vanguardias francesas. Allí el estudiante Miguel Ángel Asturias traduce el Popol Vuh, el libro quiché; y el sabio haitiano Jean Price-Mars publica Ainsi parla l'oncle, obra pionera de la etnología latinoamericana.
Es la fiebre cosmopolita y parisina lo que contribuye a poner en primer plano de la conciencia de muchos artistas latinoamericanos la pregunta sobre la identidad: ¿Quiénes somos los peruanos y cubanos, los argentinos, uruguayos y brasileños, los haitianos y mexicanos? ¿Qué nos representa? ¿Cuál es nuestro rostro?
Se están difundiendo en estos mismo años nuevas disciplinas y tecnologías del pensamiento que estimulan tal indagación: antropología, psicoanálisis, marxismo...
Es también este el momento en que muchos intelectuales latinoamericanos, incitados por el triunfo de la revolución rusa, abrazan la ideología marxista. Sobre las sensibilidades golpea maciza la frase de Barbusse: “La liberté et la fraternité sont des mots, tandis que l'égalité est une chose.” Muchos entran al marxismo a través de Henri Lefebvre y sus visiones humanistas. Muchos viajan a Moscú. Ni siquiera imaginamos hoy cuántos grandes latinoamericanos en los años 20 y 30 fueron comunistas de partido (como el profundo Vallejo); aunque después algunos abandonaran la militancia al evidenciarse el viraje estalinista.
Mestizo, pobre e iluminado, Vallejo es comunista en París. Y lo es su compatriota José Carlos Mariátegui, que descubre en los años 20, en Milán, las visiones nuevas de Gramsci.
De su estancia en Europa el gran peruano regresa a América con una revolución en su cabeza y funda la revista Amauta (1926-1930). Ya ve claro un marxismo latinoamericano, sin dogmas y centrado en lo cultural. Surgen en cada país revistas fundadoras del debate intelectual americano. En las páginas de Amauta se dan cita las vanguardias artísticas y políticas del mundo: Romain Rolland y Marinetti, Jorge Luis Borges y Julio Antonio Mella; Miguel de Unamuno y André Breton, Lenin y Freud.
[...] consideraremos al Perú dentro del panorama del mundo. Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos. Todo lo humano es nuestro. (J. C. Mariátegui en la presentación del primer número de Amauta.)
Similar programa tiene la cubana Revista de Avance (1927-1930) fundada por Alejo Carpentier, Jorge Mañach y Juan Marinello.
En Brasil el estilo es otro. El vanguardismo (o “modernismo” como le llamaron ellos), nace en la Semana de Arte Moderno de 1922, que está pensada como una gran performance. En el Teatro Municipal de Sao Paulo se desgrana durante siete días un programa despiadado contra el tradicionalismo y el estancamiento de la cultura de academia. Está organizada por el pensador y escritor Mário de Andrade y la pintora Tarsila do Amaral. Ella es la inventora del surrealismo a la brasileña con su célebre cuadro Abaporu (el hombre que come), de 1929. Él escribirá en 1928 Macunaíma, saga sobre un héroe que nace indio, se vuelve negro y finalmente es blanco y vuela por todo Brasil sobre las alas de un pájaro. Fueron secundados por el compositor Heitor Villa-Lobos — que estuvo en el programa con sus Danzas Africanas — y otros excelsos detractores de la academia.
Frente a la Europa inevitable y suculenta el brasileño Oswald de Andrade propone invertir los términos y, en 1928, produce su Manifiesto Antropófago:
Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente.
Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz.
Tupi, or not tupi, that is the question.
Contra todas las catequesis. Y contra la madre de los Gracos.
Sólo me interesa lo que no es mío. [...]
Queremos la Revolución Caraiba. Más grande que la Revolución Francesa. La unificación de todas las revueltas eficaces en la dirección del hombre. Sin nosotros Europa no tendría siquiera su pobre declaración de los derechos del hombre.
Después de los años 20 será imposible el nativismo ingenuo y parroquial. El Manifiesto Antropófago resume la sofisticación del alma americana, cualquiera que sea el significado de las palabras alma y sofisticación.
Todavía nos falta considerar la última complicación que enfrenta el estudioso de la cultura latinoamericana para hablar de las “vanguardias” de los años 20-30 en nuestros países.
Nunca antes la mirada de artistas e intelectuales latinoamericanos estuvo tan atenta a Europa ni hubo tal culto a París. Nunca antes, como en los años 20 y 30, fueron nuestros artistas e intelectuales tan hipersensibles al tema de una “identidad” propia, ajena a las lógicas metropolitanas. Esta paradoja fecunda está en el corazón del arte de vanguardia latinoamericano.
Son también los años en que las clases medias comienzan a competir por el poder político y en que el movimiento obrero americano se desplaza del anarquismo hacia el marxismo. Es necesario, desde estos escenarios nuevos, formular un proyecto alternativo a la idea de la nación burguesa que quiere descansar sobre la homogeneidad supuesta de un país que no existe.
Mientras la Europa de posguerra es un hervidero de creatividad, en la Salle Comœdia de París se escenifican poemas de Tristan Tzara, Guillaume Apollinaire... y Vicente Huidobro. París es una fiesta.
Candorosos, pero sin servilismo, nuestras jóvenes promesas van en peregrinación a la meca del arte. Con becas o de polizones en los barcos llegan a la vieja Europa y recorren febriles Saint-Germain-des-Prés. Discuten con los maestros europeos proyectos de humanidad mejor y formas nuevas de imaginar.
Por efecto de extrañamiento, Europa los ayuda a destilar imágenes de lo propio y a decantar la diferencia. La lista de los latinoamericanos que en los años 20 hacen obras emblemáticas en la capital francesa sería interminable. Pero recordaré al voleo que el cubano Víctor Manuel pinta allí su Gitana Tropical, y el brasileño Portinari, su mítico Palaninho. El chileno Huidobro escribe en París la primera versión de Altazor y el argentino Leopoldo Marechal, los capítulos iniciales de Adán Buenos Aires. Allí publica el cubano Carpentier, entre otras, su Lettre des Antilles para fustigar lo que él considera una “negrofilia” esencialista de las vanguardias francesas. Allí el estudiante Miguel Ángel Asturias traduce el Popol Vuh, el libro quiché; y el sabio haitiano Jean Price-Mars publica Ainsi parla l'oncle, obra pionera de la etnología latinoamericana.
Es la fiebre cosmopolita y parisina lo que contribuye a poner en primer plano de la conciencia de muchos artistas latinoamericanos la pregunta sobre la identidad: ¿Quiénes somos los peruanos y cubanos, los argentinos, uruguayos y brasileños, los haitianos y mexicanos? ¿Qué nos representa? ¿Cuál es nuestro rostro?
Se están difundiendo en estos mismo años nuevas disciplinas y tecnologías del pensamiento que estimulan tal indagación: antropología, psicoanálisis, marxismo...
Es también este el momento en que muchos intelectuales latinoamericanos, incitados por el triunfo de la revolución rusa, abrazan la ideología marxista. Sobre las sensibilidades golpea maciza la frase de Barbusse: “La liberté et la fraternité sont des mots, tandis que l'égalité est une chose.” Muchos entran al marxismo a través de Henri Lefebvre y sus visiones humanistas. Muchos viajan a Moscú. Ni siquiera imaginamos hoy cuántos grandes latinoamericanos en los años 20 y 30 fueron comunistas de partido (como el profundo Vallejo); aunque después algunos abandonaran la militancia al evidenciarse el viraje estalinista.
Mestizo, pobre e iluminado, Vallejo es comunista en París. Y lo es su compatriota José Carlos Mariátegui, que descubre en los años 20, en Milán, las visiones nuevas de Gramsci.
De su estancia en Europa el gran peruano regresa a América con una revolución en su cabeza y funda la revista Amauta (1926-1930). Ya ve claro un marxismo latinoamericano, sin dogmas y centrado en lo cultural. Surgen en cada país revistas fundadoras del debate intelectual americano. En las páginas de Amauta se dan cita las vanguardias artísticas y políticas del mundo: Romain Rolland y Marinetti, Jorge Luis Borges y Julio Antonio Mella; Miguel de Unamuno y André Breton, Lenin y Freud.
[...] consideraremos al Perú dentro del panorama del mundo. Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos. Todo lo humano es nuestro. (J. C. Mariátegui en la presentación del primer número de Amauta.)
Similar programa tiene la cubana Revista de Avance (1927-1930) fundada por Alejo Carpentier, Jorge Mañach y Juan Marinello.
En Brasil el estilo es otro. El vanguardismo (o “modernismo” como le llamaron ellos), nace en la Semana de Arte Moderno de 1922, que está pensada como una gran performance. En el Teatro Municipal de Sao Paulo se desgrana durante siete días un programa despiadado contra el tradicionalismo y el estancamiento de la cultura de academia. Está organizada por el pensador y escritor Mário de Andrade y la pintora Tarsila do Amaral. Ella es la inventora del surrealismo a la brasileña con su célebre cuadro Abaporu (el hombre que come), de 1929. Él escribirá en 1928 Macunaíma, saga sobre un héroe que nace indio, se vuelve negro y finalmente es blanco y vuela por todo Brasil sobre las alas de un pájaro. Fueron secundados por el compositor Heitor Villa-Lobos — que estuvo en el programa con sus Danzas Africanas — y otros excelsos detractores de la academia.
Frente a la Europa inevitable y suculenta el brasileño Oswald de Andrade propone invertir los términos y, en 1928, produce su Manifiesto Antropófago:
Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente.
Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz.
Tupi, or not tupi, that is the question.
Contra todas las catequesis. Y contra la madre de los Gracos.
Sólo me interesa lo que no es mío. [...]
Queremos la Revolución Caraiba. Más grande que la Revolución Francesa. La unificación de todas las revueltas eficaces en la dirección del hombre. Sin nosotros Europa no tendría siquiera su pobre declaración de los derechos del hombre.
Después de los años 20 será imposible el nativismo ingenuo y parroquial. El Manifiesto Antropófago resume la sofisticación del alma americana, cualquiera que sea el significado de las palabras alma y sofisticación.
domingo, 22 de noviembre de 2009
Latinoamericanos en París (I)
En medio de la Primera Guerra Mundial se inicia en Europa otra conmoción: “las vanguardias”.
Se denomina así a un conjunto muy diverso de tendencias que, en avalancha, introducen cambios radicales en todo tipo de forma artística. Cuestionan la autoridad de las academias, de los clásicos, del racionalismo y de la representación realista, y lo hacen en nombre de la libertad, la imaginación, la tecnología, la velocidad y hasta del socialismo. Es, sobre todo, una cruzada contra: contra toda la cultura burguesa y bienpensante. El movimiento se extiende aproximadamente entre 1915 y 1939, cuando estalla la próxima guerra. De la ferocidad de la primera nace una carga de energía inconformista como no se veía desde la Modernidad temprana o Renacimiento. Y, también, un sentimiento de frustración ante el derrumbe de los grandes ideales: no hay más verdad ni estabilidad, ni es cierta la estructura, la armonía, el orden y el viejo humanismo. Solo hay espejismos y falacias. Solo el arte puede romper con este círculo de desgaste cultural ejerciendo su suprema libertad de experimentar con lo desconocido e inventar mundos. La primera misión de las vanguardias (cubismo, dadaísmo, futurismo, abstraccionismo, surrealismo, expresionismo…) es negar lo que hay. El arte está en otra parte.
Las vanguardias desprecian la “ilusión de real” y toda forma fácilmente legible, razonable, estructurada, lineal y coherente. La apuesta es a la desconstrucción, a la antifiguración, a la aventura de la forma por sí misma, despegada del referente obvio. Se proclama, además, la indagación en zonas inconscientes o “irracionales” y se admira el vigor de culturas no europeas, tenidas como exóticas y “primitivas”. Toda violencia contra la representación normalizada de las relaciones y las cosas, todo gesto que derribe la apariencia manoseada y capture desarreglos, combinaciones insólitas, zonas secretas, mundos “otros”, toda bomba a la rutina y al canon es bienvenida. La lucha de fondo es contra el secreto mejor guardado de la burguesía: su principio autoritario y su falsa moral. Para las vanguardias, el arte es un triunfo de la vida sobre la realidad.
En este espíritu se inscribe el manifiesto Non serviam (No te serviré), de 1914, del poeta chileno Vicente Huidobro:
Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. […] Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.
En la literatura dramática europea las vanguardias tienen sus precursores más cercanos, a fines del siglo XIX, en el simbolismo de Maeterlinck y en la anticipación surrealista y absurda de Jarry. En América Latina hay precedentes que hoy deslumbran: El gigante Amapolas (1842), del argentino Juan Bautista Alberdi, sátira política que parece dramaturgia del absurdo; o los apuntes de José Martí para la tragedia Chac Mool (ca. 1880), donde imagina una escena americana ritualizada y de tema indígena que se diría artaudiana. Curiosamente, todo este teatro latinoamericano anticipador de vanguardias estéticas es político, y al mismo tiempo poético y despegado del realismo.
Ahora bien, es preciso recordar que el teatro tiene singularidades que marcan una diferencia con otras artes. En época de antirrealismo, todavía cabe preguntarse por el papel revolucionario del moderno drama realista de corte ibseniano. En el mismo momento en que otras artes vuelven la espalda al principio de representación ¿no se han asomado Ibsen, Strindberg y Chéjov a técnicas de escritura que insinúan colocar escénicamente la voz y el cuerpo en zonas de oscuridad o incongruencia? ¿No son los grandes realistas del drama moderno los primeros en desplegar la estrategia de un no dicho que demanda actuación en la ambigüedad? ¿No son ellos los primeros en llenar de agujeros la escritura poniendo en peligro la fluidez aristotélica? Ibsen y Strindberg hilan tan fino y tan hondo en la escritura que, en escena, las acciones a veces parecen perder el nexo causal. Capturan psiquismo profundo y este, actuado, no admite literalidad ni dilucidación. El “realista” Chéjov, además de quebrar la linealidad y el progresismo aristotélicos, es quizá el primero en abrir en la dramaturgia el lugar de la no representación, de lo que sucede fuera de discurso y el primero en exhibir una acción paralizada y desviada, sin objeto. Puro deseo sin salida.
Cuando la gran dramaturgia realista moderna figura cuerpo concentrado y extremo, ¿no promueve una salida del actor fuera de la ficción y, por ende, fuera de todo “realismo”? Así, la tarantela que baila Nora en Casa de muñecas sucederá en la historia, pero también fuera de la historia. Hay ciertas calidades de realismo teatral moderno que propician, paradójicamente, cuerpo deslizado hacia el acontecimiento y la antiestructura. Ese realismo, pienso, permite que el teatro, a diferencia de otras artes, conecte la “obra bien hecha” con intensidades performativas que, más allá del estilo, convergen con la arremetida antiburguesa y antifigurativa de las vanguardias. Recordemos la perturbadora entidad bipolar que es La señorita Julia, de Strindberg.
Otra relación particular entre teatro y vanguardias al abrirse el siglo XX es la que se deriva del surgimiento de una nueva categoría: la puesta en escena abre una nueva era en la historia del teatro occidental. Una nueva filosofía impone reconsideraciones sobre la parte viva de lo teatral; la escena, aunque sigue referida a un modelo textual, asume tareas performativas inéditas en el teatro “culto” europeo.
La búsqueda naturalista de la cuarta pared y la ilusión de real es un arma de doble filo. Ronda los escenarios un nuevo rigor que, digamos, por exceso de mímesis, pone un pie del otro lado de lo mimético, y accede a la zona de lo irrepresentable. El “hiperrealismo” físico y material en Antoine, la mística actoral en Stanislavski o Copeau más que realismo predican, en el fondo, encarnación y compromiso del acto escénico total con la “verdad”. Así, la puesta en escena descubre para la tradición occidental lo que orientales, africanos y actores populares de todos los tiempos ya sabían: el teatro es un arte capaz de producir verdad sin referente.
Y están, además, los maestros de la puesta en escena no realistas: un Meyerhold o un Craig, que se rebelan contra el naturalismo y la sumisión del teatro al texto, acentuando zonas de abstracción y visualidad en lo actoral y escenográfico.
De modo que, para hablar de vanguardias y antirrealismos referidos al teatro, habrá que examinar con mucha atención lo que está sucediendo en el juego doble texto-performance en los inicios del siglo XX y reconocer cómo determinadas dramaturgias abren terrenos de performance teatral donde la categoría “realismo” se vuelve resbaladiza. Y es allí, en el plano de performance, donde aparecen a veces las lógicas teatrales de vanguardia en el teatro latinoamericano y donde se reformulan lo estético y sus rutinas.
Un último dato crucial para los años que ahora entramos a examinar: desde 1917 hay revolución en Rusia y turbulencia en el enfoque sobre la relación vanguardia artística-vanguardia política. La Rusia bolchevique se debate entre irrealismos iluminados que invocan como su inspiración al “hombre nuevo” y una tendencia dogmática que ha comenzado a oponer realismo a “formalismo”, como si el juego atrevido no figurativo con la forma fuera “burgués” y el realismo, “proletario”. Al llamado “formalismo” se le endilga apoliticismo o elitismo alejado del “pueblo”. Hay sospecha levantada sobre todo arte que no acepte ser “reflejo” de la realidad y, muerto Lenin, la deformación populista del “realismo socialista” se desboca.
Este debate es de especial relevancia en América Latina, donde la tradición intelectual viene debatiendo hace dos siglos la relación entre estética y política, entre libertad y compromiso social de los artistas.
Se denomina así a un conjunto muy diverso de tendencias que, en avalancha, introducen cambios radicales en todo tipo de forma artística. Cuestionan la autoridad de las academias, de los clásicos, del racionalismo y de la representación realista, y lo hacen en nombre de la libertad, la imaginación, la tecnología, la velocidad y hasta del socialismo. Es, sobre todo, una cruzada contra: contra toda la cultura burguesa y bienpensante. El movimiento se extiende aproximadamente entre 1915 y 1939, cuando estalla la próxima guerra. De la ferocidad de la primera nace una carga de energía inconformista como no se veía desde la Modernidad temprana o Renacimiento. Y, también, un sentimiento de frustración ante el derrumbe de los grandes ideales: no hay más verdad ni estabilidad, ni es cierta la estructura, la armonía, el orden y el viejo humanismo. Solo hay espejismos y falacias. Solo el arte puede romper con este círculo de desgaste cultural ejerciendo su suprema libertad de experimentar con lo desconocido e inventar mundos. La primera misión de las vanguardias (cubismo, dadaísmo, futurismo, abstraccionismo, surrealismo, expresionismo…) es negar lo que hay. El arte está en otra parte.
Las vanguardias desprecian la “ilusión de real” y toda forma fácilmente legible, razonable, estructurada, lineal y coherente. La apuesta es a la desconstrucción, a la antifiguración, a la aventura de la forma por sí misma, despegada del referente obvio. Se proclama, además, la indagación en zonas inconscientes o “irracionales” y se admira el vigor de culturas no europeas, tenidas como exóticas y “primitivas”. Toda violencia contra la representación normalizada de las relaciones y las cosas, todo gesto que derribe la apariencia manoseada y capture desarreglos, combinaciones insólitas, zonas secretas, mundos “otros”, toda bomba a la rutina y al canon es bienvenida. La lucha de fondo es contra el secreto mejor guardado de la burguesía: su principio autoritario y su falsa moral. Para las vanguardias, el arte es un triunfo de la vida sobre la realidad.
En este espíritu se inscribe el manifiesto Non serviam (No te serviré), de 1914, del poeta chileno Vicente Huidobro:
Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. […] Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.
En la literatura dramática europea las vanguardias tienen sus precursores más cercanos, a fines del siglo XIX, en el simbolismo de Maeterlinck y en la anticipación surrealista y absurda de Jarry. En América Latina hay precedentes que hoy deslumbran: El gigante Amapolas (1842), del argentino Juan Bautista Alberdi, sátira política que parece dramaturgia del absurdo; o los apuntes de José Martí para la tragedia Chac Mool (ca. 1880), donde imagina una escena americana ritualizada y de tema indígena que se diría artaudiana. Curiosamente, todo este teatro latinoamericano anticipador de vanguardias estéticas es político, y al mismo tiempo poético y despegado del realismo.
Ahora bien, es preciso recordar que el teatro tiene singularidades que marcan una diferencia con otras artes. En época de antirrealismo, todavía cabe preguntarse por el papel revolucionario del moderno drama realista de corte ibseniano. En el mismo momento en que otras artes vuelven la espalda al principio de representación ¿no se han asomado Ibsen, Strindberg y Chéjov a técnicas de escritura que insinúan colocar escénicamente la voz y el cuerpo en zonas de oscuridad o incongruencia? ¿No son los grandes realistas del drama moderno los primeros en desplegar la estrategia de un no dicho que demanda actuación en la ambigüedad? ¿No son ellos los primeros en llenar de agujeros la escritura poniendo en peligro la fluidez aristotélica? Ibsen y Strindberg hilan tan fino y tan hondo en la escritura que, en escena, las acciones a veces parecen perder el nexo causal. Capturan psiquismo profundo y este, actuado, no admite literalidad ni dilucidación. El “realista” Chéjov, además de quebrar la linealidad y el progresismo aristotélicos, es quizá el primero en abrir en la dramaturgia el lugar de la no representación, de lo que sucede fuera de discurso y el primero en exhibir una acción paralizada y desviada, sin objeto. Puro deseo sin salida.
Cuando la gran dramaturgia realista moderna figura cuerpo concentrado y extremo, ¿no promueve una salida del actor fuera de la ficción y, por ende, fuera de todo “realismo”? Así, la tarantela que baila Nora en Casa de muñecas sucederá en la historia, pero también fuera de la historia. Hay ciertas calidades de realismo teatral moderno que propician, paradójicamente, cuerpo deslizado hacia el acontecimiento y la antiestructura. Ese realismo, pienso, permite que el teatro, a diferencia de otras artes, conecte la “obra bien hecha” con intensidades performativas que, más allá del estilo, convergen con la arremetida antiburguesa y antifigurativa de las vanguardias. Recordemos la perturbadora entidad bipolar que es La señorita Julia, de Strindberg.
Otra relación particular entre teatro y vanguardias al abrirse el siglo XX es la que se deriva del surgimiento de una nueva categoría: la puesta en escena abre una nueva era en la historia del teatro occidental. Una nueva filosofía impone reconsideraciones sobre la parte viva de lo teatral; la escena, aunque sigue referida a un modelo textual, asume tareas performativas inéditas en el teatro “culto” europeo.
La búsqueda naturalista de la cuarta pared y la ilusión de real es un arma de doble filo. Ronda los escenarios un nuevo rigor que, digamos, por exceso de mímesis, pone un pie del otro lado de lo mimético, y accede a la zona de lo irrepresentable. El “hiperrealismo” físico y material en Antoine, la mística actoral en Stanislavski o Copeau más que realismo predican, en el fondo, encarnación y compromiso del acto escénico total con la “verdad”. Así, la puesta en escena descubre para la tradición occidental lo que orientales, africanos y actores populares de todos los tiempos ya sabían: el teatro es un arte capaz de producir verdad sin referente.
Y están, además, los maestros de la puesta en escena no realistas: un Meyerhold o un Craig, que se rebelan contra el naturalismo y la sumisión del teatro al texto, acentuando zonas de abstracción y visualidad en lo actoral y escenográfico.
De modo que, para hablar de vanguardias y antirrealismos referidos al teatro, habrá que examinar con mucha atención lo que está sucediendo en el juego doble texto-performance en los inicios del siglo XX y reconocer cómo determinadas dramaturgias abren terrenos de performance teatral donde la categoría “realismo” se vuelve resbaladiza. Y es allí, en el plano de performance, donde aparecen a veces las lógicas teatrales de vanguardia en el teatro latinoamericano y donde se reformulan lo estético y sus rutinas.
Un último dato crucial para los años que ahora entramos a examinar: desde 1917 hay revolución en Rusia y turbulencia en el enfoque sobre la relación vanguardia artística-vanguardia política. La Rusia bolchevique se debate entre irrealismos iluminados que invocan como su inspiración al “hombre nuevo” y una tendencia dogmática que ha comenzado a oponer realismo a “formalismo”, como si el juego atrevido no figurativo con la forma fuera “burgués” y el realismo, “proletario”. Al llamado “formalismo” se le endilga apoliticismo o elitismo alejado del “pueblo”. Hay sospecha levantada sobre todo arte que no acepte ser “reflejo” de la realidad y, muerto Lenin, la deformación populista del “realismo socialista” se desboca.
Este debate es de especial relevancia en América Latina, donde la tradición intelectual viene debatiendo hace dos siglos la relación entre estética y política, entre libertad y compromiso social de los artistas.
sábado, 17 de octubre de 2009
La máscara de lo sutil
El histrión popular latinoamericano del 900 posee rasgos singulares en Brasil y el Caribe y en el Río de la Plata.
En Cuba, se forma desde la segunda mitad del siglo XIX en el teatro bufo, donde crea los tipos del negrito — blanco pintado de negro, con corcho quemado, en un país donde los negros de verdad son esclavos. Tienen contacto con los minstrels del sur de los Estados Unidos, donde también hay esclavitud. Puerto Rico está muy cerca del caso cubano y, de hecho, hay intercambios frecuentes de compañías y artistas del bufo entre ambos países.
Hay negritos en el teatro brasileño? Lo averiguaréxxx.
En Cuba el “actor nacional” del XIX forja complicidades con el independentismo opositor a España. Inseparable de este tipo fijo son la mulata y el gallego, que comletan la trilogía de la raza. En 1900, Cuba pasa a ser república y ya no hay esclavos, pero las estrellas del género, ahora llamado “vernáculo”, continúan reproduciendo las máscaras de la época colonial. Y siguen, desde luego, siendo protagonistas de la música popular cubana.
En Brasil, hay burletas de Artur Azevedo, a fines del XIX, comprometidas con la defensa del abolicionismo y que emplean actores negrosxxx; y hay también un contagio de vieja data entre burleta, teatro de revista y carnaval carioca, donde la dramaturgia conduce un desborde callejero. Por los escenarios del género chico brasileño desfilan personajes de todas las razas y colores y, en la segunda década del XX. La burleta consagra al maxixe voluptuoso, que se empieza a bailar desde el foyer, y junto al malandro aparecen negras y negros de barrio marginal.
En Haití, el griot es el histrión negro muy respetado por la comunidad, que narra y fascina a los públicos de un país qe parece detenido en el tiempo. El griot es experto en transformar su identidad mientras cuenta historias. De este “actor nacional” haitiano, de evidente ancestro africano, salen actores-dramaturgos modernos y posmodernos. Entre el negro y el “blanc”, entre el creole y el francés, Mimi Barthélémy, Frankétienne o Michelle Voltaire representan en la actualidad esta tradición del solo, del carisma y la múltiple identidad.
De modo que, en Brasil y el Caribe, donde las culturas africanas son determinantes, y en el Río de la Plata, con otros cruces de cultura, el “actor nacional” procesa de manera directa y visible una complejidad etnológica propia del país. Unos le ponen su cuerpo a visiones que parodian al negro o que congelan la mulatez en rasgos exteriores, pero también hacen cócteles de identidades inclasificables. Oscureciendo o aclarando lúdicamente sus cuerpos, le hacen difícil la tarea a la sociedad oficial que se imagina blanca, homogénea y progresista. Mucho debe la cultura cubana a las performances de las célebres heroínas mulatas de la zarzuela nacional de los años 20 y 30; desde entonces, divas blancas se disputan el honor de encarnar esa mulatez. La actriz blanca maquilla su palidez para parecer una mulata trágica y nacional.
El histrionismo del actor popular en países con ancestro africano tiene, pues, música, baile, exuberancia en la expresión corporal. Resiste, quizá, a las retóricas del realismo psicológico. ¿Por qué? Porque en los cuerpos de estos actores han dejado trazas visiones de mundo diferentes. Aun modelados por el racionalismo positivista y el realismo occidentales, en países con ancestro africano muchos actores saben borrar la frontera entre vivos y muertos, y no tienen el cuerpo separado del espíritu; conocen el camino natural que lleva al transe; tienen hábito de sexualidad manifiesta y son buenos para oficiar una experiencia intensa de comunidad. Como excluidos históricos, se deleitan jugando a la fiesta bajtiniana de la subversión de identidades.
El “actor nacional” platense, por su parte, procesa otra conmoción etnológica muy dramática y reciente. Ella le modela su cuerpo paradójico, angustiado e imaginativo, que vibra fácil en la cuerda grotesca y en cierto registro inestable, neurótico y endemoniado. El actor brasileño, por su parte, tiene de común con el platense una presencia italiana que a principios de siglo marca a los actores paulistas. Brasil y los caribeños ponen negritud y resistencia, mulatez flexible y erotizada. El actor argentino viene de Pablo Podestá, el cirquero que deliraba en escenas de violencia física o que lloraba tiernamente en los escenarios, confundiendo realidad con ficción. Este Podestá termina sus días enfermo, loco, consolado por su amigo Gardel, que le canta un viejo tango junto a la cabecera, en el pabellón del hospital (parece un tango).
Mucho habitus, mucha cultura en los pliegues del cuerpo, como diría Bourdieux, en países con conflicto etnológico asumido que aprenden a actuar las ambigüedades de la raza incierta y de la modernidad injertada. Son hijos de italianos que hacen de gauchos y de malandros, criollos que hacen de “tanos”, blancos que hacen de negros, mulatas que hacen de blancas y blancas que se sueñan regias en el papel de la mulata. Son países con un “actor nacional” que, en el umbral entre dos siglos, tiene su cuerpo público enredado en el proyecto de país. Y u na tarea imposible: crear la máscara de lo sutil.
En Cuba, se forma desde la segunda mitad del siglo XIX en el teatro bufo, donde crea los tipos del negrito — blanco pintado de negro, con corcho quemado, en un país donde los negros de verdad son esclavos. Tienen contacto con los minstrels del sur de los Estados Unidos, donde también hay esclavitud. Puerto Rico está muy cerca del caso cubano y, de hecho, hay intercambios frecuentes de compañías y artistas del bufo entre ambos países.
Hay negritos en el teatro brasileño? Lo averiguaréxxx.
En Cuba el “actor nacional” del XIX forja complicidades con el independentismo opositor a España. Inseparable de este tipo fijo son la mulata y el gallego, que comletan la trilogía de la raza. En 1900, Cuba pasa a ser república y ya no hay esclavos, pero las estrellas del género, ahora llamado “vernáculo”, continúan reproduciendo las máscaras de la época colonial. Y siguen, desde luego, siendo protagonistas de la música popular cubana.
En Brasil, hay burletas de Artur Azevedo, a fines del XIX, comprometidas con la defensa del abolicionismo y que emplean actores negrosxxx; y hay también un contagio de vieja data entre burleta, teatro de revista y carnaval carioca, donde la dramaturgia conduce un desborde callejero. Por los escenarios del género chico brasileño desfilan personajes de todas las razas y colores y, en la segunda década del XX. La burleta consagra al maxixe voluptuoso, que se empieza a bailar desde el foyer, y junto al malandro aparecen negras y negros de barrio marginal.
En Haití, el griot es el histrión negro muy respetado por la comunidad, que narra y fascina a los públicos de un país qe parece detenido en el tiempo. El griot es experto en transformar su identidad mientras cuenta historias. De este “actor nacional” haitiano, de evidente ancestro africano, salen actores-dramaturgos modernos y posmodernos. Entre el negro y el “blanc”, entre el creole y el francés, Mimi Barthélémy, Frankétienne o Michelle Voltaire representan en la actualidad esta tradición del solo, del carisma y la múltiple identidad.
De modo que, en Brasil y el Caribe, donde las culturas africanas son determinantes, y en el Río de la Plata, con otros cruces de cultura, el “actor nacional” procesa de manera directa y visible una complejidad etnológica propia del país. Unos le ponen su cuerpo a visiones que parodian al negro o que congelan la mulatez en rasgos exteriores, pero también hacen cócteles de identidades inclasificables. Oscureciendo o aclarando lúdicamente sus cuerpos, le hacen difícil la tarea a la sociedad oficial que se imagina blanca, homogénea y progresista. Mucho debe la cultura cubana a las performances de las célebres heroínas mulatas de la zarzuela nacional de los años 20 y 30; desde entonces, divas blancas se disputan el honor de encarnar esa mulatez. La actriz blanca maquilla su palidez para parecer una mulata trágica y nacional.
El histrionismo del actor popular en países con ancestro africano tiene, pues, música, baile, exuberancia en la expresión corporal. Resiste, quizá, a las retóricas del realismo psicológico. ¿Por qué? Porque en los cuerpos de estos actores han dejado trazas visiones de mundo diferentes. Aun modelados por el racionalismo positivista y el realismo occidentales, en países con ancestro africano muchos actores saben borrar la frontera entre vivos y muertos, y no tienen el cuerpo separado del espíritu; conocen el camino natural que lleva al transe; tienen hábito de sexualidad manifiesta y son buenos para oficiar una experiencia intensa de comunidad. Como excluidos históricos, se deleitan jugando a la fiesta bajtiniana de la subversión de identidades.
El “actor nacional” platense, por su parte, procesa otra conmoción etnológica muy dramática y reciente. Ella le modela su cuerpo paradójico, angustiado e imaginativo, que vibra fácil en la cuerda grotesca y en cierto registro inestable, neurótico y endemoniado. El actor brasileño, por su parte, tiene de común con el platense una presencia italiana que a principios de siglo marca a los actores paulistas. Brasil y los caribeños ponen negritud y resistencia, mulatez flexible y erotizada. El actor argentino viene de Pablo Podestá, el cirquero que deliraba en escenas de violencia física o que lloraba tiernamente en los escenarios, confundiendo realidad con ficción. Este Podestá termina sus días enfermo, loco, consolado por su amigo Gardel, que le canta un viejo tango junto a la cabecera, en el pabellón del hospital (parece un tango).
Mucho habitus, mucha cultura en los pliegues del cuerpo, como diría Bourdieux, en países con conflicto etnológico asumido que aprenden a actuar las ambigüedades de la raza incierta y de la modernidad injertada. Son hijos de italianos que hacen de gauchos y de malandros, criollos que hacen de “tanos”, blancos que hacen de negros, mulatas que hacen de blancas y blancas que se sueñan regias en el papel de la mulata. Son países con un “actor nacional” que, en el umbral entre dos siglos, tiene su cuerpo público enredado en el proyecto de país. Y u na tarea imposible: crear la máscara de lo sutil.
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viernes, 16 de octubre de 2009
El "actor nacional"
Entre 1900 y 1920 en los escenarios del teatro latinoamericano “culto” se presentan óperas y también géneros de teatro hablado, de preferencia interpretados por elencos extranjeros que visitan en gira nuestras principales ciudades. Estas compañías, salvo excepciones, reproducen la estética ampulosa del melodrama, que ha dominado el teatro europeo durante todo el siglo XIX. Los actores del sistema culto no aspiran a ser “naturales” ni están insertos en el trabajo de conjunto de una puesta en escena, en el sentido moderno.
Todavía no se ha generalizado un discurso escénico de rango igual al que la tradición le concede al texto. El dispositivo escénico es bastante rudimentario: el apuntador sopla la letra a los actores, se usan telones pintados en vez de escenografía corpórea; el actor emplea retóricas como el “latiguillo”, que remata con un sonsonete el final de cada verso y el divo o la diva recitan sus monólogos al borde de las candilejas, al margen de toda verosimilitud.
Son todavía muy pocas las instituciones latinoamericanas que forman actores, y las que existen suelen denominarse conservatorios de “declamación”. No digo más. Aquellos que se sienten tocados por la vocación aprenden las más de las veces en la práctica. Eventualmente, logran hacer papeles menores en los repartos de las compañías visitantes, y así inician una carrera.
Muchos actores españoles se radican en tierra americana y aquí forman compañías, algunas famosas, entre 1900 y 1920. Esto produce una españolización de la escena y, en el teatro culto, se impone un actor latinoamericano con dicción castiza, que marca las s sonoras y las zxxx. Dizque para ennoblecer su arte.
Se conocen poco, por estos años, los experimentos del realismo escénico que acompañan el surgimiento del drama moderno en Europa. Antoine hace breves presentaciones en Buenos Aires entre 1903 y 1908xxx, y Stanislavski llega a América con su famosa compañía sólo en 1922, dejando su preciosa herencia en los Estados Unidos. De modo que el teatro culto por estos lares se mantendrá fiel a su anquilosamiento escénico hasta los años 30.
Junto a este teatro culto, funciona el circuito “popular” o de género chico, de gran arraigo en los sectores medios y populares. En esos escenarios se representan zarzuelas, revistas y sainetes. En el Río de la Plata existe, además, una tradición de circo-teatro que presenta dramas en pantomima, en la arena del circo, en la segunda parte del programa, después de los números circenses. En 1896 uno de estos dramas, Juan Moreira, sobre tema gauchesco, introduce texto en la acción y este nuevo “drama gauchesco” obtiene un éxito delirante. Así surge el que algunos consideran el primer género del teatro nacional en el Río de la Plata. Muchos autores argentinos y uruguayos agregarán nuevos títulos al género.
Los creadores del género son los hermanos Podestá, familia de actores uruguayos que se trasladan con su carpa de ciudad en ciudad y de país en país desde los años 80 del siglo XIX. Recorren toda Argentina y Uruguay y también representan en Paraguay, Brasil y Chile.
Sea circo-teatro, revista o sainete, los teatros populares en la América Latina del 900 forman su propio tipo de actor. En el Río de la Plata se le llamará el “actor nacional” (Pellettieri) a principios de siglo, para diferenciarlo del “actor culto”.
Son cómicos de talento excepcional que se vuelven ídolos nacionales; por lo general, se les identifica con determinados tipos o máscaras que los propios actores han instalado en la cultura del espectador. Estos tipos fijos varían de país a país: el “gaucho” y el “tano”, por ejemplo, en el teatro platense, el “malandroxxx”, en Brasil; el “negrito”, la “mulata” y el “gallego”, en Cuba, el “huaso” o el “roto”, en Chile...
El oficio de este “actor nacional” — categoría que aquí hago extensiva a toda la región — es de vena cómica y marcadamente físico: son diestros cantantes y bailarines, dominan la mímica y la improvisación; sin abandonar su máscara, apoyan el juego actoral en el intercambio muy vivo con el espectador; reciclan y crean el habla y la gestualidad populares del momento; ejecutan y consagran géneros musicales nuevos que la ciudad canta y baila; comentan con malicia hechos de actualidad... y de vez en cuando van a parar a la cárcel por dichos políticos insolentes y otros excesos contra la moral y las “buenas costumbres”.
El “actor nacional” vive de su oficio, a veces dirige su propia compañía, y trabaja al ritmo vertiginoso del teatro por horas, misma velocidad que el sistema le exige al autor, presionado por la voracidad de la cartelera comercial. Este actor hiperproductivo casi no memoriza el texto, que no tiene valor fundante en este tipo de teatro, a diferencia de lo que ocurre en los escenarios “cultos”. Importa, sobre todo, el efecto sensorial, el golpe energético de la performance sobre el espectador, que acude al teatro a participar de una experiencia festiva y comunitaria. Este “actor nacional”, en una palabra, es un experto en improvisación: hace la obra sobre el escenario, en colaboración con el espectador. ¿Alguien los ha llamado nuestra commedia dell’arte? Sí, muchas veces.
Continuará...
Todavía no se ha generalizado un discurso escénico de rango igual al que la tradición le concede al texto. El dispositivo escénico es bastante rudimentario: el apuntador sopla la letra a los actores, se usan telones pintados en vez de escenografía corpórea; el actor emplea retóricas como el “latiguillo”, que remata con un sonsonete el final de cada verso y el divo o la diva recitan sus monólogos al borde de las candilejas, al margen de toda verosimilitud.
Son todavía muy pocas las instituciones latinoamericanas que forman actores, y las que existen suelen denominarse conservatorios de “declamación”. No digo más. Aquellos que se sienten tocados por la vocación aprenden las más de las veces en la práctica. Eventualmente, logran hacer papeles menores en los repartos de las compañías visitantes, y así inician una carrera.
Muchos actores españoles se radican en tierra americana y aquí forman compañías, algunas famosas, entre 1900 y 1920. Esto produce una españolización de la escena y, en el teatro culto, se impone un actor latinoamericano con dicción castiza, que marca las s sonoras y las zxxx. Dizque para ennoblecer su arte.
Se conocen poco, por estos años, los experimentos del realismo escénico que acompañan el surgimiento del drama moderno en Europa. Antoine hace breves presentaciones en Buenos Aires entre 1903 y 1908xxx, y Stanislavski llega a América con su famosa compañía sólo en 1922, dejando su preciosa herencia en los Estados Unidos. De modo que el teatro culto por estos lares se mantendrá fiel a su anquilosamiento escénico hasta los años 30.
Junto a este teatro culto, funciona el circuito “popular” o de género chico, de gran arraigo en los sectores medios y populares. En esos escenarios se representan zarzuelas, revistas y sainetes. En el Río de la Plata existe, además, una tradición de circo-teatro que presenta dramas en pantomima, en la arena del circo, en la segunda parte del programa, después de los números circenses. En 1896 uno de estos dramas, Juan Moreira, sobre tema gauchesco, introduce texto en la acción y este nuevo “drama gauchesco” obtiene un éxito delirante. Así surge el que algunos consideran el primer género del teatro nacional en el Río de la Plata. Muchos autores argentinos y uruguayos agregarán nuevos títulos al género.
Los creadores del género son los hermanos Podestá, familia de actores uruguayos que se trasladan con su carpa de ciudad en ciudad y de país en país desde los años 80 del siglo XIX. Recorren toda Argentina y Uruguay y también representan en Paraguay, Brasil y Chile.
Sea circo-teatro, revista o sainete, los teatros populares en la América Latina del 900 forman su propio tipo de actor. En el Río de la Plata se le llamará el “actor nacional” (Pellettieri) a principios de siglo, para diferenciarlo del “actor culto”.
Son cómicos de talento excepcional que se vuelven ídolos nacionales; por lo general, se les identifica con determinados tipos o máscaras que los propios actores han instalado en la cultura del espectador. Estos tipos fijos varían de país a país: el “gaucho” y el “tano”, por ejemplo, en el teatro platense, el “malandroxxx”, en Brasil; el “negrito”, la “mulata” y el “gallego”, en Cuba, el “huaso” o el “roto”, en Chile...
El oficio de este “actor nacional” — categoría que aquí hago extensiva a toda la región — es de vena cómica y marcadamente físico: son diestros cantantes y bailarines, dominan la mímica y la improvisación; sin abandonar su máscara, apoyan el juego actoral en el intercambio muy vivo con el espectador; reciclan y crean el habla y la gestualidad populares del momento; ejecutan y consagran géneros musicales nuevos que la ciudad canta y baila; comentan con malicia hechos de actualidad... y de vez en cuando van a parar a la cárcel por dichos políticos insolentes y otros excesos contra la moral y las “buenas costumbres”.
El “actor nacional” vive de su oficio, a veces dirige su propia compañía, y trabaja al ritmo vertiginoso del teatro por horas, misma velocidad que el sistema le exige al autor, presionado por la voracidad de la cartelera comercial. Este actor hiperproductivo casi no memoriza el texto, que no tiene valor fundante en este tipo de teatro, a diferencia de lo que ocurre en los escenarios “cultos”. Importa, sobre todo, el efecto sensorial, el golpe energético de la performance sobre el espectador, que acude al teatro a participar de una experiencia festiva y comunitaria. Este “actor nacional”, en una palabra, es un experto en improvisación: hace la obra sobre el escenario, en colaboración con el espectador. ¿Alguien los ha llamado nuestra commedia dell’arte? Sí, muchas veces.
Continuará...
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sábado, 16 de mayo de 2009
Estoy escribiendo...
La semiología nos enseñó a descubrir los secretos que le permitían a la forma producir sentido. Es una disciplina para leer los símbolos que pueblan un escenario y dar cuenta de la constitución de un “texto espectacular”. Era el método que mejor permitía descubrir cómo la puesta en escena funcionaba para producir sentidos.
Fue enorme lo que aquella conciencia nueva nos aportó a artistas y críticos en los años 70 y 80 porque aprendimos a distinguir materiales y niveles concretos donde significantes de diversa naturaleza se entretejían y se asignaban jerarquías. Nos volvimos más capaces de identificar lógica significante y comprobar algunas estrategias simbólicas que se manifestaban en superficie y en estructura profunda.
Hoy, sin embargo, los críticos tratamos de acompañar a artistas que se han deslizado fuera del paradigma de la puesta en escena. A muchos les interesa traer a primer plano el aspecto de performance, indagar en la constitución del acontecimiento teatral como experiencia. Y ya no basta poner la atención sobre la semiosis y la producción de sentido. Se ha vuelto central calibrar los empleos de presencia y energía.
Al igual que los artistas, los críticos estamos incorporando técnicas diferentes, ahora para testimoniar sobre el plano no discursivo del acontecimiento escénico.
Ahora hay que describir, recurriendo a la fenomenología, experiencia de cuerpo social que juega, o de cuerpo protagonista y solidario, o de cuerpo aplacado, o de energía que interpone estallidos entre el deseo y la determinación.
La performance sucede con el signo pero no puede reducirse a él. Corre entre y fuera del discurso, en una dimensión que, siendo directamente física y no ideológica, mueve, sin embargo, instancias políticas: actores y espectadores juntos, cruzando fronteras, deslizándose fuera de la estructura y el orden conocidos. Experiencia por contagio.
En el plano de performance interesa al crítico teatral, pues, decir cómo y dónde se generan las nuevas intensidades de lo vivido como experiencia dentro de la situación-teatro (Grumann). Cómo lo intempestivo descoloca, aquí y allá, estructuras interiorizadas de “normalidad”. Interesa al teórico describir lo carnal que circula, en parte ingobernable, construyendo otro espaciotiempo de sociabilidad.
La elaboración de lo energético es consustancial al teatro. Todo teatro mueve un campo de energía social en el que los cuerpos reunidos trabajan y se conciertan en pos de algún efecto sentido. Lo nuevo es que la cultura de fin de siglo puso foco sobre los cuerpos. El cuerpo fue traído a un primer plano en una operación cultural de múltiples implicaciones: por un lado, necesidad de difundir cuerpo-imagen sustentadores del consumo y el control cultural.
Hoy el cuerpo social reproducido y exhibido fascina a tirios y troyanos y se ha vuelto una verdadera obsesión tanto de la industria cultural como del arte de investigación. El mercado nos da nuestras raciones diarias de hombre al agua y cirugías para cambiar la vida por televisión. Con eso alimenta nuestra ilusión de ser agentes de algo. Pero como dice el dicho: moviliza cuerpo... que algo queda. La cultura que sustituye el cuerpo por su imagen cría cuervos. No puede evitar que del cuerpo empujado, reproducido, toqueteado y euforizado se escape un excedente de energía que ningún libreto puede capturar. Se trata de una ley física y política que hace una década explicó el estadounidense Randy Martin:
CITA (Performance as Political Act. The Embodied Self)
Es en este contexto de reflexión que me interesa comentar poéticas teatrales latinoamericanas acogidas al giro performativo de una nueva época (Fischer-Lichte). Hablamos de arte escénico de los últimos veinte años interesado en infiltrar cuerpo resistente por las rendijas de la estructura establecida.
Varios directores-dramaturgos desde finales de los años 80 hasta la actualidad han ideado procedimientos para sacar al actor de la representación e invitarlo a salirse fuera de la representación de un modelo previo. Los nuevos dramaturgos-directores relativizan el plano de ficción (fábula, personaje) para investigar en la situación-teatro “estados” e “intensidades” que producen no interpretación de sentido sino experiencia.
El actor se expone para violentar estructuras sedimentadas en la cultura y traspasar al público el efecto de agencia: pisar la raya y salirse.
Para examinar las bases de este tipo de poéticas me apoyaré, primero, en la idea de “actuación de estados”, que tiene su origen en Argentina, pero que, con otros nombres, también aparece simultáneamente en otros países de la región.
Estos artistas — los más — emergieron a fines de los años 80, cuando tenían apenas 30 años. Produjeron sus primeros experimentos en una coyuntura de conmoción al interior de sus países y en el mundo: fin de largas dictaduras militares en el Cono Sur, caída del muro de Berlín, crisis del pensamiento de las izquierdas, explosiones tecnológicas y generalización en la vida cotidiana de una “cultura del espectáculo”. El cambio involucró no solo a la generación emergente, sino a maestros de larga trayectoria que, bajo el efecto de avalancha, cambiaron el rumbo de sus poéticas.
Otro teatro es posible
Decía el investigador argentino Gustavo Geirola: “Basta aproximarse a la dramaturgia de Eduardo Pavlovsky y de Ricardo Bartís, para apreciar el surgimiento de una dinámica de trabajo teatral muy diferente a la creación colectiva, en sus propuestas y en su tradición teórica.”
Partamos, pues, con la Argentina y esos dos maestros que pueden ayudarnos a identificar la diferencia.
En una entrevista imaginaria con Ricardo Bartís le pregunto:
¿Cómo ves la situación del actor en Argentina?
[La entrevista imaginaria continuará...]
Fue enorme lo que aquella conciencia nueva nos aportó a artistas y críticos en los años 70 y 80 porque aprendimos a distinguir materiales y niveles concretos donde significantes de diversa naturaleza se entretejían y se asignaban jerarquías. Nos volvimos más capaces de identificar lógica significante y comprobar algunas estrategias simbólicas que se manifestaban en superficie y en estructura profunda.
Hoy, sin embargo, los críticos tratamos de acompañar a artistas que se han deslizado fuera del paradigma de la puesta en escena. A muchos les interesa traer a primer plano el aspecto de performance, indagar en la constitución del acontecimiento teatral como experiencia. Y ya no basta poner la atención sobre la semiosis y la producción de sentido. Se ha vuelto central calibrar los empleos de presencia y energía.
Al igual que los artistas, los críticos estamos incorporando técnicas diferentes, ahora para testimoniar sobre el plano no discursivo del acontecimiento escénico.
Ahora hay que describir, recurriendo a la fenomenología, experiencia de cuerpo social que juega, o de cuerpo protagonista y solidario, o de cuerpo aplacado, o de energía que interpone estallidos entre el deseo y la determinación.
La performance sucede con el signo pero no puede reducirse a él. Corre entre y fuera del discurso, en una dimensión que, siendo directamente física y no ideológica, mueve, sin embargo, instancias políticas: actores y espectadores juntos, cruzando fronteras, deslizándose fuera de la estructura y el orden conocidos. Experiencia por contagio.
En el plano de performance interesa al crítico teatral, pues, decir cómo y dónde se generan las nuevas intensidades de lo vivido como experiencia dentro de la situación-teatro (Grumann). Cómo lo intempestivo descoloca, aquí y allá, estructuras interiorizadas de “normalidad”. Interesa al teórico describir lo carnal que circula, en parte ingobernable, construyendo otro espaciotiempo de sociabilidad.
La elaboración de lo energético es consustancial al teatro. Todo teatro mueve un campo de energía social en el que los cuerpos reunidos trabajan y se conciertan en pos de algún efecto sentido. Lo nuevo es que la cultura de fin de siglo puso foco sobre los cuerpos. El cuerpo fue traído a un primer plano en una operación cultural de múltiples implicaciones: por un lado, necesidad de difundir cuerpo-imagen sustentadores del consumo y el control cultural.
Hoy el cuerpo social reproducido y exhibido fascina a tirios y troyanos y se ha vuelto una verdadera obsesión tanto de la industria cultural como del arte de investigación. El mercado nos da nuestras raciones diarias de hombre al agua y cirugías para cambiar la vida por televisión. Con eso alimenta nuestra ilusión de ser agentes de algo. Pero como dice el dicho: moviliza cuerpo... que algo queda. La cultura que sustituye el cuerpo por su imagen cría cuervos. No puede evitar que del cuerpo empujado, reproducido, toqueteado y euforizado se escape un excedente de energía que ningún libreto puede capturar. Se trata de una ley física y política que hace una década explicó el estadounidense Randy Martin:
CITA (Performance as Political Act. The Embodied Self)
Es en este contexto de reflexión que me interesa comentar poéticas teatrales latinoamericanas acogidas al giro performativo de una nueva época (Fischer-Lichte). Hablamos de arte escénico de los últimos veinte años interesado en infiltrar cuerpo resistente por las rendijas de la estructura establecida.
Varios directores-dramaturgos desde finales de los años 80 hasta la actualidad han ideado procedimientos para sacar al actor de la representación e invitarlo a salirse fuera de la representación de un modelo previo. Los nuevos dramaturgos-directores relativizan el plano de ficción (fábula, personaje) para investigar en la situación-teatro “estados” e “intensidades” que producen no interpretación de sentido sino experiencia.
El actor se expone para violentar estructuras sedimentadas en la cultura y traspasar al público el efecto de agencia: pisar la raya y salirse.
Para examinar las bases de este tipo de poéticas me apoyaré, primero, en la idea de “actuación de estados”, que tiene su origen en Argentina, pero que, con otros nombres, también aparece simultáneamente en otros países de la región.
Estos artistas — los más — emergieron a fines de los años 80, cuando tenían apenas 30 años. Produjeron sus primeros experimentos en una coyuntura de conmoción al interior de sus países y en el mundo: fin de largas dictaduras militares en el Cono Sur, caída del muro de Berlín, crisis del pensamiento de las izquierdas, explosiones tecnológicas y generalización en la vida cotidiana de una “cultura del espectáculo”. El cambio involucró no solo a la generación emergente, sino a maestros de larga trayectoria que, bajo el efecto de avalancha, cambiaron el rumbo de sus poéticas.
Otro teatro es posible
Decía el investigador argentino Gustavo Geirola: “Basta aproximarse a la dramaturgia de Eduardo Pavlovsky y de Ricardo Bartís, para apreciar el surgimiento de una dinámica de trabajo teatral muy diferente a la creación colectiva, en sus propuestas y en su tradición teórica.”
Partamos, pues, con la Argentina y esos dos maestros que pueden ayudarnos a identificar la diferencia.
En una entrevista imaginaria con Ricardo Bartís le pregunto:
¿Cómo ves la situación del actor en Argentina?
En la escena de Bs. As. en los años ochenta y a principio de los noventa [predominaba] una especie de realismo rioplatense, teatro donde había una narración lineal y personajes definidos en relación a ella. Ha aparecido otro tipo de teatralidad, cuyos exponentes son bastantes variados.
[La entrevista imaginaria continuará...]
sábado, 2 de mayo de 2009
Decir la performance
Magaly Muguercia
Hay tres lenguajes críticos que admiro: la ingeniería en alta fidelidad cuando identifica el sonido puro, la distorsión, un bajo redondo o la vertical de un escenario sonoro. O el enólogo que sabe en qué fuente química nació un vino musculoso. O el comentario deportivo que dice la técnica y la política de la pericia de un atleta. Ellos disponen de metáforas codificadas para nombrar la materialidad que subyace a efectos que percibimos en el cuerpo. Los críticos de teatro occidentales no tenemos la palabra para decir la fuente de alguna especial movida de energía que reformuló un tiempo y un espacio. Quizá tampoco percibimos la movida, lo que es peor.
Yo quisiera decir la performance como una experta catadora o una hindú. Localizar el “timbre” o el sabor de una energía, su duración y efecto “en boca”. O bien, apreciar la disposición guerrera o coqueta de una mano, no solo como intención psicológica sino como fabricación de luz, de cambio o velocidad. ¿Cómo una danza ejecuta un recorrido ácido y cauteloso, o la voz fabrica terciopelo o herrumbre, o el bailarín escapa, dejando el espacio ocupado? ¿Con qué? Me interesa la experiencia de cuerpo social “redondo”, o de mente rota o la atención “de fruta madura” en el espectador.
La puesta en escena que alcanzó su madurez en los escenarios de Europa, Estados Unidos y la América Latina en los años 50 y 60, comprometió toda su densidad y su pericia simbólicas en actualizar textos del pasado y el presente. Allí muchas veces se dijo la política bellamente, con principios que venían de Brecht, del teatro popular de Jean Vilar y del marxismo.
De los años 60 a los 80 la semiología del teatro se desarrolló como la herramienta que mejor podía explicar esa puesta en escena de la plenitud, en París, Milán o La Habana, interpretando a Lorenzaccio, a Arlequín o a Lumumba.
Cuando ya el siglo XX había desarrollado una reflexión capital sobre el papel de los sistemas simbólicos como reguladores de la convivencia humana, entonces la semiología teatral suministró a la puesta en escena, en todo su esplendor, el instrumento analítico que ella se merecía.
En este evento nos hace el honor de acompañarnos Patrice Pavis, quien fue maestro de muchos de nosotros en aquel aprendizaje iniciado al filo de los 80. Nos ayudó a reconocer las “voces e imágenes” de la escena y, con un clásico cuestionario que él ideó, aprendimos a sacarle a la representación sus secretos estructurales. En ese mismo cuestionario, cerrando un párrafo y al final de un renglón se abrió paso, como en el último instante, una pregunta inconveniente: ¿Qué no hace signo?
Yo suspiré aliviada porque ya el instinto — esa otra herramienta del crítico — me avisaba que algunos colegas críticos y teóricos se estaban volviendo fundamentalistas de la semiología teatral.
Ya antes había advertido en el teatro “lo que no hace signo”, pero no sabía cómo se llamaba. En 1980 vi a actores moscovitas de edad madura, representando a ciudadanos moscovitas de edad madura, que bailaban, en 1980, a un Glenn Miller nostálgico y a pocos metros de mí; y en la próxima escena, un actor joven echaba abajo de una patada una puerta real. Era La hija mayor de un hombre joven, en una dirección temprana de Vasili Vasíliev, barbudo y dostoyevskiano como nunca, en el Moscú que, en los años 80, anticipó con el teatro la perestroika.
En aquello de Vasíliev había algo sustantivo que se movía y no hacía signo. Ese algo nos pasaba a los espectadores. A mediados de la década aprendí con Goffman, Schechner y Turner que la palabra era performance.
Performance es la dimensión del teatro donde el cuerpo produce acción real y no símbolo y que tiene la capacidad de integrar a público y actores en alguna práctica de participación diferente a la convivencia cotidiana. En esta breve intervención me voy a acoger a un concepto de performance que me sugiere Patrice Pavis en un libro muy reciente. Allí él hace una útil distinción entre performance y puesta en escena. De ese plato teórico yo secuestro pedacitos para sugerir que puesta en escena y performance son dos aspectos inseparables de toda práctica escénica. Desde luego, cada poética, cada artista elige qué aspecto —performance o puesta en escena — trae a primer plano. La distinción que hace Pavis tienen a mi juicio valor metodológico porque descansa sobre descripciones particularmente inspiradas de lo que sucede, concretamente, en el cuerpo social reunido durante la representación. En este libro Pavis evalúa decenas y decenas de espectáculos con un despliegue provocativo de análisis y fenomenología que no le hubiera brotado con tanta libertad veinte años atrás. El mundo que tanto cambió nos ha cambiado.
Hoy más que nunca, cuando el aspecto performance viene a primer plano — por causas culturales que aquí no tengo tiempo de esbozar —, los críticos necesitamos entrenar una mirada doble que registre el juego entre esos dos planos inseparables del teatro: el signo y el deseo; pero si bien somos expertos en análisis semiológico, todavía no disponemos de una herramienta metodológica efectiva ni de un diccionario generalizado para decir la performance y sus efectos. Y cuando al fin los tengamos, la práctica teatral andará por otro lado.
Por eso tenemos que ensayar ahora categorías y estrategias imperfectas, para que no se nos escape ni la familiar estructura significante y la discursividad, ni la energía, la fuerza y el trabajo que con y más allá de los símbolos nos hacen señales sobre la hoguera. Tenemos que establecer la fuente, el recorrido y los efectos de un cuerpo movilizado que, en teatro, cambia el tiempo y el espacio.
Observen las palabras que acabo de utilizar: energía, fuerza, trabajo, cambio y movilización . Todas ellas son categorías centrales de la física y la política. Ahora el crítico, además de desentrañar el sentido de la puesta, tendrá que restituirnos (de algún modo) la física y la política encarnadas de un evento de teatro. No su ideología ni su psicología, sino lo que sucede, y cómo, en el conocimiento carnal de mundo mediante experiencias de convivio, partage o ejercicio de sociabilidad diferente.
Al teatro que hoy tiende a destacar la performance le hacen falta críticos diestros en movimiento complejo y mojado (siguiendo una metáfora de Patrice Pavis). Y agrego enseguida a la física y la política la posibilidad de una teoría del afecto que nos ayude a decir la neurofísica y la economía del pathos, que es al mismo tiempo somático y cultural, como quedó demostrado desde Aristóteles y la catarsis.
En cuanto a la física: movimiento, en física clásica, es el cambio de la situación de un cuerpo en el espacio con el transcurso del tiempo. Decir movimiento en enfoque de performance, creo, es valorar la producción de espaciotiempo inéditos más allá del plano de ficción. En ese espaciotiempo social e inédito me introdujeron por un instante los rusos que comenté, o Nissim Sharim en 2000 cuando, haciendo a Einstein, se baja del escenario para que el público lo ayude a demostrar la teoría de la relatividad. Con el espíritu planchado y el cerebro liso después de varias horas en un mall, la física moderna practicada entre Sharim y el mismo público santiaguino que sale a “vitrinear” los domingos consiguió volverme a la indeterminación, a lo que está fuera de la causalidad lineal, y también una tendencia, atrevidísima, de la materia a moverse perdiendo sistema y estructura. Los santiaguinos, al descubrir la precariedad cuántica, estallaron en un aplauso.
En cuanto a la política: que estamos acostumbrados a pensar lo político como conciencia y discursividad opositoras a algún poder; pero hoy sabemos que hay una política del acto íntimo y subversiones que no se hacen con la conciencia estructurada y ni siquiera dentro de la historia.
Volviendo a mis rusos (rusos bailando en silencio; rusos bailando en silencio, abrazados, con Glenn Miller, en los años 80, a pocos metros de mí): esos cuerpos juntos de actores y espectadores que existieron durante un instante en Moscú, tenían vibración tenue chejoviana y corriente subterránea chejoviana y anhelo muy tangible de otra vida. La patada del actor ruso contra la puerta convirtió vibración tenue en radicalidad amenazante y musculosa: se rompían puertas sólidas “de verdad” en el tradicional teatro Stanislavski de la calle Bolshaia Dmitróvskaia.
Desde luego, también en la performance se puede vivir una ilusión donde el cuerpo realiza como autonomía lo que no es sino controlada repetición de imágenes de deseos. No quiero ser yo misma fundamentalista, pero creo que algo como un espejismo de participación sucedió en el reciente Santiago a mil, que, según los organizadores insistieron, ponía a la ciudad “en la calle” con La fura del baus y sus despliegues demasiado previsibles. Incluso observé con suspicacia la recurrencia festivalera de Körper, que se pasea magnífico por el mundo desde hace una década. En 2001 lo vi en Buenos Aires a tres días de haber caído las torres gemelas en Nueva York. Entonces, aquella inflación de cuerpos exhibidos nos galvanizó en los asientos. Ahora en Santiago la performance de Sacha Waltz no tiene un correlato más cercano de acción política opositora y globalizada que el zapato asesino y medieval lanzado por un periodista palestino a Busch y que este esquivó deportivamente.
Si la performance es el aspecto teatral del cuerpo en movimiento, aclaremos enseguida que ese cuerpo de la performance no es solo individual y biológico sino cuerpo social. Desde la física, el cuerpo social pudieran ser los campos, donde la energía moviliza sin que los cuerpos aglomerados se toquen. Desde la política, el cuerpo social puede ser cuerpo-objeto que reproduce estructuras, por ejemplo, de obediencia, de etiqueta o de consumo; o cuerpo-sujeto que por un instante recupera autonomía frente al símbolo y vive esa capacidad de movimiento no controlable hacia lo otro a la que le llamaremos deseo. De modo que ‘campo’ y ‘deseo’ son dos términos también interesantes para describir una performance, que puede presentar interferencia en el campo o practicar deseo, que es, creo, cuando el evento teatral trae al presente la ausencia y realiza un instante de utopía.
Una última nota para comentar que el cuerpo social y sus performances puede pensarse en la física, la política y el afecto, y, claro, también se piensa desde la teoría general sobre cultura y contemporaneidad.
Un antropólogo argentino, Néstor García Canclini comenzó a teorizar hace diez años en su libro Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, una nota dominante de la cultura contemporánea, que sería la hibridez o contaminación de las culturas en el mundo globalizado. También subrayó que posiblemente en la América Latina ese rasgo está acentuado por una constitución híbrida mucho más temprana, precapitalista, vinculada a la movilización civilizatoria devastadora que nos ligó a Europa. Creo que el mexicano Carlos Monsiváis (Los rituales del caos) en estos mismos diez años últimos ha venido describiendo, en su prosa disparada de sagaz y divertido desconstructor, las performances de los cuerpos sociales mexicanos, híbridos y posmodernos. Estas performances que Monsiváis describe, también son realizadas y teorizadas por su semicompatriota Guillermo Gómez-Peña, en los Estados Unidos.
Podríamos intentar pensar todas las artes escénicas, especialmente en la América Latina, como física, política y afecto en cuerpos sociales que se “contaminaron” muy temprano y a los que es imposible remitir, desde la perspectiva occidental de pensamiento, a alguna tradición de clásica pureza, como harían los franceses, los chinos o los japoneses.
Cuando en nuestros países los escenarios se pueblan de performances, nuestras vanguardias “trans” acarrean inevitablemente “madera” o ancestro. La impureza chilena se ha paseado por todo el siglo XX, desde Acevedo Hernández y Cruchaga hasta la escritura de Pedro Lemebel, la Manzana de Adán de Alfredo Castro o el H.P. de Luis Barrales. Escojo, para sugerir una última finísima performance del cuerpo pobre, popular, vanguardista y europeo en los escenarios chilenos a Andrés Pérez, desde La negra Esther hasta La huída. Un chileno que amasaba, sin pedir permiso, erotismo gay con memoria política y energía parisina con técnicas mapuches, o al revés.
Santiago de Chile, marzo de 2009
Hay tres lenguajes críticos que admiro: la ingeniería en alta fidelidad cuando identifica el sonido puro, la distorsión, un bajo redondo o la vertical de un escenario sonoro. O el enólogo que sabe en qué fuente química nació un vino musculoso. O el comentario deportivo que dice la técnica y la política de la pericia de un atleta. Ellos disponen de metáforas codificadas para nombrar la materialidad que subyace a efectos que percibimos en el cuerpo. Los críticos de teatro occidentales no tenemos la palabra para decir la fuente de alguna especial movida de energía que reformuló un tiempo y un espacio. Quizá tampoco percibimos la movida, lo que es peor.
Yo quisiera decir la performance como una experta catadora o una hindú. Localizar el “timbre” o el sabor de una energía, su duración y efecto “en boca”. O bien, apreciar la disposición guerrera o coqueta de una mano, no solo como intención psicológica sino como fabricación de luz, de cambio o velocidad. ¿Cómo una danza ejecuta un recorrido ácido y cauteloso, o la voz fabrica terciopelo o herrumbre, o el bailarín escapa, dejando el espacio ocupado? ¿Con qué? Me interesa la experiencia de cuerpo social “redondo”, o de mente rota o la atención “de fruta madura” en el espectador.
La puesta en escena que alcanzó su madurez en los escenarios de Europa, Estados Unidos y la América Latina en los años 50 y 60, comprometió toda su densidad y su pericia simbólicas en actualizar textos del pasado y el presente. Allí muchas veces se dijo la política bellamente, con principios que venían de Brecht, del teatro popular de Jean Vilar y del marxismo.
De los años 60 a los 80 la semiología del teatro se desarrolló como la herramienta que mejor podía explicar esa puesta en escena de la plenitud, en París, Milán o La Habana, interpretando a Lorenzaccio, a Arlequín o a Lumumba.
Cuando ya el siglo XX había desarrollado una reflexión capital sobre el papel de los sistemas simbólicos como reguladores de la convivencia humana, entonces la semiología teatral suministró a la puesta en escena, en todo su esplendor, el instrumento analítico que ella se merecía.
En este evento nos hace el honor de acompañarnos Patrice Pavis, quien fue maestro de muchos de nosotros en aquel aprendizaje iniciado al filo de los 80. Nos ayudó a reconocer las “voces e imágenes” de la escena y, con un clásico cuestionario que él ideó, aprendimos a sacarle a la representación sus secretos estructurales. En ese mismo cuestionario, cerrando un párrafo y al final de un renglón se abrió paso, como en el último instante, una pregunta inconveniente: ¿Qué no hace signo?
Yo suspiré aliviada porque ya el instinto — esa otra herramienta del crítico — me avisaba que algunos colegas críticos y teóricos se estaban volviendo fundamentalistas de la semiología teatral.
Ya antes había advertido en el teatro “lo que no hace signo”, pero no sabía cómo se llamaba. En 1980 vi a actores moscovitas de edad madura, representando a ciudadanos moscovitas de edad madura, que bailaban, en 1980, a un Glenn Miller nostálgico y a pocos metros de mí; y en la próxima escena, un actor joven echaba abajo de una patada una puerta real. Era La hija mayor de un hombre joven, en una dirección temprana de Vasili Vasíliev, barbudo y dostoyevskiano como nunca, en el Moscú que, en los años 80, anticipó con el teatro la perestroika.
En aquello de Vasíliev había algo sustantivo que se movía y no hacía signo. Ese algo nos pasaba a los espectadores. A mediados de la década aprendí con Goffman, Schechner y Turner que la palabra era performance.
Performance es la dimensión del teatro donde el cuerpo produce acción real y no símbolo y que tiene la capacidad de integrar a público y actores en alguna práctica de participación diferente a la convivencia cotidiana. En esta breve intervención me voy a acoger a un concepto de performance que me sugiere Patrice Pavis en un libro muy reciente. Allí él hace una útil distinción entre performance y puesta en escena. De ese plato teórico yo secuestro pedacitos para sugerir que puesta en escena y performance son dos aspectos inseparables de toda práctica escénica. Desde luego, cada poética, cada artista elige qué aspecto —performance o puesta en escena — trae a primer plano. La distinción que hace Pavis tienen a mi juicio valor metodológico porque descansa sobre descripciones particularmente inspiradas de lo que sucede, concretamente, en el cuerpo social reunido durante la representación. En este libro Pavis evalúa decenas y decenas de espectáculos con un despliegue provocativo de análisis y fenomenología que no le hubiera brotado con tanta libertad veinte años atrás. El mundo que tanto cambió nos ha cambiado.
Hoy más que nunca, cuando el aspecto performance viene a primer plano — por causas culturales que aquí no tengo tiempo de esbozar —, los críticos necesitamos entrenar una mirada doble que registre el juego entre esos dos planos inseparables del teatro: el signo y el deseo; pero si bien somos expertos en análisis semiológico, todavía no disponemos de una herramienta metodológica efectiva ni de un diccionario generalizado para decir la performance y sus efectos. Y cuando al fin los tengamos, la práctica teatral andará por otro lado.
Por eso tenemos que ensayar ahora categorías y estrategias imperfectas, para que no se nos escape ni la familiar estructura significante y la discursividad, ni la energía, la fuerza y el trabajo que con y más allá de los símbolos nos hacen señales sobre la hoguera. Tenemos que establecer la fuente, el recorrido y los efectos de un cuerpo movilizado que, en teatro, cambia el tiempo y el espacio.
Observen las palabras que acabo de utilizar: energía, fuerza, trabajo, cambio y movilización . Todas ellas son categorías centrales de la física y la política. Ahora el crítico, además de desentrañar el sentido de la puesta, tendrá que restituirnos (de algún modo) la física y la política encarnadas de un evento de teatro. No su ideología ni su psicología, sino lo que sucede, y cómo, en el conocimiento carnal de mundo mediante experiencias de convivio, partage o ejercicio de sociabilidad diferente.
Al teatro que hoy tiende a destacar la performance le hacen falta críticos diestros en movimiento complejo y mojado (siguiendo una metáfora de Patrice Pavis). Y agrego enseguida a la física y la política la posibilidad de una teoría del afecto que nos ayude a decir la neurofísica y la economía del pathos, que es al mismo tiempo somático y cultural, como quedó demostrado desde Aristóteles y la catarsis.
En cuanto a la física: movimiento, en física clásica, es el cambio de la situación de un cuerpo en el espacio con el transcurso del tiempo. Decir movimiento en enfoque de performance, creo, es valorar la producción de espaciotiempo inéditos más allá del plano de ficción. En ese espaciotiempo social e inédito me introdujeron por un instante los rusos que comenté, o Nissim Sharim en 2000 cuando, haciendo a Einstein, se baja del escenario para que el público lo ayude a demostrar la teoría de la relatividad. Con el espíritu planchado y el cerebro liso después de varias horas en un mall, la física moderna practicada entre Sharim y el mismo público santiaguino que sale a “vitrinear” los domingos consiguió volverme a la indeterminación, a lo que está fuera de la causalidad lineal, y también una tendencia, atrevidísima, de la materia a moverse perdiendo sistema y estructura. Los santiaguinos, al descubrir la precariedad cuántica, estallaron en un aplauso.
En cuanto a la política: que estamos acostumbrados a pensar lo político como conciencia y discursividad opositoras a algún poder; pero hoy sabemos que hay una política del acto íntimo y subversiones que no se hacen con la conciencia estructurada y ni siquiera dentro de la historia.
Volviendo a mis rusos (rusos bailando en silencio; rusos bailando en silencio, abrazados, con Glenn Miller, en los años 80, a pocos metros de mí): esos cuerpos juntos de actores y espectadores que existieron durante un instante en Moscú, tenían vibración tenue chejoviana y corriente subterránea chejoviana y anhelo muy tangible de otra vida. La patada del actor ruso contra la puerta convirtió vibración tenue en radicalidad amenazante y musculosa: se rompían puertas sólidas “de verdad” en el tradicional teatro Stanislavski de la calle Bolshaia Dmitróvskaia.
Desde luego, también en la performance se puede vivir una ilusión donde el cuerpo realiza como autonomía lo que no es sino controlada repetición de imágenes de deseos. No quiero ser yo misma fundamentalista, pero creo que algo como un espejismo de participación sucedió en el reciente Santiago a mil, que, según los organizadores insistieron, ponía a la ciudad “en la calle” con La fura del baus y sus despliegues demasiado previsibles. Incluso observé con suspicacia la recurrencia festivalera de Körper, que se pasea magnífico por el mundo desde hace una década. En 2001 lo vi en Buenos Aires a tres días de haber caído las torres gemelas en Nueva York. Entonces, aquella inflación de cuerpos exhibidos nos galvanizó en los asientos. Ahora en Santiago la performance de Sacha Waltz no tiene un correlato más cercano de acción política opositora y globalizada que el zapato asesino y medieval lanzado por un periodista palestino a Busch y que este esquivó deportivamente.
Si la performance es el aspecto teatral del cuerpo en movimiento, aclaremos enseguida que ese cuerpo de la performance no es solo individual y biológico sino cuerpo social. Desde la física, el cuerpo social pudieran ser los campos, donde la energía moviliza sin que los cuerpos aglomerados se toquen. Desde la política, el cuerpo social puede ser cuerpo-objeto que reproduce estructuras, por ejemplo, de obediencia, de etiqueta o de consumo; o cuerpo-sujeto que por un instante recupera autonomía frente al símbolo y vive esa capacidad de movimiento no controlable hacia lo otro a la que le llamaremos deseo. De modo que ‘campo’ y ‘deseo’ son dos términos también interesantes para describir una performance, que puede presentar interferencia en el campo o practicar deseo, que es, creo, cuando el evento teatral trae al presente la ausencia y realiza un instante de utopía.
Una última nota para comentar que el cuerpo social y sus performances puede pensarse en la física, la política y el afecto, y, claro, también se piensa desde la teoría general sobre cultura y contemporaneidad.
Un antropólogo argentino, Néstor García Canclini comenzó a teorizar hace diez años en su libro Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, una nota dominante de la cultura contemporánea, que sería la hibridez o contaminación de las culturas en el mundo globalizado. También subrayó que posiblemente en la América Latina ese rasgo está acentuado por una constitución híbrida mucho más temprana, precapitalista, vinculada a la movilización civilizatoria devastadora que nos ligó a Europa. Creo que el mexicano Carlos Monsiváis (Los rituales del caos) en estos mismos diez años últimos ha venido describiendo, en su prosa disparada de sagaz y divertido desconstructor, las performances de los cuerpos sociales mexicanos, híbridos y posmodernos. Estas performances que Monsiváis describe, también son realizadas y teorizadas por su semicompatriota Guillermo Gómez-Peña, en los Estados Unidos.
Podríamos intentar pensar todas las artes escénicas, especialmente en la América Latina, como física, política y afecto en cuerpos sociales que se “contaminaron” muy temprano y a los que es imposible remitir, desde la perspectiva occidental de pensamiento, a alguna tradición de clásica pureza, como harían los franceses, los chinos o los japoneses.
Cuando en nuestros países los escenarios se pueblan de performances, nuestras vanguardias “trans” acarrean inevitablemente “madera” o ancestro. La impureza chilena se ha paseado por todo el siglo XX, desde Acevedo Hernández y Cruchaga hasta la escritura de Pedro Lemebel, la Manzana de Adán de Alfredo Castro o el H.P. de Luis Barrales. Escojo, para sugerir una última finísima performance del cuerpo pobre, popular, vanguardista y europeo en los escenarios chilenos a Andrés Pérez, desde La negra Esther hasta La huída. Un chileno que amasaba, sin pedir permiso, erotismo gay con memoria política y energía parisina con técnicas mapuches, o al revés.
Santiago de Chile, marzo de 2009
Estudios de performance en América Latina
Magaly Muguercia
Debo hacer una primera aclaración de terminología. Hablaré aquí de performance en dos acepciones diferentes, pero que guardan entre sí una relación.
1) Hoy en día se denomina “arte de performance” a un género que, desde el teatro, las artes plásticas o la música, privilegia la producción de experiencia real más allá de la ficción. El arte de performance no quiere colocar al espectador frente a un objeto de arte para que lo contemple y lo interprete, sino que lo invita a cruzar, literalmente, hacia un espacio y un tiempo especiales donde actores y espectadores se movilizan hacia afuera de sus comportamientos habituales.
Ha muerto recientemente el maestro catalán Ricardo Salvat. En reflexiones recientes este artista y pensador describía la siguiente performance:
El espectáculo duraba unos treinta minutos. El público –veinte personas por pase– era encerrado en un enorme contenedor situado en la playa, al que se le llevaba con malos tratos como si fuera un inmigrante. Ya dentro del contenedor y a oscuras, el espectador se mezclaba con los actores sin saberlo. De repente, el que yo creí un espectador a mi lado se levantó y empezó a hacer todo un ritual de preparación de un terrorista suicida con fría decisión. Luego entraban los policías encapuchados y cacheaban a todos y cada uno de los espectadores. Se llevaban al terrorista. Alguien lloraba luego en una esquina. entraban los policías encapuchados y cacheaban a todos y cada uno de los espectadores. Se llevaban al terrorista. [...] De vez en cuando oías bellísimos poemas en árabe que una voz traducía como en un susurro. Experiencia terrible e impresionante...
Señala el investigador mexicano Antonio Prieto Stambaugh:
El gusto por el “performance art” está vinculado con el deseo de ver actos “reales”, no sangre de utilería sino sangre real, no un actor que representa a un personaje, sino un artista que se compromete a sí mismo en un acto riesgoso.
Reseña Prieto situaciones de performance:
Una mujer baña a un hombre dentro de una tina de sangre, restriega su piel con un pulpo...
Un hombre realiza un picnic en los pasillos de un aeropuerto internacional. Los policías le preguntan por qué hace eso y él contesta: "porque tengo hambre". Se lo llevan preso.
En Chile, los visitantes de una galería observan una juguera (“osterizer”) llena de pececitos vivos. Tienen la opción de accionar el interruptor...
Marvin Carlson apunta que, en los años 70 y 80 del siglo XX, el término fue usado por los teóricos, en esta primera acepción, para designar un teatro que “trataba lo experiencial como lo opuesto al aspecto discursivo del arte.”
En el arte de performance predomina, pues, una actitud que difumina o quiebra las fronteras que separan el arte de la vida y desafía al sujeto a intervenir en una experiencia de comportamiento real-extraordinario.
2) En la segunda acepción, performance se entiende como un principio de la cultura según el cual toda comunidad humana tiende a congregarse en algún espaciotiempo enmarcado para desarrollar secuencias vivas de acciones que, sujetas a alguna pauta previa, desencadenan efecto significativo sobre la convivencia. Desde inicios de los años 70 el estadounidense Richard Schechner propuso el término performance para designar:
un “amplio espectro” o “continuum” de acciones humanas que van desde lo ritual, el juego, los deportes, el entretenimiento popular, las artes escénicas (teatro, danza, música), y las acciones de la vida cotidiana, hasta la representación de roles sociales, profesionales, de género, de raza y de clase, y llegando hasta las prácticas de sanación (desde el chamanismo hasta la cirugía), los medios y el internet. […] La noción fundamental es que cualquier acción que esté enmarcada, presentada, resaltada o expuesta es performativa.
Según esta definición de Schechner — quizá excesivamente amplia —, hay performance en las artes escénicas; pero también en una procesión religiosa, en los carnavales de Río, en un partido de fútbol y en otras mil actuaciones públicas o privadas, siempre que, mediante la presentación o exhibición del cuerpo, la actuación apunte a reforzar o transformar situaciones de existencia.
Desde estas dos acepciones del concepto performance — como arte y como principio cultural —, los críticos e investigadores del teatro hemos incorporado en los últimos veinte años una mirada que tiende a describir, en el teatro y en la danza, lógicas del cuerpo en movimiento que rebasan la constitución simbólica de la representación. Fuera del teatro, los estudios de performance registran la “teatralidad” generada por alguna zona de identidad social cuando esta proclama su estabilidad, su adaptación o su disidencia. Así, hoy en día son frecuentes los estudios sobre la presentación social (performances sobre a normalización o el conflicto) de sujetos sometidos a exclusión — pobre, mujer, indígena, negro, homosexual, joven, proscrito. En este sentido una mirada desde la performance observa cuándo y cómo, por ejemplo, determinadas identificaciones sociales reproducen el orden o se pliegan a él; cuándo y cómo ejecutan y confirman físicamente su adaptación a patrones de opresión y cuándo y cómo un determinado cuerpo social subyugado se labra un tiempoespacio subversivo donde el orden cambia, aunque sea en un instante fugaz.
Naturalmente, son objeto frecuente de estudio las manifestaciones políticas públicas donde el grupo confirma o niega estructuras autoritarias. Y la antropología y la etnología observan y describen manifestaciones como el juego y el ritual, donde se repiten secuencias fijas de acciones, y el comportamiento, eventualmente, se abre hacia una zona de indeterminación que escapa de lo estructurado y previsible.
En este sentido amplio del término performance, se pueden estudiar desde los rituales japoneses del té o la acogida al extranjero blanco en una aldea de Sudáfrica, hasta la tradición del encuentro en los cafés de Buenos Aires, los códigos espectaculares del narcotráfico y el terrorismo, o las formas casi danzadas de tránsito vehicular en las calles de Puerto Príncipe.
América Latina elabora sus performances, en el teatro, en el arte, y fuera de ellos, sobre el paisaje más desequilibrado del planeta. Las elabora, en el arte, en una zona donde lo estético quiere derramarse hacia la vida o, en la vida, cuando una tradición repetida o un estallido contracultural manejan la estabilidad de las identificaciones o elaboran instantes utópicos contra abismos de desigualdad social, de discriminaciones y cohabitaciones obscenas. Una perspectiva de performance ayuda a describir, en la América Latina, estas identidades múltiples, partidas entre la energía y el discurso, entre la fuga y la pertenencia, entre la desobediencia y la parálisis.
En un espectáculo boliviano reciente, los Fragmentos líquidos, de Diego Aramburo (dirección de Alejandro Molina), el actor del personaje masculino se instala en un espléndido registro neutro, como si le hubieran enterrado la energía que, no obstante, sigue ahí; a cada tanto repite: “yo no tengo voz”. Su juego alterna con la turbulencia de dos mujeres. Ejecutando su erotismo homosexual, ellas son el reverso de todas las prohibiciones que llevan inscritas en el color diferente de su piel (el tema racial es candente en Bolivia). Yo le decía al director: no caracterices, no digas con ropa y pelucas, no trates de aclarar excesivamente el hilo narrativo. Aquí la diferencia está dando gritos en el color y los músculos visibles de esas actrices, en el combate y el encuentro de sus deseos. Solo pon más luz y huye de la redundancia. Allí, en el plano de performance, se establecía un triángulo: palabra poética del autor, vitalidad beligerante de las mujeres, trabajo de un actor con la neutralidad aparente. El actor que se mantiene adentro, solo, cortado.
Me ha parecido útil intentar un breve recuento de investigadores, teóricos y críticos latinoamericanos que hoy en día introducen en sus análisis la perspectiva epistemológica de performance. En esta ocasión no me referiré a los estudiosos de América Latina y lo latino desde los EEUU. Pero es preciso recordar que en ese país alcanzó su definición inicial el arte de performance en los años 60, y que también allí aparecieron, por esta misma época, estudios pioneros sobre las performances sociales. La universidad de Nueva York (NYU) fue la primera en el mundo en crear un departamento de Performance Studies hace más de 20 años, dirigido por Richard Schechner. Y en 2000, adscrito a este Departamento, se fundó el Instituto Hemisférico de Performance y Política, que dirige Diana Taylor. La función de este instituto es, precisamente, hacer de puente entre artistas y estudiosos de performance radicados en las dos geografías, y estimular sus prácticas.
Tampoco incluyo en esta primera incursión los aportes teóricos realizados por los artistas latinoamericanos de teatro y la danza. Mucho han contribuido ellos a sugerir lógicas políticas nuevas, no ideológicas, que han descubierto al investigar con sus actores desempeños corporales alternativos que afectan una situación de grupo. Pienso en Eduardo Pavlovsky o en Ricardo Bartís en la Argentina; o en Antonio Araujo, pero también en Augusto Boal o Antunes Filho, en Brasil; o en los chicanos Guillermo Gómez Peña y Coco Fusco, en Rosa Luisa Márquez y Martorell, en Puerto Rico, o en Víctor Varela, Carlos Díaz y Marianela Boán, en Cuba (y fuera de ella); en las teorizaciones de Miguel Rubio y Mario Delgado, de Santiago García, Samuel Vázquez o Cristóbal Peláez en Perú y Colombia. Decenas de artistas latinoamericanos han contribuido en la segunda mitad del siglo XX a formar el campo teórico de esta reflexión. Sin ellos, los estudiosos no dispondríamos de algunas finas distinciones, experiencias vividas, y categorías para pensar el aspecto performativo del teatro.
En este bosquejo me restrinjo al trabajo de algunos investigadores y académicos en tres países.
Brasil descuella por la variedad y calidad de miradas que analizan hoy aspectos específicamente performativos en el teatro y fuera de él. En el ámbito de la teatrología, el director e investigador André Carreira ha venido elaborando desde hace más de una década estudios sobre las modalidades de teatro popular, teatro de calle y la constitución del grupo teatral a lo largo de la historia de la escena brasileña del siglo XX. Los estudios de Carreira se distinguen por la discusión teórica de aquellos aspectos donde el teatro, en Brasil, se mide con espacios no tradicionales, con la participación comunitaria y las disposiciones específicas del cuerpo del actor que se ocupa en estas zonas de la experimentación teatral. Sus ensayos sobre “El riesgo como un camino material para explorar la teatralidad” , su “Delimitación del concepto de teatro callejero”, “Sobremodernidad y No-Lugares: el teatro callejero como resistencia” o el más reciente “Teatro como invasão” nos revelan conexiones esenciales entre formas de exposición física extrema, ocupación del espacio de la ciudad y estrategias teatrales que crean enclaves de resistencia cultural en toda la geografía del enorme país.
La historiadora y crítica Silvana García, en sucesivos estudios sobre el Teatro da Vertigem de Antonio Araujo y la Compañía San Jorge de Variedades, examina lo político como re-situación del público sobre espacios conflictivos reales de la ciudad de Sao Paulo: una cárcel, el lecho y las orillas del contaminado río Tieté, y un albergue público de la ciudad. “Heridas de la ciudad expuestas”, dice ella, donde los espectadores no son convencidos de nada sino sometidos a una vivencia en la pobreza y la marginalidad. Destaca García:
la contaminación del trabajo [teatral] por una realidad que no admite ser solo representada: ella quiere estar allí presente y se impone, creando una sobre-realidad, una hiper-realidad que se constituye en el acto.
Para la investigadora esta presencia del espectador en el espacio ajeno debe ser pactada. Pero una vez establecido el pacto, no hay marcha atrás. Es necesario navegar en el sucio río para hacer parte de la escenografía. Y es preciso, eventualmente, interactuar con la “interferencia”, con la reacción imprevisible que viene de los presos, de la periferia, de los marginados.
Según Silvana García estos espectáculos se caracterizan porque:
no hay intención de determinar la conciencia social del espectador, tampoco se pretende que el espectador integre una comunidad ideológica cómplice. Lo que es de la naturaleza de esa experiencia es la posibilidad de, efectivamente, experimentar el desplazamiento, experimentar el lugar de la exclusión, el lugar marginal, el lugar donde el Brasil se vuelve problemático.
Destaco la existencia en Brasil de varias agrupaciones de investigadores en la línea de estudios de performance: en Bahía, por ejemplo, funciona el Grupo Interdisciplinario de Investigación sobre contemporaneidad, imaginario y teatralidad (GIPE-CIT) dirigido por el profesor Armindo Bião, con sede en Bahía, o el Grupo de Estudios de performance coordinado por Zeca Teixeira en Río de Janeiro.
Armindo Bião, junto con Chiristine Greiner, fue promotor y editor, en 1998, del libro Etnoescenología: textos selecionados ; más recientemente colaboró en la confección del volumen Temas em contemporaneidade, imaginário e teatralidade . En su introducción a Etnoescenología Bião subraya los orígenes múltiples de la nueva disciplina y su conexión con los Performance Studies anglosajones. Fundamentando su propia postura teórica y la extensión que él concede a la etnoescenología, precisa Bião:
Acreditamos que a arte, a religião, a política e o cotidiano possuem aspectos espetaculares (inserindo-se assim no campo de estudos da etnocenologia), mas que não são áreas de conhecimento indistintas. O que as articula, em sua distinção conceitual e funcional, é justamente uma relative indistinção corporal comportamental, enquanto interação coletiva necessariamente incorporada nas pessoas participantes, ou o que se poderia denominar de comportamentos espetaculares (mais ou menos) organizados e objeto desta almejada cenologia geral, hoje denominada temporariamente etnocenologia.
Como era de esperar, el área de estudios brasileños sobre danza hoy forma parte importante de esta nueva perspectiva teórica. Igualmente los estudios etnológicos sobre la presencia africana e indígena en la cultura nacional.
La investigadora Leda Martins, con su libro Afrografias da memoria , inició hace quince años indagaciones sobre rituales afrobrasileños en los que tomó como eje la categoría de la “encrucijada”:
O termo encruzilhada, utilizado como operador conceitual, oferece-nos a possibilidade de interpretação do trânsito sistêmico e epistêmico que
emergem dos processos inter e transculturais, nos quais se confrontam e
dialogam, nem sempre amistosamente, registros, concepções e sistemas
simbólicos diferenciados e diversos.
La encrucijada presupone la interacción de reinos diferentes: “vivos con muertos”, “natural con sobrenatural”, “cósmico con sociedad” y en los estudios latinoamericanos ensanchan la comprensión de los regímenes de mestizaje, hibridación y cruces de culturas y la manifestación de estos en términos de ejecuciones corporales. Una investigación más reciente de Martins versa sobre las “Performances del tiempo y la memoria” , donde argumenta la constitución curvilínea del tiempo y el espacio propia de las culturas africanas e incorporada a los rituales de congados en el nordeste brasileño. En este tiempo, el “tiempo espiral”, la coexistencia del ya y el todavía se presuponen, y predomina el principio de reversibilidad de la experiencia propio de un tiempo no lineal.
Los trabajos de la imaginación filosófica y etnológica de Leda Martins proporcionan criterios novedosos para identificar, en campos de pensamiento social, religión, política y artes escénicas, principios performativos que responden a matrices de pensamiento no occidentales.
Crucemos la frontera hacia la Argentina. Allí rescato con énfasis la reflexión de directores y dramaturgos que, en los últimos 20 años, conforman lo que Jorge Dubatti ha llamado el “teatro de la posdictadura”. Aprecio las prácticas y el pensamiento de un teatro que ha desplegado, desde diferentes poéticas, un principio de restauración de la memoria histórica. Allí creo que se activa una ética que bebe en Foucault, Deleuze y Guattari — trabajo en lo micropolítico y construcciones de subjetividad alternativa. Este acento aparece explicitado en artistas como Eduardo Pavlovsky y R. Bartís , al formular sus poéticas de la “actuación de estados”, y también en pensadores como Jorge Dubatti.
En su Filosofía del teatro Dubatti defiende una tesis sobre la “matriz de la teatralidad”, donde el teatro se define esencialmente como acontecimiento. Así, el hecho escénico reuniría una tríada de sub-acontecimientos: el convivial, el poético y el “expectatorial”. Se entrelazan en el teatro y actúan al unísono un cuerpo de la presencia y la compañía (el convivio), un cuerpo poético que inventa mundos simbólicos, y un cuerpo de la percepción que el espectador devuelve a manera de participación. Para Dubatti, de nuevo, como en Brasil, es central la experiencia de lo político y ético en el teatro, y esta reside, para actores y espectadores, no en lo ideológico sino en una formación de cuerpo movilizado sobre algún espacio efímero alternativo a las hegemonías. Las teorizaciones de Dubatti están ampliamente sustentadas en análisis de prácticas artísticas concretas de los últimos veinte años en Argentina que producen una salida de lo performativo hacia lo micropolítico. Dubatti establece como rasgo central de los teatros experimentales de la posdictadura “una ruptura del binarismo en las concepciones estéticas y políticas” que él ilustra en sus estudios sobre las poéticas de E. Pavlovsky, R. Bartís, D. Veronese, R. Spregelburd, M. Kartun y otros representantes de una “contracultura” teatral. En esta se investiga la actuación de “estados”, donde la teatralidad se vive como una ética del cuerpo, en enclaves producidos “fuera” y a contrapelo de la ciudad autoritaria.
Por último Dubatti se refiere a la performance fuera del arte y habla sobre una teatralidad que “derrama en la actividad social”:
[...] una teatralidad des-definida, la liminalidad entre teatro y vida, entre el teatro y las otras artes, entre el teatro y la ciencia, la manifestación política, la religión... Una teatralidad extendida, diseminada, que convierte a la Argentina de la Postdictadura en un laboratorio de teatralidad sin antecedentes y obliga al teatro a redefinirse.
En esta vertiente de la teatrología, debo mencionar los acercamientos tempranos de Beatriz Trastoy y Perla Zayas de Lima al tema de los lenguajes no verbales en el teatro argentino y, actualmente, llamar la atención sobre los estudios de Norma Adriana Scheinin sobre teoría del cuerpo y la nueva mirada crítica en el teatro a la luz de los enfoques de performance.
Una última nota sobre Argentina: es apreciable la gravitación sobre investigadores y artistas argentinos del pensamiento de Beatriz Sarlo, una figura que marca pauta en ese país en teoría literaria y estudios de la cultura. Se siente en ellos la deuda con esta persistente reescritora de la memoria, interesada en distinguir las huellas de la política en los cuerpos y en los vericuetos donde la cultura contemporánea ensaya, como ella ha señalado, la formación de nuevas subjetividades.
Otra área del pensamiento sobre performance en la Argentina está referida a estudios sobre la espectacularización de lo político. La vida dictó este derrotero en otros tiempos, cuando la dictadura torturaba y desaparecía, y las Madres de Plaza de Mayo iniciaron aquella ronda solemne y peligrosa que fue durante años encarnó la voz pública contra el régimen. Después vinieron los cacerolazos y el memorable evento del Teatro Abierto, gigantescas performances de la ciudad contra el silencio impuesto; y más tarde, con la democracia, el movimiento de HIJOS con su teatro por la identidad, las congregaciones de piqueteros durante la gran crisis de 2001 y 2002 y los escraches. Estos últimos son actos de repudio espectaculares contra figuras del antiguo régimen militar o contra los nuevos depredadores. A este propósito quiero mencionar los estudios de Ana Longoni y en particular su investigación sobre “El siluetazo y su legado” .
A principios de los 80, en dictadura militar, se pintaba sobre papeles la forma vacía de un cuerpo a escala natural. Esas siluetas amanecían pegadas a los muros de la ciudad para darle presencia acusadora a los desaparecidos. Longoni contrasta la solemnidad de las performances políticas en dictadura con el espíritu carnavalesco de los escraches que surgieron después, en los años 90. Estos están animados por agrupaciones de jóvenes artistas plásticos. Los escraches cercan y apuntan hacia aquellos espacios de la ciudad donde persiste la memoria o la persona real del genocida. En este procedimiento performativo de revelación de lo oculto, el espacio es cercado y se produce, además, una provocación visual mediante el empleo de grandes muñecos, máscaras y disfraces.
La tercera estación de este sumario es México. Como Argentina y Brasil, México es tierra de vida teatral intensa y legendarias turbulencias políticas, desde la Revolución Mexicana hasta las performances zapatistas de la década pasada. Único país latinoamericano con fronteras con los Estados Unidos, su imaginario político está marcado por la tensión entre el nacionalismo mexicano y el éxodo masivo de los pobres hacia el norte, la tierra de promisión. México posee, además, ancestro indígena poderoso que se entrelaza con el legado europeo y una tradición en estudios de antropología y pensamiento sobre la cultura caracterizados por su particular aliento poético.
Hoy en día el antropólogo Roger Bartra, el sociólogo y antropólogo argentino Néstor García Canclini, establecido en México, y el escritor Carlos Monsiváis se cuentan entre los principales productores de visiones teóricas de la mexicanidad posmoderna y sus rituales. Se debe a Monsiváis Los rituales del caos , un clásico para estudiosos de la performance cultural en cualquier latitud. Los mexicanos cuentan, además, con las investigaciones precursoras de Gabriel Weisz en torno al cuerpo. Este camino se abrió con su libro El juego viviente , de 1986, y se ha actualizado en su obra más reciente, Cuerpo y espectros , de 2005.
En el área de los estudios teatrales desde la perspectiva que estamos subrayando es imprescindible el nombre de un académico joven: Antonio Prieto Stambaugh. Este teórico y animador de los estudios sobre performance es el conductor del sitio de Internet “Performancelogía” . Allí puede leerse su “Pánico, performance y política. Una historia sobre 40 años de arte de performance en México”. Prieto traza allí la trayectoria de una vocación mexicana de arte no objetual, cuyo origen temprano él sitúa en los años 60, con el teatro pánico de Alejandro Jodorowski y las acciones de Juan José Gurrola. Para Prieto, el arte de performance reverdece en el México de los años 90, con una generación donde destacan Jesusa Rodríguez y Astrid Haddad, cultivadoras del llamado “cabaret político”, especie de encarnación posmoderna de la revista política mexicana que dominó en las primeras décadas del siglo XX.
Prieto coincide con sus colegas latinoamericanos en subrayar un cambios en la noción misma de lo político en los nuevos géneros del arte:
A diferencia de lo que sucedía en algunas corrientes plásticas y escénicas de los 60s y 70s, [hoy] los artistas no-objetuales se resisten a hacer de su obra un enunciado político abierto y efectúan más bien un replanteamiento de lo político desde una óptica no partidista [...] que centra su atención en los problemas de la representación y la autoridad.
También en México se destacan los trabajos de la investigadora cubana Ileana Diéguez, radicada en aquel país desde hace casi dos décadas. En su reciente libro Escenarios liminales , esta teatróloga ha ofrecido un panorama particularmente sensible sobre lo que ella percibe como acciones espectaculares de frontera, donde se cruzan disciplinas y territorios, tanto en México como en otros países latinoamericanos. Combinando la noción de “liminaridad” tomada del antropólogo estadounidense Víctor Turner, y la idea de “teatralidades” que operan en la cultura más allá de las artes escénicas — en la línea de pensamiento que iría del pionero del ruso N. Evreinof hasta las tesis del chileno Juan Villegas, entre otros —, Diéguez describe estas performances híbridas dispersas por el continente, en dramaturgias y puestas en escena, pero también formas de pedagogía y política opositoras, o las creativas manifestaciones callejeras en el DF contra el fraude electoral. Así describe Diéguez su perspectiva teórica:
Me interesa observar la liminalidad como extrañamiento del estado habitual de la teatralidad tradicional y como situación en la que se entretejen experiencias estéticas, políticas y éticas. Las prácticas liminales, aún cuando se trata de construcciones desde el arte, se arriesgan a intervenir en los espacios públicos, insertándose en las dinámicas ciudadanas, exponiéndose a ser contaminadas o atravesadas por los acontecimientos de lo real. O se generan colectivamente, fuera de la esfera artística, trascendiendo la dimensión contemplativa, y más allá incluso de propiciar una estética de la participación ponen en acción “utopías de proximidad”.
Como los anteriores estudiosos, Diéguez reconoce la investigación de nuevas claves de lo político, propias de un cambio cultural, en estas experiencias que no enarbolan ideología y discurso sino ejercicio en términos concretos corporales de “subjetividades utópicas pero esencialmente subversivas”.
Mi última estación es Cuba, mi país . La cultura cubana está atravesada por una intensa experiencia política revolucionaria, desde sus luchas por la independencia hasta el socialismo. Ha brillado por la libertad de sus pensadores y artistas en la elaboración atrevida de visiones sobre lo nacional, ámbito recurrente y obsesivo en nuestro imaginario. Los primeros estudiosos de nuestro ancestro africano fueron pioneros de la etnología moderna en la América Latina. Pueblo con vocación de danza, música y espectáculo, al menor pretexto los cubanos se congregan y mueven el cuerpo con fruición. Decimos que nos da lo mismo “un homenaje que un escándalo” quizá para significar esta prontitud a movilizarnos y ofrecernos con desenfado en espectáculo, así en la vida pública como en la privada. En Cuba, debo agregar, se fundó, en 1977, la primera facultad latinoamericana donde se estudió la teatrología como una especialidad universitaria.
Sin embargo, en el día de hoy es relativamente poco frecuente la perspectiva de performance en el pensamiento social y en la teatrología.
La excepción brillante es la teatróloga Inés María Martiatu, que en su incansable investigación ha venido combinando la teoría del teatro, la antropología cultural y la etnología para rescatar los elementos de ritual y mitologías de origen africano en el teatro cubano y caribeño. Su libro El rito como representación es una colección de ensayos sobre la presencia de cultos de santería, Palo Monte, vodú y espiritismo en la dramaturgia y en la escena cubanas. Allí ha estudiado también la actuación del poseso en los cultos, así como la presencia de las fiestas tradicionales populares en algunas prácticas teatrales. Su libro más reciente, Wanilere Teatro , agrupa textos teatrales que incorporan a su estructura rituales de tradición yorubá, bantú, abakuá, vodú y espiritista. Según la autora, la teatrología cubana y la crítica artística y literaria “habían olvidado, marginado o excluido y hecho poco menos que invisible la importancia de estos temas en el imaginario cultural y teatral cubano”.
No ha visto la luz en Cuba un volumen publicado en coedición, en España y Alemania, en 2003: Rito y representación. Los sistemas mágico-religiosos en la cultura cubana contemporánea , recopilación al cuidado de la investigadora Beatriz Rizk, colombiana radicada en los Estados Unidos y la teatróloga cubana Yana Elsa Brugal.
Fuera del teatro, en el área de los estudios culturales y la etnología, Lázara Menéndez ha mantenido una reflexión polémica y esclarecida sobre los elementos de origen africano en nuestra cultura y las operaciones hegemónicas de antes y de ahora que tienden a ignorar, tergiversar o desacreditar las creencias y conceptos que vienen de nuestro componente negro y popular. En un trabajo reciente Menéndez ha analizado, por ejemplo, la exclusión sistemática de imágenes de santería en la televisión cubana. La incisiva investigadora aclara con prudencia:
No nos consta que exista una voluntad de desestimar los enclaves conceptuales que emanan de las religiones cubanas, pero de hecho se omiten resultados importantes de las investigaciones realizadas.
Los estudios cubanos reseñados están concentrados, como se ve, en el área de la etnología y la problemática de lo negro y sus marginaciones en Cuba. La teatrología y otros campos de las ciencias sociales permanecen muy parcos. El escándalo de la actuación (1997), de quien escribe estas líneas, está dedicado a una experiencia sobre performance y pedagogía alternativa con grupos cubanos adultos. Agotó en pocos meses su pequeña edición y no ha sido reeditado. El cuerpo cubano. Teatro performance y política , de 2005, también de mi autoría, tiene una edición digital en Argentina y no se ha publicado en la isla.
Creo que este vacío obedece a una dificultad muy puntual que afecta a todo el pensamiento social cubano, pero que pesa doblemente sobre los estudios de performance. En ellos es central la necesidad de analizar explícitamente la experiencia del cuerpo social en zonas conflictivas de implicación política. En lo macropolítico, se trata de identificar la elaboración performativa de tensiones con el discurso oficial y con los controles institucionales dominantes. En lo privado o micropolítico, hay que describir obediencias y adecuaciones a la hegemonía y también la proliferación de invenciones populares de resistencia y oposición. La vida cubana está llena de un teatro cotidiano donde se hacen visibles la actuación de conflictos en el cuerpo social y también la puesta en cuerpo de utopías persistentes de igualdad y libertad generadas por nuestra cultura socialista. Las invenciones populares en esta zona resultan tan divertidas por momentos como tragicómicas y desgarradas. En particular en la teatrología cubana, otrora sagaz, el síndrome esópico (la no explicitación del sentido político) se ha vuelto empobrecedor: evadir los datos concretos del cuerpo social y sus tensiones, acaba por congelarnos en una metafísica del “ser cubano”, que relega a las entrelíneas la descripción de las opresiones y la subjetividad trasgresora puestas en cuerpo por bailarines, coreógrafos, dramaturgos, actores y directores.
Debo hacer una primera aclaración de terminología. Hablaré aquí de performance en dos acepciones diferentes, pero que guardan entre sí una relación.
1) Hoy en día se denomina “arte de performance” a un género que, desde el teatro, las artes plásticas o la música, privilegia la producción de experiencia real más allá de la ficción. El arte de performance no quiere colocar al espectador frente a un objeto de arte para que lo contemple y lo interprete, sino que lo invita a cruzar, literalmente, hacia un espacio y un tiempo especiales donde actores y espectadores se movilizan hacia afuera de sus comportamientos habituales.
Ha muerto recientemente el maestro catalán Ricardo Salvat. En reflexiones recientes este artista y pensador describía la siguiente performance:
El espectáculo duraba unos treinta minutos. El público –veinte personas por pase– era encerrado en un enorme contenedor situado en la playa, al que se le llevaba con malos tratos como si fuera un inmigrante. Ya dentro del contenedor y a oscuras, el espectador se mezclaba con los actores sin saberlo. De repente, el que yo creí un espectador a mi lado se levantó y empezó a hacer todo un ritual de preparación de un terrorista suicida con fría decisión. Luego entraban los policías encapuchados y cacheaban a todos y cada uno de los espectadores. Se llevaban al terrorista. Alguien lloraba luego en una esquina. entraban los policías encapuchados y cacheaban a todos y cada uno de los espectadores. Se llevaban al terrorista. [...] De vez en cuando oías bellísimos poemas en árabe que una voz traducía como en un susurro. Experiencia terrible e impresionante...
Señala el investigador mexicano Antonio Prieto Stambaugh:
El gusto por el “performance art” está vinculado con el deseo de ver actos “reales”, no sangre de utilería sino sangre real, no un actor que representa a un personaje, sino un artista que se compromete a sí mismo en un acto riesgoso.
Reseña Prieto situaciones de performance:
Una mujer baña a un hombre dentro de una tina de sangre, restriega su piel con un pulpo...
Un hombre realiza un picnic en los pasillos de un aeropuerto internacional. Los policías le preguntan por qué hace eso y él contesta: "porque tengo hambre". Se lo llevan preso.
En Chile, los visitantes de una galería observan una juguera (“osterizer”) llena de pececitos vivos. Tienen la opción de accionar el interruptor...
Marvin Carlson apunta que, en los años 70 y 80 del siglo XX, el término fue usado por los teóricos, en esta primera acepción, para designar un teatro que “trataba lo experiencial como lo opuesto al aspecto discursivo del arte.”
En el arte de performance predomina, pues, una actitud que difumina o quiebra las fronteras que separan el arte de la vida y desafía al sujeto a intervenir en una experiencia de comportamiento real-extraordinario.
2) En la segunda acepción, performance se entiende como un principio de la cultura según el cual toda comunidad humana tiende a congregarse en algún espaciotiempo enmarcado para desarrollar secuencias vivas de acciones que, sujetas a alguna pauta previa, desencadenan efecto significativo sobre la convivencia. Desde inicios de los años 70 el estadounidense Richard Schechner propuso el término performance para designar:
un “amplio espectro” o “continuum” de acciones humanas que van desde lo ritual, el juego, los deportes, el entretenimiento popular, las artes escénicas (teatro, danza, música), y las acciones de la vida cotidiana, hasta la representación de roles sociales, profesionales, de género, de raza y de clase, y llegando hasta las prácticas de sanación (desde el chamanismo hasta la cirugía), los medios y el internet. […] La noción fundamental es que cualquier acción que esté enmarcada, presentada, resaltada o expuesta es performativa.
Según esta definición de Schechner — quizá excesivamente amplia —, hay performance en las artes escénicas; pero también en una procesión religiosa, en los carnavales de Río, en un partido de fútbol y en otras mil actuaciones públicas o privadas, siempre que, mediante la presentación o exhibición del cuerpo, la actuación apunte a reforzar o transformar situaciones de existencia.
Desde estas dos acepciones del concepto performance — como arte y como principio cultural —, los críticos e investigadores del teatro hemos incorporado en los últimos veinte años una mirada que tiende a describir, en el teatro y en la danza, lógicas del cuerpo en movimiento que rebasan la constitución simbólica de la representación. Fuera del teatro, los estudios de performance registran la “teatralidad” generada por alguna zona de identidad social cuando esta proclama su estabilidad, su adaptación o su disidencia. Así, hoy en día son frecuentes los estudios sobre la presentación social (performances sobre a normalización o el conflicto) de sujetos sometidos a exclusión — pobre, mujer, indígena, negro, homosexual, joven, proscrito. En este sentido una mirada desde la performance observa cuándo y cómo, por ejemplo, determinadas identificaciones sociales reproducen el orden o se pliegan a él; cuándo y cómo ejecutan y confirman físicamente su adaptación a patrones de opresión y cuándo y cómo un determinado cuerpo social subyugado se labra un tiempoespacio subversivo donde el orden cambia, aunque sea en un instante fugaz.
Naturalmente, son objeto frecuente de estudio las manifestaciones políticas públicas donde el grupo confirma o niega estructuras autoritarias. Y la antropología y la etnología observan y describen manifestaciones como el juego y el ritual, donde se repiten secuencias fijas de acciones, y el comportamiento, eventualmente, se abre hacia una zona de indeterminación que escapa de lo estructurado y previsible.
En este sentido amplio del término performance, se pueden estudiar desde los rituales japoneses del té o la acogida al extranjero blanco en una aldea de Sudáfrica, hasta la tradición del encuentro en los cafés de Buenos Aires, los códigos espectaculares del narcotráfico y el terrorismo, o las formas casi danzadas de tránsito vehicular en las calles de Puerto Príncipe.
América Latina elabora sus performances, en el teatro, en el arte, y fuera de ellos, sobre el paisaje más desequilibrado del planeta. Las elabora, en el arte, en una zona donde lo estético quiere derramarse hacia la vida o, en la vida, cuando una tradición repetida o un estallido contracultural manejan la estabilidad de las identificaciones o elaboran instantes utópicos contra abismos de desigualdad social, de discriminaciones y cohabitaciones obscenas. Una perspectiva de performance ayuda a describir, en la América Latina, estas identidades múltiples, partidas entre la energía y el discurso, entre la fuga y la pertenencia, entre la desobediencia y la parálisis.
En un espectáculo boliviano reciente, los Fragmentos líquidos, de Diego Aramburo (dirección de Alejandro Molina), el actor del personaje masculino se instala en un espléndido registro neutro, como si le hubieran enterrado la energía que, no obstante, sigue ahí; a cada tanto repite: “yo no tengo voz”. Su juego alterna con la turbulencia de dos mujeres. Ejecutando su erotismo homosexual, ellas son el reverso de todas las prohibiciones que llevan inscritas en el color diferente de su piel (el tema racial es candente en Bolivia). Yo le decía al director: no caracterices, no digas con ropa y pelucas, no trates de aclarar excesivamente el hilo narrativo. Aquí la diferencia está dando gritos en el color y los músculos visibles de esas actrices, en el combate y el encuentro de sus deseos. Solo pon más luz y huye de la redundancia. Allí, en el plano de performance, se establecía un triángulo: palabra poética del autor, vitalidad beligerante de las mujeres, trabajo de un actor con la neutralidad aparente. El actor que se mantiene adentro, solo, cortado.
Me ha parecido útil intentar un breve recuento de investigadores, teóricos y críticos latinoamericanos que hoy en día introducen en sus análisis la perspectiva epistemológica de performance. En esta ocasión no me referiré a los estudiosos de América Latina y lo latino desde los EEUU. Pero es preciso recordar que en ese país alcanzó su definición inicial el arte de performance en los años 60, y que también allí aparecieron, por esta misma época, estudios pioneros sobre las performances sociales. La universidad de Nueva York (NYU) fue la primera en el mundo en crear un departamento de Performance Studies hace más de 20 años, dirigido por Richard Schechner. Y en 2000, adscrito a este Departamento, se fundó el Instituto Hemisférico de Performance y Política, que dirige Diana Taylor. La función de este instituto es, precisamente, hacer de puente entre artistas y estudiosos de performance radicados en las dos geografías, y estimular sus prácticas.
Tampoco incluyo en esta primera incursión los aportes teóricos realizados por los artistas latinoamericanos de teatro y la danza. Mucho han contribuido ellos a sugerir lógicas políticas nuevas, no ideológicas, que han descubierto al investigar con sus actores desempeños corporales alternativos que afectan una situación de grupo. Pienso en Eduardo Pavlovsky o en Ricardo Bartís en la Argentina; o en Antonio Araujo, pero también en Augusto Boal o Antunes Filho, en Brasil; o en los chicanos Guillermo Gómez Peña y Coco Fusco, en Rosa Luisa Márquez y Martorell, en Puerto Rico, o en Víctor Varela, Carlos Díaz y Marianela Boán, en Cuba (y fuera de ella); en las teorizaciones de Miguel Rubio y Mario Delgado, de Santiago García, Samuel Vázquez o Cristóbal Peláez en Perú y Colombia. Decenas de artistas latinoamericanos han contribuido en la segunda mitad del siglo XX a formar el campo teórico de esta reflexión. Sin ellos, los estudiosos no dispondríamos de algunas finas distinciones, experiencias vividas, y categorías para pensar el aspecto performativo del teatro.
En este bosquejo me restrinjo al trabajo de algunos investigadores y académicos en tres países.
Brasil descuella por la variedad y calidad de miradas que analizan hoy aspectos específicamente performativos en el teatro y fuera de él. En el ámbito de la teatrología, el director e investigador André Carreira ha venido elaborando desde hace más de una década estudios sobre las modalidades de teatro popular, teatro de calle y la constitución del grupo teatral a lo largo de la historia de la escena brasileña del siglo XX. Los estudios de Carreira se distinguen por la discusión teórica de aquellos aspectos donde el teatro, en Brasil, se mide con espacios no tradicionales, con la participación comunitaria y las disposiciones específicas del cuerpo del actor que se ocupa en estas zonas de la experimentación teatral. Sus ensayos sobre “El riesgo como un camino material para explorar la teatralidad” , su “Delimitación del concepto de teatro callejero”, “Sobremodernidad y No-Lugares: el teatro callejero como resistencia” o el más reciente “Teatro como invasão” nos revelan conexiones esenciales entre formas de exposición física extrema, ocupación del espacio de la ciudad y estrategias teatrales que crean enclaves de resistencia cultural en toda la geografía del enorme país.
La historiadora y crítica Silvana García, en sucesivos estudios sobre el Teatro da Vertigem de Antonio Araujo y la Compañía San Jorge de Variedades, examina lo político como re-situación del público sobre espacios conflictivos reales de la ciudad de Sao Paulo: una cárcel, el lecho y las orillas del contaminado río Tieté, y un albergue público de la ciudad. “Heridas de la ciudad expuestas”, dice ella, donde los espectadores no son convencidos de nada sino sometidos a una vivencia en la pobreza y la marginalidad. Destaca García:
la contaminación del trabajo [teatral] por una realidad que no admite ser solo representada: ella quiere estar allí presente y se impone, creando una sobre-realidad, una hiper-realidad que se constituye en el acto.
Para la investigadora esta presencia del espectador en el espacio ajeno debe ser pactada. Pero una vez establecido el pacto, no hay marcha atrás. Es necesario navegar en el sucio río para hacer parte de la escenografía. Y es preciso, eventualmente, interactuar con la “interferencia”, con la reacción imprevisible que viene de los presos, de la periferia, de los marginados.
Según Silvana García estos espectáculos se caracterizan porque:
no hay intención de determinar la conciencia social del espectador, tampoco se pretende que el espectador integre una comunidad ideológica cómplice. Lo que es de la naturaleza de esa experiencia es la posibilidad de, efectivamente, experimentar el desplazamiento, experimentar el lugar de la exclusión, el lugar marginal, el lugar donde el Brasil se vuelve problemático.
Destaco la existencia en Brasil de varias agrupaciones de investigadores en la línea de estudios de performance: en Bahía, por ejemplo, funciona el Grupo Interdisciplinario de Investigación sobre contemporaneidad, imaginario y teatralidad (GIPE-CIT) dirigido por el profesor Armindo Bião, con sede en Bahía, o el Grupo de Estudios de performance coordinado por Zeca Teixeira en Río de Janeiro.
Armindo Bião, junto con Chiristine Greiner, fue promotor y editor, en 1998, del libro Etnoescenología: textos selecionados ; más recientemente colaboró en la confección del volumen Temas em contemporaneidade, imaginário e teatralidade . En su introducción a Etnoescenología Bião subraya los orígenes múltiples de la nueva disciplina y su conexión con los Performance Studies anglosajones. Fundamentando su propia postura teórica y la extensión que él concede a la etnoescenología, precisa Bião:
Acreditamos que a arte, a religião, a política e o cotidiano possuem aspectos espetaculares (inserindo-se assim no campo de estudos da etnocenologia), mas que não são áreas de conhecimento indistintas. O que as articula, em sua distinção conceitual e funcional, é justamente uma relative indistinção corporal comportamental, enquanto interação coletiva necessariamente incorporada nas pessoas participantes, ou o que se poderia denominar de comportamentos espetaculares (mais ou menos) organizados e objeto desta almejada cenologia geral, hoje denominada temporariamente etnocenologia.
Como era de esperar, el área de estudios brasileños sobre danza hoy forma parte importante de esta nueva perspectiva teórica. Igualmente los estudios etnológicos sobre la presencia africana e indígena en la cultura nacional.
La investigadora Leda Martins, con su libro Afrografias da memoria , inició hace quince años indagaciones sobre rituales afrobrasileños en los que tomó como eje la categoría de la “encrucijada”:
O termo encruzilhada, utilizado como operador conceitual, oferece-nos a possibilidade de interpretação do trânsito sistêmico e epistêmico que
emergem dos processos inter e transculturais, nos quais se confrontam e
dialogam, nem sempre amistosamente, registros, concepções e sistemas
simbólicos diferenciados e diversos.
La encrucijada presupone la interacción de reinos diferentes: “vivos con muertos”, “natural con sobrenatural”, “cósmico con sociedad” y en los estudios latinoamericanos ensanchan la comprensión de los regímenes de mestizaje, hibridación y cruces de culturas y la manifestación de estos en términos de ejecuciones corporales. Una investigación más reciente de Martins versa sobre las “Performances del tiempo y la memoria” , donde argumenta la constitución curvilínea del tiempo y el espacio propia de las culturas africanas e incorporada a los rituales de congados en el nordeste brasileño. En este tiempo, el “tiempo espiral”, la coexistencia del ya y el todavía se presuponen, y predomina el principio de reversibilidad de la experiencia propio de un tiempo no lineal.
Los trabajos de la imaginación filosófica y etnológica de Leda Martins proporcionan criterios novedosos para identificar, en campos de pensamiento social, religión, política y artes escénicas, principios performativos que responden a matrices de pensamiento no occidentales.
Crucemos la frontera hacia la Argentina. Allí rescato con énfasis la reflexión de directores y dramaturgos que, en los últimos 20 años, conforman lo que Jorge Dubatti ha llamado el “teatro de la posdictadura”. Aprecio las prácticas y el pensamiento de un teatro que ha desplegado, desde diferentes poéticas, un principio de restauración de la memoria histórica. Allí creo que se activa una ética que bebe en Foucault, Deleuze y Guattari — trabajo en lo micropolítico y construcciones de subjetividad alternativa. Este acento aparece explicitado en artistas como Eduardo Pavlovsky y R. Bartís , al formular sus poéticas de la “actuación de estados”, y también en pensadores como Jorge Dubatti.
En su Filosofía del teatro Dubatti defiende una tesis sobre la “matriz de la teatralidad”, donde el teatro se define esencialmente como acontecimiento. Así, el hecho escénico reuniría una tríada de sub-acontecimientos: el convivial, el poético y el “expectatorial”. Se entrelazan en el teatro y actúan al unísono un cuerpo de la presencia y la compañía (el convivio), un cuerpo poético que inventa mundos simbólicos, y un cuerpo de la percepción que el espectador devuelve a manera de participación. Para Dubatti, de nuevo, como en Brasil, es central la experiencia de lo político y ético en el teatro, y esta reside, para actores y espectadores, no en lo ideológico sino en una formación de cuerpo movilizado sobre algún espacio efímero alternativo a las hegemonías. Las teorizaciones de Dubatti están ampliamente sustentadas en análisis de prácticas artísticas concretas de los últimos veinte años en Argentina que producen una salida de lo performativo hacia lo micropolítico. Dubatti establece como rasgo central de los teatros experimentales de la posdictadura “una ruptura del binarismo en las concepciones estéticas y políticas” que él ilustra en sus estudios sobre las poéticas de E. Pavlovsky, R. Bartís, D. Veronese, R. Spregelburd, M. Kartun y otros representantes de una “contracultura” teatral. En esta se investiga la actuación de “estados”, donde la teatralidad se vive como una ética del cuerpo, en enclaves producidos “fuera” y a contrapelo de la ciudad autoritaria.
Por último Dubatti se refiere a la performance fuera del arte y habla sobre una teatralidad que “derrama en la actividad social”:
[...] una teatralidad des-definida, la liminalidad entre teatro y vida, entre el teatro y las otras artes, entre el teatro y la ciencia, la manifestación política, la religión... Una teatralidad extendida, diseminada, que convierte a la Argentina de la Postdictadura en un laboratorio de teatralidad sin antecedentes y obliga al teatro a redefinirse.
En esta vertiente de la teatrología, debo mencionar los acercamientos tempranos de Beatriz Trastoy y Perla Zayas de Lima al tema de los lenguajes no verbales en el teatro argentino y, actualmente, llamar la atención sobre los estudios de Norma Adriana Scheinin sobre teoría del cuerpo y la nueva mirada crítica en el teatro a la luz de los enfoques de performance.
Una última nota sobre Argentina: es apreciable la gravitación sobre investigadores y artistas argentinos del pensamiento de Beatriz Sarlo, una figura que marca pauta en ese país en teoría literaria y estudios de la cultura. Se siente en ellos la deuda con esta persistente reescritora de la memoria, interesada en distinguir las huellas de la política en los cuerpos y en los vericuetos donde la cultura contemporánea ensaya, como ella ha señalado, la formación de nuevas subjetividades.
Otra área del pensamiento sobre performance en la Argentina está referida a estudios sobre la espectacularización de lo político. La vida dictó este derrotero en otros tiempos, cuando la dictadura torturaba y desaparecía, y las Madres de Plaza de Mayo iniciaron aquella ronda solemne y peligrosa que fue durante años encarnó la voz pública contra el régimen. Después vinieron los cacerolazos y el memorable evento del Teatro Abierto, gigantescas performances de la ciudad contra el silencio impuesto; y más tarde, con la democracia, el movimiento de HIJOS con su teatro por la identidad, las congregaciones de piqueteros durante la gran crisis de 2001 y 2002 y los escraches. Estos últimos son actos de repudio espectaculares contra figuras del antiguo régimen militar o contra los nuevos depredadores. A este propósito quiero mencionar los estudios de Ana Longoni y en particular su investigación sobre “El siluetazo y su legado” .
A principios de los 80, en dictadura militar, se pintaba sobre papeles la forma vacía de un cuerpo a escala natural. Esas siluetas amanecían pegadas a los muros de la ciudad para darle presencia acusadora a los desaparecidos. Longoni contrasta la solemnidad de las performances políticas en dictadura con el espíritu carnavalesco de los escraches que surgieron después, en los años 90. Estos están animados por agrupaciones de jóvenes artistas plásticos. Los escraches cercan y apuntan hacia aquellos espacios de la ciudad donde persiste la memoria o la persona real del genocida. En este procedimiento performativo de revelación de lo oculto, el espacio es cercado y se produce, además, una provocación visual mediante el empleo de grandes muñecos, máscaras y disfraces.
La tercera estación de este sumario es México. Como Argentina y Brasil, México es tierra de vida teatral intensa y legendarias turbulencias políticas, desde la Revolución Mexicana hasta las performances zapatistas de la década pasada. Único país latinoamericano con fronteras con los Estados Unidos, su imaginario político está marcado por la tensión entre el nacionalismo mexicano y el éxodo masivo de los pobres hacia el norte, la tierra de promisión. México posee, además, ancestro indígena poderoso que se entrelaza con el legado europeo y una tradición en estudios de antropología y pensamiento sobre la cultura caracterizados por su particular aliento poético.
Hoy en día el antropólogo Roger Bartra, el sociólogo y antropólogo argentino Néstor García Canclini, establecido en México, y el escritor Carlos Monsiváis se cuentan entre los principales productores de visiones teóricas de la mexicanidad posmoderna y sus rituales. Se debe a Monsiváis Los rituales del caos , un clásico para estudiosos de la performance cultural en cualquier latitud. Los mexicanos cuentan, además, con las investigaciones precursoras de Gabriel Weisz en torno al cuerpo. Este camino se abrió con su libro El juego viviente , de 1986, y se ha actualizado en su obra más reciente, Cuerpo y espectros , de 2005.
En el área de los estudios teatrales desde la perspectiva que estamos subrayando es imprescindible el nombre de un académico joven: Antonio Prieto Stambaugh. Este teórico y animador de los estudios sobre performance es el conductor del sitio de Internet “Performancelogía” . Allí puede leerse su “Pánico, performance y política. Una historia sobre 40 años de arte de performance en México”. Prieto traza allí la trayectoria de una vocación mexicana de arte no objetual, cuyo origen temprano él sitúa en los años 60, con el teatro pánico de Alejandro Jodorowski y las acciones de Juan José Gurrola. Para Prieto, el arte de performance reverdece en el México de los años 90, con una generación donde destacan Jesusa Rodríguez y Astrid Haddad, cultivadoras del llamado “cabaret político”, especie de encarnación posmoderna de la revista política mexicana que dominó en las primeras décadas del siglo XX.
Prieto coincide con sus colegas latinoamericanos en subrayar un cambios en la noción misma de lo político en los nuevos géneros del arte:
A diferencia de lo que sucedía en algunas corrientes plásticas y escénicas de los 60s y 70s, [hoy] los artistas no-objetuales se resisten a hacer de su obra un enunciado político abierto y efectúan más bien un replanteamiento de lo político desde una óptica no partidista [...] que centra su atención en los problemas de la representación y la autoridad.
También en México se destacan los trabajos de la investigadora cubana Ileana Diéguez, radicada en aquel país desde hace casi dos décadas. En su reciente libro Escenarios liminales , esta teatróloga ha ofrecido un panorama particularmente sensible sobre lo que ella percibe como acciones espectaculares de frontera, donde se cruzan disciplinas y territorios, tanto en México como en otros países latinoamericanos. Combinando la noción de “liminaridad” tomada del antropólogo estadounidense Víctor Turner, y la idea de “teatralidades” que operan en la cultura más allá de las artes escénicas — en la línea de pensamiento que iría del pionero del ruso N. Evreinof hasta las tesis del chileno Juan Villegas, entre otros —, Diéguez describe estas performances híbridas dispersas por el continente, en dramaturgias y puestas en escena, pero también formas de pedagogía y política opositoras, o las creativas manifestaciones callejeras en el DF contra el fraude electoral. Así describe Diéguez su perspectiva teórica:
Me interesa observar la liminalidad como extrañamiento del estado habitual de la teatralidad tradicional y como situación en la que se entretejen experiencias estéticas, políticas y éticas. Las prácticas liminales, aún cuando se trata de construcciones desde el arte, se arriesgan a intervenir en los espacios públicos, insertándose en las dinámicas ciudadanas, exponiéndose a ser contaminadas o atravesadas por los acontecimientos de lo real. O se generan colectivamente, fuera de la esfera artística, trascendiendo la dimensión contemplativa, y más allá incluso de propiciar una estética de la participación ponen en acción “utopías de proximidad”.
Como los anteriores estudiosos, Diéguez reconoce la investigación de nuevas claves de lo político, propias de un cambio cultural, en estas experiencias que no enarbolan ideología y discurso sino ejercicio en términos concretos corporales de “subjetividades utópicas pero esencialmente subversivas”.
Mi última estación es Cuba, mi país . La cultura cubana está atravesada por una intensa experiencia política revolucionaria, desde sus luchas por la independencia hasta el socialismo. Ha brillado por la libertad de sus pensadores y artistas en la elaboración atrevida de visiones sobre lo nacional, ámbito recurrente y obsesivo en nuestro imaginario. Los primeros estudiosos de nuestro ancestro africano fueron pioneros de la etnología moderna en la América Latina. Pueblo con vocación de danza, música y espectáculo, al menor pretexto los cubanos se congregan y mueven el cuerpo con fruición. Decimos que nos da lo mismo “un homenaje que un escándalo” quizá para significar esta prontitud a movilizarnos y ofrecernos con desenfado en espectáculo, así en la vida pública como en la privada. En Cuba, debo agregar, se fundó, en 1977, la primera facultad latinoamericana donde se estudió la teatrología como una especialidad universitaria.
Sin embargo, en el día de hoy es relativamente poco frecuente la perspectiva de performance en el pensamiento social y en la teatrología.
La excepción brillante es la teatróloga Inés María Martiatu, que en su incansable investigación ha venido combinando la teoría del teatro, la antropología cultural y la etnología para rescatar los elementos de ritual y mitologías de origen africano en el teatro cubano y caribeño. Su libro El rito como representación es una colección de ensayos sobre la presencia de cultos de santería, Palo Monte, vodú y espiritismo en la dramaturgia y en la escena cubanas. Allí ha estudiado también la actuación del poseso en los cultos, así como la presencia de las fiestas tradicionales populares en algunas prácticas teatrales. Su libro más reciente, Wanilere Teatro , agrupa textos teatrales que incorporan a su estructura rituales de tradición yorubá, bantú, abakuá, vodú y espiritista. Según la autora, la teatrología cubana y la crítica artística y literaria “habían olvidado, marginado o excluido y hecho poco menos que invisible la importancia de estos temas en el imaginario cultural y teatral cubano”.
No ha visto la luz en Cuba un volumen publicado en coedición, en España y Alemania, en 2003: Rito y representación. Los sistemas mágico-religiosos en la cultura cubana contemporánea , recopilación al cuidado de la investigadora Beatriz Rizk, colombiana radicada en los Estados Unidos y la teatróloga cubana Yana Elsa Brugal.
Fuera del teatro, en el área de los estudios culturales y la etnología, Lázara Menéndez ha mantenido una reflexión polémica y esclarecida sobre los elementos de origen africano en nuestra cultura y las operaciones hegemónicas de antes y de ahora que tienden a ignorar, tergiversar o desacreditar las creencias y conceptos que vienen de nuestro componente negro y popular. En un trabajo reciente Menéndez ha analizado, por ejemplo, la exclusión sistemática de imágenes de santería en la televisión cubana. La incisiva investigadora aclara con prudencia:
No nos consta que exista una voluntad de desestimar los enclaves conceptuales que emanan de las religiones cubanas, pero de hecho se omiten resultados importantes de las investigaciones realizadas.
Los estudios cubanos reseñados están concentrados, como se ve, en el área de la etnología y la problemática de lo negro y sus marginaciones en Cuba. La teatrología y otros campos de las ciencias sociales permanecen muy parcos. El escándalo de la actuación (1997), de quien escribe estas líneas, está dedicado a una experiencia sobre performance y pedagogía alternativa con grupos cubanos adultos. Agotó en pocos meses su pequeña edición y no ha sido reeditado. El cuerpo cubano. Teatro performance y política , de 2005, también de mi autoría, tiene una edición digital en Argentina y no se ha publicado en la isla.
Creo que este vacío obedece a una dificultad muy puntual que afecta a todo el pensamiento social cubano, pero que pesa doblemente sobre los estudios de performance. En ellos es central la necesidad de analizar explícitamente la experiencia del cuerpo social en zonas conflictivas de implicación política. En lo macropolítico, se trata de identificar la elaboración performativa de tensiones con el discurso oficial y con los controles institucionales dominantes. En lo privado o micropolítico, hay que describir obediencias y adecuaciones a la hegemonía y también la proliferación de invenciones populares de resistencia y oposición. La vida cubana está llena de un teatro cotidiano donde se hacen visibles la actuación de conflictos en el cuerpo social y también la puesta en cuerpo de utopías persistentes de igualdad y libertad generadas por nuestra cultura socialista. Las invenciones populares en esta zona resultan tan divertidas por momentos como tragicómicas y desgarradas. En particular en la teatrología cubana, otrora sagaz, el síndrome esópico (la no explicitación del sentido político) se ha vuelto empobrecedor: evadir los datos concretos del cuerpo social y sus tensiones, acaba por congelarnos en una metafísica del “ser cubano”, que relega a las entrelíneas la descripción de las opresiones y la subjetividad trasgresora puestas en cuerpo por bailarines, coreógrafos, dramaturgos, actores y directores.
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domingo, 5 de abril de 2009
BAILAR Y COMER ARROZ CON POLLO
Magaly Muguercia
Toda sociedad conocida posee zonas lacerantes que acarrean algún dolor a sectores más bien amplios de sus integrantes. Esos núcleos de carencia colectiva — que en determinadas épocas se exacerban — infiltran la experiencia cotidiana. No siempre se tiene plena conciencia de ello, porque nada más común que una infelicidad naturalizada o racionalizada (la justificación intelectual de una carencia intolerable). En este trabajo llamaremos “infelicidad” a la percepción de carencia que, en algún plano, trastorna la convivencia de una colectividad.
Si una infelicidad produce movilización orientada a subvertir el sistema que la genera (sistema político, sentimental o el que fuere), hablamos de actuaciones opositoras. Los gestos posibles frente a la infelicidad recorren la gama que va desde el proyecto radical más articulado, hasta la resistencia sutil, desde la insurrección hasta las adecuaciones (los sometimientos consentidos).
La resistencia suele involucrar fidelidad a valores contrarios al orden dominante y, claramente, angustia. Enfrentada a una contradicción cuyos marcos no puede rebasar, la resistencia produce a veces la patética figura de una cuasi parálisis tratando de ser digna.
Las grandes piezas de Chéjov, escritas en la Rusia de los albores del siglo XX, suministran un espléndido modelo dramatúrgico de comportamientos resistentes en una situación donde la infelicidad tiene arraigo en una contradicción histórica sofocante. Impulsos exacerbados de Vida Mejor (alimentados por ideologías libertarias y socialistas que atraviesan la época) acuden fracturados desde la estructura profunda y forman, en la superficie del tejido dramático, discontinuidades y destellos. La famosa atmósfera chejoviana no es efecto del recorrido arrasador de una historia, del encadenamiento causal de sucesos, sino de la energía comprometida en segmentos de afecto libertario que escapan. Chéjov es un antropólogo de la pasión confinada a su espacio mínimo. Su dramaturgia no está organizada para seguir las dudas y oscilaciones de la voluntad sin esperanza — en la historia — sino para presentar los espacios donde el ser resistente salta, se mueve, autónomo y discontinuo, fuera de la historia.
Llamaré en este trabajo “deseo remanente” a uno, no neutralizado del todo, atrapado en situaciones de transición y aguda crisis. Y lo llamo “remanente” no sólo en el sentido de lo epigonal o desgastado, sino de lo que, aún obstaculizado, infiltra y erosiona una estructura.
El teatro cubano de la primera mitad del siglo XX creó una vertiente que nuestro investigador Rine Leal denominó la “dramaturgia de transición”. Tres dramaturgos de los años 40 y 50 del siglo pasado (Virgilio Piñera, Rolando Ferrer y Carlos Felipe) teatralizaron para siempre encrucijadas de pobreza material y espiritual extremas — en los años que antecedieron al triunfo de la Revolución cubana — donde el espacio social aparecía arrasado de mediocridad y falsificación cotidianas. Los tres lanzaron al centro de aquellas historias de asfixia vestigios incontrolables de deseo remanente. Gesto insignia de aquella tradición: Luz Marina, con su abanico, labrando un espacio mínimo para respirar, en Aire frío, de Piñera.
Malestar profundo y pasión encarcelada volvieron a presidir la escena cubana a fines del siglo pasado, al iniciarse la época del “período especial”. Entre 1992 y 1996 algunos eventos se convirtieron en jalones de la escena nacional: Ópera ciega y El arca, de Víctor Varela; Niñita querida, de Virgilio Piñera-Carlos Díaz , Manteca, de Alberto Pedro, Perla marina de Abilio Estévez, Parece blanca, de Estorino, y coreografías memorables de Marianela Boán coronadas por su excepcional Corus perpetuus, todavía en 2002, cuando en otros escenarios ya sólo veíamos epigonismo.
Dejado atrás el momento de oro de la década pasada, la desazón transita, como puede, por los escenarios fatigados de hoy. De las claves neochejovianas, piñerianas y posmodernas queda, las más de las veces, una retórica quejumbrosa y trilladas alegorías destinadas a camuflar el sentido político. Las nuevas dramaturgias no logran, como antes hicieron, propiciar la comunión de los espectadores en el espacio mínimo de la pasión que resiste; una discursividad prudente y/o la franca comercialización obstruyen el paso al deseo remanente.
En medio de este panorama, dos textos publicados recientemente han llamado mi atención: El zapato sucio, de Amado del Pino, e Ignacio & María, de Nara Manzur. [1] El primero ganó el Premio nacional de dramaturgia Virgilio Piñera — el más prestigioso del país; el segundo, fue declarado finalista en ese mismo certamen. El zapato sucio logró de inmediato su estreno. Ignacio & María permanece inédita para los escenarios, tres años después de su escritura.
Ambas son obras de dos personajes concebidas como un acto único. En ambas una figura maneja su infelicidad en situación límite, midiéndose con un partenaire que hace funciones de oponente-ayudante. Ambas sitúan la acción en la Cuba actual y diagnostican una disfunción profunda en nuestra sociedad.
El discurso sin cuerpo
Zapato sucio nos presenta a Muchacho: ingeniero, blanco, de unos 40 años, radicado en La Habana. Convencido de que su vida es un fracaso, Muchacho llega sorpresivamente a la casa de Viejo, su padre campesino; pretende resolver su infelicidad regresando a su origen rural. La obra alterna dos planos: el diálogo realista, en el que Muchacho defiende sus razones frente a los argumentos del padre, y dos secuencias simbolistas que se intercalan en ese diálogo: los “Delirios”. Tratados como si fueran sueños, los Delirios representan el inconsciente de Muchacho, el movimiento reprimido de sus fantasmas. Muchacho tiene una hija pequeña en los Estados Unidos, adonde fue llevada ilegalmente por su madre. Viejo estuvo en la cárcel al principio de la Revolución por participar en peleas de gallos, prohibidas por el gobierno. Muchacho es militante del Partido, bebe mucho y juega con la idea del suicidio (“¿Tienes miedo de que me mate delante de ti?”). Viejo es un carácter vigoroso y nunca ha sido un defensor entusiasta de la Revolución.
Propongo una mirada extensa al texto:
Acto primero
Luz plena, agresiva, queda la imagen de la casa por dentro sorprendida por la irrupción de alguien.
[...]
Viejo: Eres ingeniero, tienes una vida hecha. Es una lástima que no te hubieras encontrado una mujer...
[...]
Muchacho: Me estoy volviendo más viejo y más gruñón que tú. Me quejo de que al robo se le llame invento, a algunas putas, jineteras, pero me he pasado la vida diciendo una cosa en una reunión y otra a la mujer con quien me acuesto.
Viejo: Pensar mucho es cosa de gente sin oficio. Yo no puedo andar dándoles vueltas a los pensamientos porque tengo que limpiar el arroz y buscarle agua a los animales.
[...]
Muchacho: Yo tenía cinco años cuando prohibieron las peleas [de gallos]...
Viejo: El juego es un veneno.
Muchacho: Sí. Pero el gobierno no es el papá de uno.
[...]
Delirio 1
En la forma de hablar de muchacho hay más de soliloquio que de monólogo. Para los delirantes personajes se podrá [...] hasta valorar la posibilidad de que el propio actor que interpreta a Viejo, apoyado por las máscaras, asuma aquí los fugaces roles que forman parte del reino del subconsciente.
[...]
Muchacho: No fui, no soy maricón... ¿Y qué? Por huir de la debilidad escondí mis versos. Para mí, una carrera práctica: o ingeniero, o piloto, o jefe, pero siempre bien macho...
[...]
Disolvencia de luz. Ahora Muchacho firma en el aire, se contorsiona, cae, se arrastra. Después habla muy despacio.
Muchacho: Una firma en un papel y mi hija a crecer sin mí.
[...]
Amigo 2: Yo también me voy.
Muchacho: (En una forma neutra, objetiva, que recuerda a alguien que declara en un juicio.) Soy el despedidor. Después nadie me escribe, pero me recuerdan en las fiestas... Ayudo a pasar los últimos días en la isla y si todos vuelven a la vez me voy a ahogar en un mar de cervezas.
[...]
Haz de luz cruda acompañado de un sonido metálico [...] El Haz de luz cae sobre Muchacho.
Haz de luz: (En el tono inequívoco de las planillas.) ¿Tiene creencias religiosas?
Muchacho: No
[...]
Haz de luz: ¿Tiene familiares en el extranjero? ¿Mantiene correspondencia?
[...]
Funcionario: Conoces la luz eléctrica, los aviones, la nieve. Has atravesado varias veces el Atlántico representando tu país.
Muchacho: ¿Y tengo que pasarme la vida diciendo Gracias? ¿Quieren que me jorobe como un camello de tanto hacer la reverencia?
Funcionario: (Los parlamentos son interrumpidos por aplausos evidentemente grabados.) Si no hubiera sido... De no ser por... Tus abuelos y tus padres fueron casi analfabetos...
Muchacho: ¿Y tenía que haber seguido siendo siempre así?
Funcionario: Así hubiera seguido para siempre de no ser por... (Aplausos.)
[...]
Acto 2
[...]
Viejo: A los doce años tú andabas con las libretas y riéndote con las muchachas de la secundaria. Yo, a esa edad, tenía que levantarme a las cuatro de la mañana para ordeñar vacas.
[...]
Muchacho: [...] En esa maleta están dos certificados de divorcio, la baja de los centros de trabajo en los que no di la talla, notas excelentes de asignaturas que no aprendí... (Imitando a un vendedor de feria o algo así.) Y lo más importante que se ofrece: un título de Ingeniero Agrónomo que le dieron a un hijo de campesino que nunca ha sabido limpiar un surco de boniatos.
[...]
Viejo: No me gusta el buey que se da cabezazos cuando se espanta las moscas.
Muchacho: ¿Qué quieres? ¿Nos quedamos en el lado bueno de las cosas?
[...]
Viejo: Por lo menos, de un tiempo a esta parte hay más cosas.
Muchacho: (Ahora en serio.) Pero tú sabes que no es por nosotros los que estudiamos. [...] Si [los campesinos] están regresando a las calabazas y los frijoles es por el cabrón dinero. Ahora la plata hala.
Viejo: Si una gallina vale diez veces más de lo justo, los que estamos en el monte no tenemos la culpa. Yo vendo y revendo, pero no me vuelvo loco, ni tengo media esperanza de hacerme rico. El que nace para real no llega a real y medio. Deja que los demás se defiendan, que cada uno haga lo suyo [...] y ponte más para dentro de ti mismo. Cualquiera ve que no te acabas de concentrar en una mujer, que saltas de aquí para allá. ¡Ya te pesará!
[...]
Muchacho: Qué lastima, ¿no? La única mujer que me acomodó es negra como un totí.
Viejo: ¡Yo no he dicho nada! A quien tenía que gustarle era a ti.
Muchacho: Ni te preocupes, no fue el color ni el miedo a que no quisieras un nieto mulato. Me cansé de vivir con tanta gente. Eran seis buenas personas, ¡pero seis! Hay un solo baño y la gente, aunque sea prudente y no se meta en la vida de los demás, orina. Los buenos también se bañan y muchos días lo que entra de la calle son dos cubos de agua.
Viejo: ¿Adónde vas a llegar mirándolo todo por la parte fea? Si no te das una mano, te vas a hundir de verdad.
[..]
Muchacho: [...] ¿Tú también piensas que es mejor vivir sin una parte de la verdad?
[..]
Viejo: Soy tu padre y no voy a permitir que se te olvide. No se trata de que yo esté cuidando un par de toros o un pedazo de tierra. La joroba parece que está en tu cabeza y hay que fajarse a trabajar para enderezarla.
Muchacho: ¿Y la tuya? ¿Alguien pudo ponerla en el lugar que para los demás era lo mejor?
Viejo: A mí me tocó otro tiempo.
Muchacho: Eso es lo peor, mi viejo, que hasta tú, tan independiente, tan protestón, tan por tu cuenta y riesgo, caíste en esta madeja, en el juego de creer que los que vinimos después íbamos a ser felices por decreto, adolescentes eternos y triunfadores por ley de gravedad.
Viejo: Yo no soy tan tonto como te parezco. [...] Pero con esta cabeza dura que tú me celebras cuando se te ocurre, te digo que chance, oportunidad, maneras, sí han tenido.
[...]
Muchacho: Cada uno en lo suyo. A mí me gusta mi país. Cuando he estado afuera extraño a la gente bulliciosa, las mujeres con los shores apretados. Miro los derrumbes y la cabeza se me encoge de tanta tristeza, pero algo me dice que la solución no está en salir huyendo.
[...]
Delirio 2
el ritmo debe ser aquí atronador y frenético. la atmósfera trasmitirá un sentido de inminencia
[...]
Mujer: No te hagas el patriota, no viniste por miedo.
Muchacho: Miedo al mar, miedo a lo hondo, miedo a morir ahogado...
Mujer: Al trabajo duro, a ser un inmigrante, un extranjero de mierda, con la barriga llena, pero que nadie conoce, ni saluda, ni respeta. Miedo al frío y a la madre de los tomates. Yo me metí en un barco. Caminé largando pedazos de mis piernas en los mangles con tu hija de tres años en los brazos. ¿Sabes lo que es esto?
[...]
Acto 3
[...]
Muchacho: No vine de visita, viejo, vine a morirme.
Viejo: Te dejas de mariconerías. El que se la quiere arrancar se pega una soga al pescuezo.
[...]
Muchacho: [...] Estoy liso, entero, sano por fuera. Pero acabé de reventar por dentro. Lo único que puede aliviarme es meter la cabeza en el río, hablar con una trucha debajo del agua, dejar que un mango bien maduro me chorree la barriga y mojarme hasta los güevos...
Viejo: ¿Y si no te dejo? ¿Si no quiero que vivas aquí?
[...]
Muchacho: No te gustaba [la Revolución]. Te dejaron sin lotería, sin tu cerveza fría de los domingos...
Viejo: ¡Al diablo con la política ahora![...]
[..]
Muchacho: Me voy, papá.
Viejo: ¿Y a dónde, si se puede saber?
Muchacho: No se puede saber, no lo sé yo. [...]
[...]
Cuando Muchacho sale del espacio escénico se desatan algunas de las visiones y fantasmas de los delirios.
Este recorrido del texto, aunque inevitablemente influido por mi mirada, podría ayudarnos a localizar algunas estrategias que organizan el trabajo de la dramaturgia sobre la infelicidad.
La primera de ellas: una esgrima ideológica, en las zonas de diálogo realista. Entre los dos personajes, declarados protagónicos por el autor, tiene lugar un fuego cruzado de discursos persuasivos.
Muchacho se queja de pérdida de valores, desastre económico, predominio del dinero como valor supremo, carencias materiales, etc. Viejo riposta:
Por lo menos, de un tiempo a esta parte hay más cosas. / El que nace para real no llega a real y medio./ Deja que los demás se defiendan, que cada uno haga lo suyo./ Ustedes estudiaron todo lo que les dio la gana, llegaron a la universidad./ Te digo que chance, oportunidad, maneras, sí han tenido./ Vamos a poner los pies en la tierra./ Eso de andar amenazando con matarse no es cosa de hombres...
Viejo, personaje trabajado con primor realista, está dotado de densidad y colorido, es contradictorio en sí mismo y vigoroso; se erige sobre el escenario como un tipo popular que mueve identificación en el público cubano. La aspiración de Muchacho — romper un cerco de infelicidad — tiene su contrapartida en esta seductora figura paterna (peleador de gallos, mujeriego, hombre intuitivo e irónico, “de pueblo”). Viejo no es un dogmático ni un obsecuente del estado. Puede, por lo tanto, invocar con credibilidad los logros de la Revolución.
Poco antes del desenlace, en la “escena necesaria”, sobreviene el apogeo ideológico y psicológico de Viejo y la última clave de su encanto:
Viejo: ¡Al diablo con la política ahora! Los tipos de abajo como yo nos quejamos de este gobierno y del otro y del de más allá, pero es lo mismo que hablar de si va a llover o si la mujer del vecino nuevo está buena hembra. Me dieron palos antes del cambio y después. Pero yo soy hijo del camino y la polvacera, un perro con llagas en el lomo de trabajar y equivocarse. Tú no. Eres el primero de la familia que montó en avión, que habló con gente del fin del mundo. Cuando te llevaba la contraria, más de la mitad de las veces lo hacía por buscarte la lengua, por ver cómo te lucías con tu cabeza fresca.
En su tirada de bravura final este “apolítico” delata su fibra política profunda: el poder, por su propia naturaleza, excluye a la pequeña gente; pero, dentro de la relación socialista, se abrió (¿permanece abierto?) un resquicio de esperanza. Muchacho, con sus barruntos opositores, se retira ambiguamente de escena; lleva una infelicidad compuesta por su protagonismo impedido (“Yo pude ser poeta y aquello un jardín”) y un cansancio terminal (“No vine de visita, Viejo, vine a morirme”). Habría que escribir otra obra para dilucidar hasta dónde conduce la lógica de Viejo, puesta al límite: ¿realmente este gallo viejo todavía da la pelea? En el drama actual, Muchacho, a despecho de sus palabras (“Se rompió el cordón, viejo”) abandona la casa regulado, una vez más, por la figura paterna.
Pero no basta, desde luego, un análisis ideológico o sicológico de las figuras para agotar las claves de El zapato sucio. ¿Cómo se inscribe el proyecto del cuerpo opositor en este drama, tan imbricado en un debate político?
En la zona del diálogo realista la actividad central es HABLAR. El horizonte de cambio descansa sobre la lógica persuasiva de un discurso razonador. La lógica del ACTUAR está reservada al plano de los Delirios, donde el cuerpo, ostensiblemente, trabaja y suda. En esos enclaves se aloja el cuerpo frenético, una energía que escapa al control de la conciencia.
En los Delirios el fantasma de Muchacho convulsiona sobre el piso, llora y vomita; el cuerpo carga con su pene chico y una “joroba” en la espalda, causada por la obsecuencia; sufre el haz de luz policial, que lo desnuda, lo invade y lo hiere. Pero los Delirios producen también sexo realizado, gallo fino que pelea hasta la muerte, canción a voz en cuello, adiós generoso a los amigos y piernas locamente decididas de la madre, rompiéndose entre las espinas (la madre que se lleva ilegalmente a su hija del país). Mucho cuerpo infeliz, pero también mucho cuerpo subversivo y mucho movimiento radical, con riesgo y libertad, danzan y se entrechocan en este inconsciente.
Ahora bien, los Delirios son un metatexto, y, más particularmente, una puesta en abismo, o representación dentro de la representación, que instituye cuerpo real sustituido por fantasmas. No es el ímpetu somático en presente y en indicativo lo que, en principio, esta dramaturgia propone al espectador, sino el rumor en sordina de “lo que va por dentro”, las figuras encerradas de la psicología profunda.
Con transparente vocación freudiana (o al menos de cierta manera de interpretar a Freud), el sujeto de El zapato sucio — que encarna en Muchacho — está enfermo o enajenado (tiene partes olvidadas, fuera de sí) y necesita recuperar un sí mismo entero, volver a su centro, restaurar la identidad. La fórmula de salvación es procesar el cuerpo como un símbolo, como en una terapia analítica.
La premisa del sujeto unitario y armónico parece “lo más natural”. Sin embargo, es un paradigma ideológico sostenido por la noción — mecánica para algunos, entre los que me cuento — de una identidad pura y dura, sin partes inmanejables “afuera”. La expectativa de Muchacho de “regresar a lo rural”, a “la casa paterna”, es la metonimia de reintegrar el sí mismo dividido. El proyecto del cuerpo inscrito por El zapato sucio no escapa a la lógica hegemónica: maneja la infelicidad como una cuestión de lectura e interpretación, y no como empleos de energía concreta. Con el actuar subordinado al símbolo, el espectador queda a salvo de cualquier brote incontrolable de energía radical.
Inevitable recordar aquí a Deleuze: “Prefiero una salida a caminar esquizofrénica que una acostada neurótica en el diván del analista.” (Cito de memoria.) El zapato sucio dejó al cuerpo acostado en el sofá del analista, dependiente del Padre, haciendo inventario de su neurosis.[2]
Desde luego, nunca en teatro puede haber sustitución absoluta del cuerpo real por el símbolo; no hay manera de convertir toda la energía del actor en pura re-presentación; pero las dramaturgias radicales — Shakespeare, Brecht, Grotowski, Müller — producen un tejido ideológico perfectamente inseparable de la cantidad y calidad de tarea física necesaria para producir cambio. El teatro es una buena manera de comprobar lo que en política a veces se olvida: no hay práctica radical sin cuerpo. Si el teatro ha sido y será proscrito, a través de las épocas, es por su tendencia a promover movidas imprevisibles, que escapan a la determinación.
El zapato sucio, pues, ha neutralizado su horizonte de radicalidad con dos estrategias complementarias: producir un cauteloso equilibrio de los enunciados ideológicos; y despojar a la política de cuerpo. A la salida del teatro escuché un criollo diagnóstico de espectador: “esto no tiene espuelas”.[3]
¡Compañeras y compañeros!
Ignacio & María es un artefacto poético de otro tipo, definido por el esencial descentramiento y fragmentación de su lógica y de sus figuras. Intertextos y discontinuidades a todo nivel, ironía y patetismo, poesía y vulgaridad, proclamas como torrentes y escándalos somáticos se lanzan cándidamente hacia el espectador y lo interpelan. Los personajes son dos jóvenes cubanos que se aman. Como Muchacho, María — algo más joven — también vive en Cuba por una opción ( “los afectos me atraen como un imán”). Ignacio acaba de emigrar a Santiago de Chile. Chile-Cuba son tiempoespacios superpuestos. Hay diálogos e interacción física entre los amantes, y co-actuaciones arduas de María con el público. María e Ignacio hacen el amor a ritmo y síncopa de país perdido. Los cristales rotos caen como lluvia de todos sobre el espectador. María se suicida.
Una ojeada al texto:
Obsesiones/acotaciones
El escenario en dos: María ocupa la izquierda e Ignacio, la derecha. Hay dos lugares geográficos a los que se alude: La Habana y Santiago de Chile. Hay que intentar representar esta diferencia con alguna evidencia. Dos sillas. A veces se juntan, a veces casi se juntan. A veces bailan. A veces uno le habla al otro. A veces se dirigen deliberadamente al público.
[...]
Ignacio: Creo en ella, la toco. No es como yo la soñé. La huelo, le beso los pies, ella rima mi nombre con objetos diferentes que encuentra a su paso... como las vallas de la ciudad.
María:
Socialismo o muerte.
Cervezas claras conservan amistades.
Pepsodent.
Aquí no se rinde nadie
(Muy dramática, con dolor.)
Devuelvan nuestro hijo.[4]
Ignacio: Es rico que ella vuelva a inventar mi nombre, pero el dinero no me alcanza.
María: La época nos ha jugado una mala pasada, la costumbre del idealismo se agota, la diferencia entre tú y yo me aterra. Todas las diferencias me aterran.
[...]
María: Quiero convertirme en tu intérprete, cantar y no aprender a usar el micrófono, entrenar mi amor en un gimnasio, estar presente, presente en tu córnea aunque no sea la más atractiva.[...]
[..]
(Música. María baila.)
[...]
María: [...] Es una planta joven llena de injertos, de flores y palabras dulces como en los cuentos de Aquiles Nazoa. (Extasiada, ridícula.) ¡Qué dulce!
[...]
El malestar de los personajes
María: (Tirada como si tomara sol en la playa.) A un gustazo, un trancazo, un portazo, un balazo.
[...]
Ignacio: No te perdonaré o quizá sí, pero lo haré como algo sin importancia, como un problema del sindicato de una clase obrera incipiente.
[...]
María: (Escribe una carta.) Querido Ignacio, mi Ignacio.
Hay moscas sobre el mantel, hay cucarachas en la meseta de la cocina, pero te amo. [...]
María: [...] Conoceré a nuevos taxistas que antes fueron pilotos, que volaban a Moscú semana tras semana.
Mi padre le leerá El Manifiesto Comunista a mi madre y oiré su rezo. Mis lágrimas silenciarán cualquier anacronismo y los proletarios unidos y desunidos me amarán como el lobo a Caperucita Roja.
[...]
Ignacio: Quiero echar agua a la chispa de su inteligencia, para que no ironice más y sea como un jugo Tropical Island, natural, sin edulcorantes artificiales.
María: Me voy a la calle a gritar justicia social, libertad, panes y peces.
Ignacio: Me esparce como la sal sobre los huevos fritos.
[...]
Ignacio y María cantan en el karaoke. Homenaje a los olvidados [Esos olvidados son Héctor Téllez y Farah María]
Ignacio y María juntos en escena, en una discoteca, se enamoran y cantan.
[...]
Ignacio: Quiero olvidar el presente. ¿Qué es el pasado? ¿Qué es el futuro? Esto no tiene sentido. Esto no hay quien lo arregle.[5]
María: Ese silencio, y ese viaje sin regreso es el que me asignaron por la cuota[6] de mujer libre. Pero un pajarito me dice que todo cambiará.
[...]
Desinhibiciones de fin de siglo. La cantante de cabaret y su espectador elegido
María: Pienso en mí y en el síntoma mujer sola. [...] Mujer que busca. Mujer que no quiere ir a las tertulias de las mujeres que no buscan hombre. Mujer que hace café cien veces al día. Mujer ansiosa. Mujer dichosa. Mujer con celulitis. Mujer victoria’s secret. Mujer que no quiere tener los labios amargos. Mujer que quiere besar. (Cambio brusco. Como cantante de salsa.) Y ahora, querido público [...]
María: (Descargando al público. Dándole explicaciones.) Cada vez que miro a una mujer, que converso con ella, miro sus adornos, los tirantes de la blusa, los prendedores, las sayas esas vaporosas y asimétricas, y quisiera que cada uno de esos adornos fuera mío, quisiera quitárselos, o mejor, que ellos solos vinieran hasta las gavetas de mi cómoda. Hasta mis orejas. (Un chillido.) Hasta mi ser... ¡¡¡¡interior!!!!
Oraciones
Ignacio: Cuando la veo comer me digo: se merece a alguien que le compre lo que quiera. Que coma pizza, ensalada, arroz con pollo.
María: Eres todo lo que yo soñé.
[...]
Ignacio: Hay una larga hilera de personas esperando para comer. Hay una larga hilera de personas esperando en el aeropuerto.
[...]
María: No tengo tiempo ni sentimiento ni educación para hacer las maletas e irme yo también. Los afectos me atraen como un imán.
[...]
En Zapato sucio Muchacho se queja con su padre de no poder decir públicamente lo que piensa. En Ignacio y María la protagonista se sube a una tribuna y profiere hacia el público dos monólogos subversivos.
Primer monólogo de María: El aborto
En una tribuna, con la gestualidad estereotipada.
Estoy embarazada. Queridos compañeras y compañeros. [...] Hay un solo hospital para mí. En el mismo hospital donde de niña me sacaron sangre de un dedo ahora me sacan al hijo de Ignacio que no tendré. [...] La pregunta de por qué lo hago, lo hice, me la sigo haciendo ahora y aquí en el teatro. Y la respuesta es no sé.
[...]
Cubanas y cubanos, ¿por qué me tratan como si estuviera enferma, como si estuviera equivocada? No sé. Tal vez estoy confundida. Tal vez estoy preñada como una perra callejera. Compatriotas, tengo mucha hambre, se me han endurecido los jabones nácar.[7]
Ignacio tiene función parcial de oponente. Aparece como un “desempleado de la ilusión” frente a las persistentes lealtades de María.
María: Ignacio, eres un prófugo, un pájaro que vuela al seguro, un científico en busca de laboratorio, un hombre común que necesita ganar dinero.
Ignacio: Tengo que trabajar.
María: Tengo sueños, tengo pesadillas, tengo ilusiones, tengo hambre, tengo que volver a verlo.
[...]
Ignacio: María, me agobias. Necesito ayuda. Cantas tan mal, haces tantas cosas inútiles, y sin embargo te empeñas en continuar. Basta de sentir que cumples una misión. No eres un héroe, nadie te conoce. Pareces un medicamento en falta.[8]
[..]
María: [...] Lloro, ¿me ven, me oyen?, ¿me ves, me oyes?
Ignacio: Debo vender mi trabajo. Soy la primera generación de mi país que vende su mano de obra.
[...]
Ignacio: Ámame como soy.
María: Yo amo al Ignacio de antes, el que gritaba pin pon fuera, abajo la gusanera.[9]
Ignacio: Yo no soy un gusano. María, los gusanos son ellos.
María: Pero ¿por qué? ¿Qué hicimos?
Ignacio: Yo no voy a poder vivir sin ti. Me voy a volver loco.
María: Yo me mataré. Te lo juro.
Esta tensión entre Ignacio y María se esparce por todo el texto:
Creo en ella, pero el dinero no me alcanza./ Tengo mi trabajo, hago mi trabajo, no involucro ninguna de las grandes preocupaciones de María. /Nunca menciono las palabras ética, justicia ni amor. / No tengo esa conciencia ni ninguna otra./ No quiero que ella me arrastre hacia su infierno interior./ ¿Qué hacer?/ Me olvido de María y me siento libre./ Vive pendiente de los otros./ La vida le parece el Pequeño Teatro de La Habana al que se lleva un bolsito con maní y café. /Cuando ella me dice ¿te acuerdas? o ¿qué pasará? tengo ganas de matarla. Lo que veo es la calle sucia, el carnaval deprimente, el futuro.
Ignacio es una discrepancia ideológica pero es, también, el amor y el sexo realizado en cualquier registro de egoísmo, odio, sociología y ternura hasta el final.
La principal fuerza oponente en esta dramaturgia no es Ignacio. La principal fuerza oponente no está personificada; pero es muy carnal: son esquirlas múltiples de mundo opresivo que se clavan con efectos diferentes en ambos personajes. La estructura no descansa sobre oposiciones binarias — Ignacio, emigrante y escéptico, frente a María, ética y resistente — sino en el bombardeo irónico de pedazos de deterioro, banalidad y pobreza que desgastan la vitalidad que aspira a ser feliz.
Frente a ese hostigamiento, María enarbola un programa de libertad:
NO QUIERO SER UN PERSONAJE, QUIERO SER UNA PERSONA, NO QUIERO QUE NADIE ME LEA, NI ME MIRE, NI ME ENTREVISTE. SÓLO QUIERO BAILAR Y COMER ARROZ CON POLLO.
En la candidez de este enunciado queda inscrito un programa: el cuerpo protagónico contra el símbolo que somete. María habla, come, ama, canta, baila y pronuncia dos arengas en el mismo presente en que padece su entorno cubano, la pérdida irreversible del amado y su lealtad a valores que ve desaparecer o adulterarse. Su tarea escénica no cesa de movilizar pasión, paradojas, combatividad y brotes de juego y energía contra la pobreza y la inmovilidad.
El horizonte del sujeto dramatúrgico no es regresar al centro perdido, sino un deseo doble de ser contenido (“quiero que me acumules en tu mano” / “Nunca un pensamiento que nos contenga y nos salve”); y de no ser aplacado, de salirse hacia una diferencia que deleita y asusta.
Imagino a estos actores ejecutando una poética de la multiplicidad — para acogerme a la terminología del aargentino Eduardo Pavlovsky Los imagino subordinando los recorridos de la coherencia psicológica a la actuación de estados, en su densidad y su autonomía: burbujas de subjetividad actuadas por los bordes de la historia (Müller, Chéjov, Beckett).
¿No están escritos con la intuición de esta poética los dos monólogos de María?
Segundo monólogo de María: Palabras de una generación
[...]
Pero qué edad tengo. Me siento sin edad.
El espejo no me perdona mis imperfecciones que cada día crecen, “en la guerra como en la paz mantendremos las comunicaciones”[10] mi espejo y yo:
[...]
Tengo un pan diario de forma redondeada, pero no fresco, libros que tengo que devolver, un camión que me conduce a la oficina y me devuelve a la Calzada más sucia de La Habana. Me siento que nado en un mar de leche azucarada, hacia delante, hacia atrás, inmóvil.
[...]
Soy hija del paternalismo más feroz, tengo unas piernas entrenadas para no usarlas, estoy mutilada de la posibilidad. Las fuerzas, si las tuviera, antes las perdería. Estoy perfectamente preparada para no hacer nada, para dibujar, fotografiar, escribir el proyecto de ilusión, de futuro que no soy capaz de darme en esta vida, pero sí en la otra, en el más allá, pero aún así encuentro siempre la posibilidad de convertir el revés en victoria.
¿Yo soy revolucionaria? ¿Yo estoy enferma o estoy sana?
Cerca del final, el próximo acto crucial de María es expulsar fuera de sí una palabra insoportable.
María: Ay, qué ganas tengo de llorar, de llorar y que las lágrimas y los mocos se le queden prendidos a Ignacio en la camisa.[...]
[...]
Ignacio: Una vez leí que hay que convertir nuestras derrotas cotidianas en revoluciones creativas.
María: Cállate, no digas esa palabra. No quiero oír más nunca esa palabra.
Ignacio: ¿Qué palabra?
Se ha marchado al exilio de adentro, al margen elegido. Allí le llega la carta de Ignacio, el último encuentro amoroso entre la Historia y la gastronomía:
María lee una carta de Ignacio.
Recomendaciones de fin de siglo
[...]
Ignacio: Hola, María.
Te di todas las indicaciones para el futuro. Acuérdate, María, si alguien pregunta por mí, le hablas de la guillotina con la que asesinaron a María Antonieta; si estás sola piensa en Virgilio Piñera, en la insularidad. María, no te dejes provocar, no digas lo que sientes, por favor, no te dejes caer.
[...]
María: ¿Y Allende? ¿Y el estadio en el que estaba Víctor Jara? ¿Y los desaparecidos? ¿Y Amanda?
[...]
Ignacio: Sólo me resta por decirte que no olvides comprar el aceite. No dejes de echarle aceite a la comida, María. Acuérdate lo necesario que es el aceite para el cerebrito, para los motores; no hay avión que pueda volar sin aceite, María, así que ve y compra el aceite. Un besote.
Epílogo
María: Me lanzo desde el muro porque él está abajo y es ¡¡¡¡¡¡¡tan hermoso!!!!!
[...]
No soporto un minuto más su lejanía, me lanzo desde el muro. (Desde la muerte.) Parezco una mezcla aquí caída, una tortilla de huevos blandos sobre el piso, esparcida como una mancha, un error, un horror, entre la fuerza de gravedad y el amor.
Se lanza al vacío por ausencia de Ignacio y calles sucias y contradicciones entre la lealtad y el asco, entre la trascendencia impuesta y la frivolidad prohibida. Muere de mística y escasez, de palabra insoportable, de deseo subversivo de bailar y comer arroz con pollo.
El cuerpo esquizofrénico de esta dramaturgia no yace en el diván. Salta desnudo y fuera del orden, del otro lado de la raya.
Tanto El zapato sucio como Ignacio & María son dramaturgias politizadas en lo profundo, como espero haber demostrado. En ambas el deseo remanente está teñido de conflictivo afecto socialista. Curiosamente, ninguna puso la discusión de nuestra infelicidad en las coordenadas del enemigo de “afuera” ni trajo en su apoyo al otro cuerpo de las cubanas y cubanos: el unánime, emblemático, masivo, internacionalizado por las imágenes de la televisión, desfilado y descomunal frente al Malecón habanero.
Pero el aspecto político más íntimo de una dramaturgia es su capacidad para producir en la comunidad congregada no ya ideas, sino velocidades y trastornos del ritmo, impulsos hacia adentro o hacia afuera de algún orden. El zapato sucio se sometió a la hegemonía del símbolo y, en consecuencia, reprodujo una noción de lo político tradicional. Ignacio y María, proyecto de cuerpo despaternalizado y autónomo (escritura femenina, si las hay), propuso combatividad física, y no simbólica, para manejar la infelicidad. Ante la saturación de símbolos que caracteriza nuestra realidad, siento que esta comprensión física de lo político abre una perspectiva radical. En eso está la diferencia.
La Habana, febrero de 2005
[1] Teatro cubano actual, La Habana, Ediciones Alarcos y Universidad de Alcalá, 2003.
[2] La puesta en escena que vi suprime el texto de los Delirios y se queda fundamentalmente con el diálogo realista entre Viejo y Muchacho. Por otra parte, incorpora a escena un gallo vivo... ¡y lo introduce en una jaula para que no alborote demasiado!
[3] Espuelas tienen los gallos de pelea; en Cuba, metonimia de coraje viril.
[4] Juega con una consigna política del año 2000, cuando se exigía a Estados Unidos la devolución del niño Elián González.
[5] Frase popular: “Esto no quien lo arregle... ni quien lo tumbe.”
[6] Nuestra libreta de racionamiento “asigna una cuota” de alimentos por persona.
[7] Jabones de baño rústicos asignados por la libreta de racionamiento.
[8] Se dice así de las medicinas que no hay en la farmacia.
[9] En Cuba se llama “gusanos” a los contrarrevolucionairos.
[10] Eso dice una gran pancarta que se exhibe desde hace décadas al frente del Ministerio de Comunicaciones de Cuba.
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