Entre 1900 y 1920 en los escenarios del teatro latinoamericano “culto” se presentan óperas y también géneros de teatro hablado, de preferencia interpretados por elencos extranjeros que visitan en gira nuestras principales ciudades. Estas compañías, salvo excepciones, reproducen la estética ampulosa del melodrama, que ha dominado el teatro europeo durante todo el siglo XIX. Los actores del sistema culto no aspiran a ser “naturales” ni están insertos en el trabajo de conjunto de una puesta en escena, en el sentido moderno.
Todavía no se ha generalizado un discurso escénico de rango igual al que la tradición le concede al texto. El dispositivo escénico es bastante rudimentario: el apuntador sopla la letra a los actores, se usan telones pintados en vez de escenografía corpórea; el actor emplea retóricas como el “latiguillo”, que remata con un sonsonete el final de cada verso y el divo o la diva recitan sus monólogos al borde de las candilejas, al margen de toda verosimilitud.
Son todavía muy pocas las instituciones latinoamericanas que forman actores, y las que existen suelen denominarse conservatorios de “declamación”. No digo más. Aquellos que se sienten tocados por la vocación aprenden las más de las veces en la práctica. Eventualmente, logran hacer papeles menores en los repartos de las compañías visitantes, y así inician una carrera.
Muchos actores españoles se radican en tierra americana y aquí forman compañías, algunas famosas, entre 1900 y 1920. Esto produce una españolización de la escena y, en el teatro culto, se impone un actor latinoamericano con dicción castiza, que marca las s sonoras y las zxxx. Dizque para ennoblecer su arte.
Se conocen poco, por estos años, los experimentos del realismo escénico que acompañan el surgimiento del drama moderno en Europa. Antoine hace breves presentaciones en Buenos Aires entre 1903 y 1908xxx, y Stanislavski llega a América con su famosa compañía sólo en 1922, dejando su preciosa herencia en los Estados Unidos. De modo que el teatro culto por estos lares se mantendrá fiel a su anquilosamiento escénico hasta los años 30.
Junto a este teatro culto, funciona el circuito “popular” o de género chico, de gran arraigo en los sectores medios y populares. En esos escenarios se representan zarzuelas, revistas y sainetes. En el Río de la Plata existe, además, una tradición de circo-teatro que presenta dramas en pantomima, en la arena del circo, en la segunda parte del programa, después de los números circenses. En 1896 uno de estos dramas, Juan Moreira, sobre tema gauchesco, introduce texto en la acción y este nuevo “drama gauchesco” obtiene un éxito delirante. Así surge el que algunos consideran el primer género del teatro nacional en el Río de la Plata. Muchos autores argentinos y uruguayos agregarán nuevos títulos al género.
Los creadores del género son los hermanos Podestá, familia de actores uruguayos que se trasladan con su carpa de ciudad en ciudad y de país en país desde los años 80 del siglo XIX. Recorren toda Argentina y Uruguay y también representan en Paraguay, Brasil y Chile.
Sea circo-teatro, revista o sainete, los teatros populares en la América Latina del 900 forman su propio tipo de actor. En el Río de la Plata se le llamará el “actor nacional” (Pellettieri) a principios de siglo, para diferenciarlo del “actor culto”.
Son cómicos de talento excepcional que se vuelven ídolos nacionales; por lo general, se les identifica con determinados tipos o máscaras que los propios actores han instalado en la cultura del espectador. Estos tipos fijos varían de país a país: el “gaucho” y el “tano”, por ejemplo, en el teatro platense, el “malandroxxx”, en Brasil; el “negrito”, la “mulata” y el “gallego”, en Cuba, el “huaso” o el “roto”, en Chile...
El oficio de este “actor nacional” — categoría que aquí hago extensiva a toda la región — es de vena cómica y marcadamente físico: son diestros cantantes y bailarines, dominan la mímica y la improvisación; sin abandonar su máscara, apoyan el juego actoral en el intercambio muy vivo con el espectador; reciclan y crean el habla y la gestualidad populares del momento; ejecutan y consagran géneros musicales nuevos que la ciudad canta y baila; comentan con malicia hechos de actualidad... y de vez en cuando van a parar a la cárcel por dichos políticos insolentes y otros excesos contra la moral y las “buenas costumbres”.
El “actor nacional” vive de su oficio, a veces dirige su propia compañía, y trabaja al ritmo vertiginoso del teatro por horas, misma velocidad que el sistema le exige al autor, presionado por la voracidad de la cartelera comercial. Este actor hiperproductivo casi no memoriza el texto, que no tiene valor fundante en este tipo de teatro, a diferencia de lo que ocurre en los escenarios “cultos”. Importa, sobre todo, el efecto sensorial, el golpe energético de la performance sobre el espectador, que acude al teatro a participar de una experiencia festiva y comunitaria. Este “actor nacional”, en una palabra, es un experto en improvisación: hace la obra sobre el escenario, en colaboración con el espectador. ¿Alguien los ha llamado nuestra commedia dell’arte? Sí, muchas veces.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario