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sábado, 17 de octubre de 2009

La máscara de lo sutil

El histrión popular latinoamericano del 900 posee rasgos singulares en Brasil y el Caribe y en el Río de la Plata.

En Cuba, se forma desde la segunda mitad del siglo XIX en el teatro bufo, donde crea los tipos del negrito — blanco pintado de negro, con corcho quemado, en un país donde los negros de verdad son esclavos. Tienen contacto con los minstrels del sur de los Estados Unidos, donde también hay esclavitud. Puerto Rico está muy cerca del caso cubano y, de hecho, hay intercambios frecuentes de compañías y artistas del bufo entre ambos países.
Hay negritos en el teatro brasileño? Lo averiguaréxxx.

En Cuba el “actor nacional” del XIX forja complicidades con el independentismo opositor a España. Inseparable de este tipo fijo son la mulata y el gallego, que comletan la trilogía de la raza. En 1900, Cuba pasa a ser república y ya no hay esclavos, pero las estrellas del género, ahora llamado “vernáculo”, continúan reproduciendo las máscaras de la época colonial. Y siguen, desde luego, siendo protagonistas de la música popular cubana.

En Brasil, hay burletas de Artur Azevedo, a fines del XIX, comprometidas con la defensa del abolicionismo y que emplean actores negrosxxx; y hay también un contagio de vieja data entre burleta, teatro de revista y carnaval carioca, donde la dramaturgia conduce un desborde callejero. Por los escenarios del género chico brasileño desfilan personajes de todas las razas y colores y, en la segunda década del XX. La burleta consagra al maxixe voluptuoso, que se empieza a bailar desde el foyer, y junto al malandro aparecen negras y negros de barrio marginal.

En Haití, el griot es el histrión negro muy respetado por la comunidad, que narra y fascina a los públicos de un país qe parece detenido en el tiempo. El griot es experto en transformar su identidad mientras cuenta historias. De este “actor nacional” haitiano, de evidente ancestro africano, salen actores-dramaturgos modernos y posmodernos. Entre el negro y el “blanc”, entre el creole y el francés, Mimi Barthélémy, Frankétienne o Michelle Voltaire representan en la actualidad esta tradición del solo, del carisma y la múltiple identidad.

De modo que, en Brasil y el Caribe, donde las culturas africanas son determinantes, y en el Río de la Plata, con otros cruces de cultura, el “actor nacional” procesa de manera directa y visible una complejidad etnológica propia del país. Unos le ponen su cuerpo a visiones que parodian al negro o que congelan la mulatez en rasgos exteriores, pero también hacen cócteles de identidades inclasificables. Oscureciendo o aclarando lúdicamente sus cuerpos, le hacen difícil la tarea a la sociedad oficial que se imagina blanca, homogénea y progresista. Mucho debe la cultura cubana a las performances de las célebres heroínas mulatas de la zarzuela nacional de los años 20 y 30; desde entonces, divas blancas se disputan el honor de encarnar esa mulatez. La actriz blanca maquilla su palidez para parecer una mulata trágica y nacional.

El histrionismo del actor popular en países con ancestro africano tiene, pues, música, baile, exuberancia en la expresión corporal. Resiste, quizá, a las retóricas del realismo psicológico. ¿Por qué? Porque en los cuerpos de estos actores han dejado trazas visiones de mundo diferentes. Aun modelados por el racionalismo positivista y el realismo occidentales, en países con ancestro africano muchos actores saben borrar la frontera entre vivos y muertos, y no tienen el cuerpo separado del espíritu; conocen el camino natural que lleva al transe; tienen hábito de sexualidad manifiesta y son buenos para oficiar una experiencia intensa de comunidad. Como excluidos históricos, se deleitan jugando a la fiesta bajtiniana de la subversión de identidades.

El “actor nacional” platense, por su parte, procesa otra conmoción etnológica muy dramática y reciente. Ella le modela su cuerpo paradójico, angustiado e imaginativo, que vibra fácil en la cuerda grotesca y en cierto registro inestable, neurótico y endemoniado. El actor brasileño, por su parte, tiene de común con el platense una presencia italiana que a principios de siglo marca a los actores paulistas. Brasil y los caribeños ponen negritud y resistencia, mulatez flexible y erotizada. El actor argentino viene de Pablo Podestá, el cirquero que deliraba en escenas de violencia física o que lloraba tiernamente en los escenarios, confundiendo realidad con ficción. Este Podestá termina sus días enfermo, loco, consolado por su amigo Gardel, que le canta un viejo tango junto a la cabecera, en el pabellón del hospital (parece un tango).

Mucho habitus, mucha cultura en los pliegues del cuerpo, como diría Bourdieux, en países con conflicto etnológico asumido que aprenden a actuar las ambigüedades de la raza incierta y de la modernidad injertada. Son hijos de italianos que hacen de gauchos y de malandros, criollos que hacen de “tanos”, blancos que hacen de negros, mulatas que hacen de blancas y blancas que se sueñan regias en el papel de la mulata. Son países con un “actor nacional” que, en el umbral entre dos siglos, tiene su cuerpo público enredado en el proyecto de país. Y u na tarea imposible: crear la máscara de lo sutil.

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