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domingo, 22 de noviembre de 2009

Latinoamericanos en París (I)

En medio de la Primera Guerra Mundial se inicia en Europa otra conmoción: “las vanguardias”.

Se denomina así a un conjunto muy diverso de tendencias que, en avalancha, introducen cambios radicales en todo tipo de forma artística. Cuestionan la autoridad de las academias, de los clásicos, del racionalismo y de la representación realista, y lo hacen en nombre de la libertad, la imaginación, la tecnología, la velocidad y hasta del socialismo. Es, sobre todo, una cruzada contra: contra toda la cultura burguesa y bienpensante. El movimiento se extiende aproximadamente entre 1915 y 1939, cuando estalla la próxima guerra. De la ferocidad de la primera nace una carga de energía inconformista como no se veía desde la Modernidad temprana o Renacimiento. Y, también, un sentimiento de frustración ante el derrumbe de los grandes ideales: no hay más verdad ni estabilidad, ni es cierta la estructura, la armonía, el orden y el viejo humanismo. Solo hay espejismos y falacias. Solo el arte puede romper con este círculo de desgaste cultural ejerciendo su suprema libertad de experimentar con lo desconocido e inventar mundos. La primera misión de las vanguardias (cubismo, dadaísmo, futurismo, abstraccionismo, surrealismo, expresionismo…) es negar lo que hay. El arte está en otra parte.

Las vanguardias desprecian la “ilusión de real” y toda forma fácilmente legible, razonable, estructurada, lineal y coherente. La apuesta es a la desconstrucción, a la antifiguración, a la aventura de la forma por sí misma, despegada del referente obvio. Se proclama, además, la indagación en zonas inconscientes o “irracionales” y se admira el vigor de culturas no europeas, tenidas como exóticas y “primitivas”. Toda violencia contra la representación normalizada de las relaciones y las cosas, todo gesto que derribe la apariencia manoseada y capture desarreglos, combinaciones insólitas, zonas secretas, mundos “otros”, toda bomba a la rutina y al canon es bienvenida. La lucha de fondo es contra el secreto mejor guardado de la burguesía: su principio autoritario y su falsa moral. Para las vanguardias, el arte es un triunfo de la vida sobre la realidad.

En este espíritu se inscribe el manifiesto Non serviam (No te serviré), de 1914, del poeta chileno Vicente Huidobro:

Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. […] Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.


En la literatura dramática europea las vanguardias tienen sus precursores más cercanos, a fines del siglo XIX, en el simbolismo de Maeterlinck y en la anticipación surrealista y absurda de Jarry. En América Latina hay precedentes que hoy deslumbran: El gigante Amapolas (1842), del argentino Juan Bautista Alberdi, sátira política que parece dramaturgia del absurdo; o los apuntes de José Martí para la tragedia Chac Mool (ca. 1880), donde imagina una escena americana ritualizada y de tema indígena que se diría artaudiana. Curiosamente, todo este teatro latinoamericano anticipador de vanguardias estéticas es político, y al mismo tiempo poético y despegado del realismo.

Ahora bien, es preciso recordar que el teatro tiene singularidades que marcan una diferencia con otras artes. En época de antirrealismo, todavía cabe preguntarse por el papel revolucionario del moderno drama realista de corte ibseniano. En el mismo momento en que otras artes vuelven la espalda al principio de representación ¿no se han asomado Ibsen, Strindberg y Chéjov a técnicas de escritura que insinúan colocar escénicamente la voz y el cuerpo en zonas de oscuridad o incongruencia? ¿No son los grandes realistas del drama moderno los primeros en desplegar la estrategia de un no dicho que demanda actuación en la ambigüedad? ¿No son ellos los primeros en llenar de agujeros la escritura poniendo en peligro la fluidez aristotélica? Ibsen y Strindberg hilan tan fino y tan hondo en la escritura que, en escena, las acciones a veces parecen perder el nexo causal. Capturan psiquismo profundo y este, actuado, no admite literalidad ni dilucidación. El “realista” Chéjov, además de quebrar la linealidad y el progresismo aristotélicos, es quizá el primero en abrir en la dramaturgia el lugar de la no representación, de lo que sucede fuera de discurso y el primero en exhibir una acción paralizada y desviada, sin objeto. Puro deseo sin salida.

Cuando la gran dramaturgia realista moderna figura cuerpo concentrado y extremo, ¿no promueve una salida del actor fuera de la ficción y, por ende, fuera de todo “realismo”? Así, la tarantela que baila Nora en Casa de muñecas sucederá en la historia, pero también fuera de la historia. Hay ciertas calidades de realismo teatral moderno que propician, paradójicamente, cuerpo deslizado hacia el acontecimiento y la antiestructura. Ese realismo, pienso, permite que el teatro, a diferencia de otras artes, conecte la “obra bien hecha” con intensidades performativas que, más allá del estilo, convergen con la arremetida antiburguesa y antifigurativa de las vanguardias. Recordemos la perturbadora entidad bipolar que es La señorita Julia, de Strindberg.

Otra relación particular entre teatro y vanguardias al abrirse el siglo XX es la que se deriva del surgimiento de una nueva categoría: la puesta en escena abre una nueva era en la historia del teatro occidental. Una nueva filosofía impone reconsideraciones sobre la parte viva de lo teatral; la escena, aunque sigue referida a un modelo textual, asume tareas performativas inéditas en el teatro “culto” europeo.

La búsqueda naturalista de la cuarta pared y la ilusión de real es un arma de doble filo. Ronda los escenarios un nuevo rigor que, digamos, por exceso de mímesis, pone un pie del otro lado de lo mimético, y accede a la zona de lo irrepresentable. El “hiperrealismo” físico y material en Antoine, la mística actoral en Stanislavski o Copeau más que realismo predican, en el fondo, encarnación y compromiso del acto escénico total con la “verdad”. Así, la puesta en escena descubre para la tradición occidental lo que orientales, africanos y actores populares de todos los tiempos ya sabían: el teatro es un arte capaz de producir verdad sin referente.

Y están, además, los maestros de la puesta en escena no realistas: un Meyerhold o un Craig, que se rebelan contra el naturalismo y la sumisión del teatro al texto, acentuando zonas de abstracción y visualidad en lo actoral y escenográfico.

De modo que, para hablar de vanguardias y antirrealismos referidos al teatro, habrá que examinar con mucha atención lo que está sucediendo en el juego doble texto-performance en los inicios del siglo XX y reconocer cómo determinadas dramaturgias abren terrenos de performance teatral donde la categoría “realismo” se vuelve resbaladiza. Y es allí, en el plano de performance, donde aparecen a veces las lógicas teatrales de vanguardia en el teatro latinoamericano y donde se reformulan lo estético y sus rutinas.

Un último dato crucial para los años que ahora entramos a examinar: desde 1917 hay revolución en Rusia y turbulencia en el enfoque sobre la relación vanguardia artística-vanguardia política. La Rusia bolchevique se debate entre irrealismos iluminados que invocan como su inspiración al “hombre nuevo” y una tendencia dogmática que ha comenzado a oponer realismo a “formalismo”, como si el juego atrevido no figurativo con la forma fuera “burgués” y el realismo, “proletario”. Al llamado “formalismo” se le endilga apoliticismo o elitismo alejado del “pueblo”. Hay sospecha levantada sobre todo arte que no acepte ser “reflejo” de la realidad y, muerto Lenin, la deformación populista del “realismo socialista” se desboca.

Este debate es de especial relevancia en América Latina, donde la tradición intelectual viene debatiendo hace dos siglos la relación entre estética y política, entre libertad y compromiso social de los artistas.

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