En la segunda mitad del siglo XIX Nietzsche inaugura una filosofía del acontecimiento, que él concibe como “fractura absoluta”. “Soy lo bastante fuerte para partir la historia de la humanidad en dos pedazos.” (Carta a Steinberg del 8 de diciembre de 1888). “Yo concibo al filósofo como un aterrador explosivo que pone en peligro al mundo entero.”
El existencialismo y la fenomenología siguieron en el siglo XX el sendero de pensar el acontecimiento como crítica a la relación moderna sujeto-objeto, e intentaron recuperar la noción de experiencia, relegada a la afección interior por el pensamiento kantiano-cartesiano sobre la subjetividad.
En la década de los 60 Michel Foucault introdujo en la filosofía posestructuralista una idea central sobre los vínculos entre acontecimiento, discurso y poder. En su Arqueología del saber indaga particularmente en lo que pudiera haber de acontecimiento batallador y peligroso en el discurso.
En el campo de la “filosofía del acontecimiento” francesa de los años 60 y 70 se sitúan también pensadores como Deleuze, Derrida, Lyotard y Baudrillard. Todos ellos discurren sobre el punto de articulación entre acontecimiento y simulacro.
La categoría de simulacro (correlativa a las de signo y discurso) está muy imbricada con la anterior y también se pierde en los orígenes de la filosofía occidental. Alude a una pregunta sobre la relación entre el real y su representación, y a la “confiabilidad” de las representaciones del mundo. Tendríamos que recorrer nuevamente una línea que comienza en Platón y llega a Nietzsche. Este, en su ensayo Sobre verdad y mentira, afirma que la existencia se fundamenta sobre la paradoja de que el engaño y la falsificación son necesarias para la vida humana. El hombre es un animal social y ha adquirido el compromiso moral de “mentir gregariamente”. Martín Heidegger ejecuta un inclemente desmontaje de la metafísica que devela la modernidad como época de la imagen del mundo.
En la misma época en que Foucault publica Las palabras y las cosas (1967), Guy Debord describe la “sociedad del espectáculo”, donde el simulacro crearía una conciencia escindida. Veinte años después, en Cultura y simulacro, Jean Baudrillard afirmará que ya no se trata de alienación y conciencia escíndida, sino de una apoteosis del simulacro que ha hecho desaparecer el real: “La ilusión ya no es posible, dado que lo real tampoco es ya posible.”
Una de las polémicas filosóficas más actuales (y también más mediáticas) del día de hoy se libra en torno al lugar que ocupa el acontecimiento, pero también la retórica y lo discursivo en nuevas nociones de lo político. Figuras centrales en este debate son el francés Alain Badiou, el esloveno Slavoj Zizek y el argentino Ernesto Laclau.
Hoy en América Latina muchas prácticas teatrales experimentales hacen visible esta tensión entre acontecimiento y simulacro.
Los artistas acentúan lo performativo, el desplazamiento fuera de la representación en dirección a la vida; al mismo tiempo, interesa desconstruir los discursos, exhibir la referencialidad vacía.
Sin embargo, las teatralidades latinoamericanas tienen una peculiaridad cultural que debe ser tomada en cuenta: su atención insistente dirigida hacia lo cultural-simbólico, porque en este plano capturan relatos fundantes, valores e imaginerías que pertenecen a racionalidades no occidentales y marginadas que son constitutivas de nuestras lógicas mestizas.
Las visiones de mundo indígenas y africanas no oponen la realidad al símbolo, ni conciben una separación entre mente y cuerpo, ni piensan un tiempo lineal. De modo que las teatralidades latinoamericanas operan desde un lugar diferente y complejo: poseen tendencia orgánica al sesgo antropológico y elaboran formas de estar en el mundo y de percibirlo que son diferentes al patrón europeo.
Artistas muy representativos del día de hoy no son categóricos en la oposición de símbolo y acto. El director, actor y dramaturgo argentino Ricardo Bartís, al subrayar el aspecto acontecimiento (“El deseo de actuar está por encima de todo dolor y de toda tristeza”), hace una distinción sugerente; dice que los procedimientos del teatro “representativo”:
alejan a lo teatral de un acto de trascendencia que (esto es un pensamiento totalmente personal) se puede producir porque se comparte algo mítico del tema [subrayado nuestro] con el que especta. Igual que el fútbol.
Esta es una forma de salvar el relato fundante como aspecto importante del acontecimiento performativo, y rescatar la conexión no solo discursiva con los “temas” movilizadores.
Otro director-dramaturgo argentino, Daniel Veronese, manifiesta:
Estoy viendo teatro y cada vez tengo más deseos de ir a la verdadera esencia de la actuación [...] Quiero que la gente vea y diga: “Esto está sucediendo acá”. No es una representación de algo ensayado, sino un suceso que acontece en este momento, en este tiempo y en este espacio. Esta es una obsesión.
Pero agrega:
La verdadera ilusión se presenta cuando pierdo noción de la teatralidad, aunque vea un decorado. [...] Entonces empiezo a reducir todo elemento que me aleje de esa ilusión.
¿Cuál es esa ilusión que está más allá de la “teatralidad”? El acontecimiento, según lo ve Veronese, parece generado no solo por potencias corporales sino por una “ilusión” que pudiera interpretarse como la retórica que, ella misma, causa ruptura en la representación.
A propósito de las teatralidades experimentales de varios jóvenes artistas mexicanos, la investigadora Ileana Diéguez hace la siguiente observación:
El ejecutante teatral no se puede sustraer de las funciones a cumplir en la maquinaria conceptual de la híbrida escena; no es un performer en soledad. Las contribuciones que a la reflexión y a la creación artística han aportado conceptos como la simulación (Baudrillard) y la borradura (Derrida) proporcionan también otras estrategias para abordar la escena. Algunos investigadores han reubicado el conflicto teórico actual para la teatralidad en el debate entre una “teoría de la presencia”, a la manera de Artaud, y una “teoría de la ausencia” al estilo de Derrida y Baudrillard.
Asimismo el dramaturgo y teórico chileno Mauricio Barría señala:
Fenomenológicamente el receptor está en permanente situación de constituir un orden posible. Es en ese ámbito de lo aleatorio en el que la performance encuentra su mejor rendimiento crítico. Así como no es posible el fin de la representación (Derrida), la performance como actividad no viene a clausurar algo, sino a producir zonas umbrales en las que la representación o el relato se tensionan al límite o se suspenden transitoriamente...
El estudioso mexicano Antonio Prieto introduce el concepto de represent-acción:
[...] la clausura de la representación no es total en el performance ya que, si bien uno de sus artistas no necesariamente pretende representar personajes, sí tiene una intención de transformarse en signo ante la mirada del público. [...]Podríamos así hablar de una represent-acción, o la puesta en acción de un concepto incorporado a nivel psicofísico por el performer.
Miguel Rubio, director del grupo peruano Yuyachkani, emplea en la actualidad la metáfora del “arco iris” para modular la investigación de lo energético, que, históricamente, ha sido central para sus actores:
Entre la certeza que afirma y la negación rotunda hay una zona de neblina, de desconcierto. El arco iris es esa zona entre la presencia (persona) y la representación (personaje). La energía tiende hacia el extremo y luego tiende a regresar, siempre en movimiento, aunque sea imperceptible. Estar y no estar, entrar y salir del personaje, transformarse frente al es¬pectador, no esconder nada o casi nada.
De nuevo se expresa la dialéctica que relaciona el acontecimiento y el sentido.
El espectáculo puertorriqueño El Maestro, del joven dramaturgo-director Nelson Rivera, trajo a escena en 2005 a la figura de Pedro Albizu Campos (1893-1965), líder del independentismo puertorriqueño. Hacía décadas que no se producía una presentación teatral de este personaje mítico. Así comenta el suceso el estudioso y crítico Lowell Fiet:
[...] la obra de Rivera en su forma esquelética y “minimalista” se enfoca sobre el discurso implacable, inexorable, constante e imparable de Albizu.
Mientras dos ayudantes de escena vestidos de negro paulatinamente colocan las cadenas y soportes que van encadenando y enjaulando a Albizu, Teófilo Torres, actuando al “Maestro” comienza en un tono alto y termina hora y media más tarde — ya totalmente enjaulado, encadenado, hasta con un collar de hierro y blindado — sin haber dejado caer ese ritmo ni los detalles, la minucia de gestos y movimientos, que definen el no/personaje del “Maestro”.
Mito fundante de la nación y trabajo en la encrucijada del acontecimiento físico extremo, el mito y el discurso.
Hoy las teatralidades latinoamericanas parecen converger hacia la intersección de acontecimiento y simulacro, donde trabajan juntas la movilización de cuerpo social y el discurso.
De ahí se pueden desprender impulsos para reformular la noción de lo estético en el siglo XIX. Y también podría prefigurarse, desde el arte y el teatro, una nueva noción de lo político.
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