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domingo, 29 de noviembre de 2009

Primeras vanguardias teatrales

En 1934 el poeta chileno Vicente Huidobro, fundador del creacionismo, escribe una obra vanguardista sobre la inestabilidad política en un país lunense.

Fifí Fofó y Lulú Lalá, amantes de los dos candidatos a presidente, esperan en la plaza los resultados del escrutinio. Sorpresivamente resulta electo Juan Juanes, el tercero no previsto. El gran Anciano presenta con un discurso al nuevo presidente:

Anciano: […] Los disociadores del orden público y los predicadores de absurdas doctrinas sociales no pierden ocasión para amenazar en sus mismas bases el orden perfecto del país y arrastrarnos al caos. Sí, señores, ellos quieren arrastrarnos al cacaos, al cacaos terriblemente cacaótico. 126

Voces de multitud: Queremos pan
Queremos pan y trabajo

Juan Juanes pronuncia un inolvidable discurso ante las masas:

Juan Juanes: Señores y conciudadanos: la patria en solemífados momentos me elijusna para directar sus destídalos y salvantiscar sus princimientos y legicipios sacropanzos. No me ofuspantan los bochingarios que parlatrigan y especusafian con el hambrurio de los hambrípedos. No me ofuspantan los revoltarios, lo infiternos desconfitechos que amotibomban el poputracio. No me ofuspantan los sesandigos, los miserpientos, los complotudios. La patria me clamacita y yo acucorro a su servitidio cual buen patrófago, porque la patria es el prinmístino sentimestable de un coramento bien nastingado.
127


Pero no cesa el descontento en la ciudad. Mientras el gobierno encarcela a los “colectivistas” revoltosos, Fifí Fofó y Lulú Lalá compiten para tomar posesión de la alcoba del primer mandatario.

Fifí Fofó: Quiero ser presidenta, quiero ser presidenta.

Presidente: Qué hermosura. Es una estrella en el fondo de un lago. ¿Me permite usted que le pellizque una nalga? 136

Las voces del pueblo continúan: “Queremos pan, queremos pan”.

Así las cosas, el general Sotavento le da un golpe de estado a Juan Juanes. De acto en acto, y de motín en motín, el poder pasa sucesivamente a manos de los bomberos, a las de Permanganato, jefe de los sastres, que se proclama Rey, a los cojos y a los relojeros. En el quinto acto la patria lunense se ha transformado en un imperio teocrático que rinde culto al Archisol. A espaldas del monarca Nadir I, los Sumos Sacerdotes se roban las alcancías del templo (“La alcancía es el termómetro de la fe”.)177

Entonces, un grupo de estudiantes universitarios idealistas se complota para cambiar el mundo. Buscan el apoyo de la prensa pero el famoso periodista declina comprometerse. Les explica a los inexpertos revolucionarios que, en realidad, los periódicos viven de los industriales, de los ministros y de los especuladores y que no tienen ninguna necesidad de escribir la verdad. 184

En la luna, escrita en 1934, solo se estrenará en 1965.

En 1937 el poeta brasileño Oswald de Andrade, el autor del Manifiesto Antropófago, escribe El rey de la vela, considerada el primer texto teatral del modernismo brasileño. Los protagonistas se llaman Abelardo y Eloísa, como los amantes medievales. Abelardo I, Rey de la Vela, es un prestamista que se aprovecha de la crisis económica que azota al país. Viste como un domador de circo y sus deudores gritan, encerrados en una jaula que ha instalado en su oficina. Representa la burguesía nacional en auge, pero él sabe que “la llave milagrosa de la fortuna es una llave yale”.

Abelardo I: [...] Os países inferiores têm que trabalhar para os países superiores como os pobres trabalham para os ricos. [...] Eu sei que sou um simples feitor do capital estrangeiro. Um lacaio, se quiserem! Mas não me queixo. É por isso que possuo uma lancha, uma ilha e você...

Abelardo I especula con el café brasileño y fabrica y vende velas. Pronto estas serán artículo de primera necesidad porque la crisis amenaza a las empresas eléctricas. Además, la costumbre popular es enterrar a sus muertos con una vela en la mano, así que Abelardo I “gana un tostón con cada muerto nacional”. Él tiene un doble que se llama Abelardo II y que es su empleado. Abelardo II aspira en secreto a destronar a su jefe pero por el momento lo duplica, como si fuera un espejo.

Heloísa de Lesbos (quizá lesbiana), es la novia de Abelardo I. Se van a casar por conveniencia. Ella es la heredera de un Coronel de la aristocracia rural y Abelardo está implementando un nuevo modo de ser terrateniente, en modalidad capitalista. Está Pinote, un intelectual neutral. Y Mr. Jones, el inevitable capitalista extranjero:

Abelardo I: Os ingleses e americanos temem por nós. Estamos ligados ao destino deles. Devemos tudo o que temos e o que não temos. Hipotecamos palmeiras... quedas de águas. Cardeais!

Sin que Abelardo I se oponga, Heloísa de Lesbos entabla un romance con Mr. Jones. Su hermano, Totó Fruta-do-Conde es homosexual y la madre, Doña Cesarina, se va a la cama con Abelardo I. Otro hermano de Heloisa sueña con fundar una “milicia patriótica” para mantener a raya a los campesinos. Es muy parecida a un movimiento fascista. La idea no disgusta a Abelardo I.

En el tercer acto, Abelardo I, vencido por Abelardo II, está arruinado y se acerca su final. Rechaza la proposición de Heloísa de huir juntos:

Abelardo I: [...] Vou até o fim. O meu fim! A morte no terceiro Ato. [...] (Fita em silêncio os espectadores) Estão aí? Se quiserem assistir a uma agonia alinhada esperem!


En efecto, llegado el quinto acto Andrade despliega un teatro dentro del teatro. Abelardo da instrucciones a los tramoyistas sobre el manejo oportuno del telón, y haciendo salir al apuntador de su concha le entrega un revólver para que le dispare.

Sus últimas palabras son para Abelardo II. Con una sucinta lección de marxismo le explica que la burguesía está condenada a desaparecer ante la acción unida de los proletarios; pero que, mientras tanto, la aristocracia rural y la burguesía nacional vivirán sometidas al capital extranjero. Encarga que lo entierren con una vela barata en las manos y muere. Mr. Norton contempla satisfecho la boda de Abelardo II y Heloísa y exclama: "Oh! Good Business!"

El rey de la vela, escrita entre 1933 y 1937, solo se estrenará 30 años después, en 1967, en una puesta histórica de José Celso Martinez Corrêa que inaugura el movimiento tropicalista brasileño.

Es evidente la mirada corrosiva de estas obras, escritas por poetas vanguardistas, sobre sus sociedades respectivas. Estilísticamente las une un teatralismo surrealista y en Huidobro hay un tributo al esperpento de Valle Inclán, el otro extraño vanguardista español. Rota la ilusión teatral, el delirio grotesco desnuda funcionamientos perversos, en política, en ética y en economía. Los dos escriben por cuadros independientes, sin interés en la concatenación aristotélica de las acciones ni elaboración psicológica verista de los personajes. Y en los dos casos hay alusiones al marxismo y sus categorías, explícitas — aunque paródicas — en Andrade.

Parecen por momentos brechtianos, pero ninguno ha leído a Brecht. Siendo poetas, la palabra brilla hasta el disparate, y Huidobro produce una joya del juego lingüístico con el discurso presidencial.

El teatro elige la antipoesía para presentar su feroz diagnóstico sobre la vida nacional. Podríamos conjeturar sobre las razones de que, en su momento de escritura, estos textos no se estrenaran: por un lado, censura política y regímenes de mano dura. Por el otro, ausencia de agrupaciones teatrales experimentales y de oficio escénico capaz de procesar este teatralismo fino y extremo.

Un tercer dramaturgo que pudiéramos adscribir a las primeras escrituras de vanguardia corre mejor suerte. Cuando el argentino Roberto Arlt estrena Saverio el Cruel, en 1936, no solo existe ya una institución teatral idónea para acogerlo sino que es ella misma la que lo ha estimulado a escribir teatro y la que se hace cargo — hasta donde el oficio escénico de la época le permite, claro — de su rara escritura.

Saverio el cruel es el drama de un pobre vendedor de mantequilla y de su trágico destino cuando, atrapado en la identidad de un personaje de ficción, el dictador Saverio, muere atrapado en un juego de teatro dentro del teatro. El grupo que la estrena se llama Teatro del Pueblo, y enseguida volveremos sobre él.

En 1937, cuando Andrade publica El rey de la vela, en México Rodolfo Usigli termina de escribir El gesticulador. Sería excesivo considerar “vanguardista” la obra de Usigli, muy embebida de un concepto ibseniano. Pero…

Un profesor de historia experto en Revolución Mexicana es confundido con un personaje real de la Revolución. Entre consciente y embrujado, el profesor se hace cargo de su héroe y afronta su final trágico. Hay de nuevo juego de espejos, ambigüedad y confusión de las identidades. Es el primer drama donde toca fondo una visión de la Revolución Mexicana, a quince años de concluida la guerra. El personaje de César Rubio, el profesor ¿finge o realmente es o cree ser el líder revolucionario?

La trascendente obra de Usigli permanecerá sin estrenar diez años por razones de censura. Cuando al fin en 1947 sube a los escenarios, con corteses pretextos es sacada de la cartelera a los pocos días. Demasiado dura aquella crítica cuando la revolución ya ha sido sacralizada por el discurso oficial.

El peruano César Vallejo, el grande de una singular vanguardia en la poesía iberoamericana, escribe teatro en París, entre 1930 y 1937. Sabemos que Louis Jouvet le rechaza una obra de tema proletario en 1930, pero se han perdido el manuscrito de Vallejo y la carta de Jouvet. Otras dos, posteriores, también hablan de la lucha obrera. La última, cuando en 1937 el poeta está devastado por las derrotas de la República Española, es La piedra cansada, obra póstuma, posterior al poemario España, aparta de mí este cáliz.

La piedra cansada entra tangencialmente, a mi modo de ver, en el ambiente de las vanguardias latinoamericanas por el costado del tema indio: es una especie de oratorio de ambiente incaico que actualiza mitos ancestrales. Vallejo parece reivindicar en este drama una ética perdida por la modernidad occidental: historia y política inseparables de la fe encarnada; el amor y el poder como cultura. Estamos en una senda cercana a la de su contemporáneo Mariátegui. Estilísticamente, no obstante, falta ligereza a la estructura y el autor se ha excedido en solemnidad. El impulso vangardista queda a medio camino, demasiado sujeto a un patrón de tragedia clásica.

En este mismo camino de escritores que piensan el teatro latinoamericano en la encrucijada entre formas nuevas y una perspectiva etnológica, tenemos al guatemalteco Miguel Angel Asturias en un temprano ensayo de 1930.

Asturias, exiliado por causas políticas entre 1923 y 1933, ha presenciado en París los experimentos de Artaud y Roger Vitrac en el Teatro Alfred Jarry, participa del movimiento surrealista, lo une a Picasso veneración y amistad, y en 1930, en París, redacta el ensayo “Réflexions sur la possibilité d’un théâtre américain d’inspiration indigène” . Allí se lee:

...el teatro debe incorporar la exuberante naturaleza americana no en forma de escenografía sino en forma de aliento, de símbolo, de potencia verbal que, por fuerza de la evocación, llegan a crear una atmófera nueva, la atmósfera de la escena americana.
Obregon op cit ´reflexiones p. 201

Las soluciones de ese teatro americano que imagina Asturias son de una escena al aire libre, que narra mediante cuadros breves yuxtapuestos, mínima escenografía, árboles enormes que podrán caminar y hablar, aprovechamiento de ritos americanos. Señala Obregón “La concepción de Asturias coincide en muchos aspectos con los postulados del surrealismo” y “con algunas ideas estéticas de E.G. Craig (1872-1966), en el sentido de concederle importancia al color, al movimiento, a la danza y al mimo, en la puesta en escena, elementos también esenciales de la tradición teatral maya-quiché.” Obregón p 204

Observa Obregón la convergencia con Artaud en cuanto al empleo de material mítico, decorado no realista, máscaras, “en fin, la creación de una atmósfera insólita, fantástica hasta lo absurdo, son puntos comunes indiscutibles entre ambos creadores”. Obregón p. 204

La diferencia con Artaud, subraya el estudioso, estaría en “la exigencia de un teatro social que se haga cargo de la conflictiva problemática latinoamericana”. p. 204

Y también parecería obligado reconocer, en las ideas de Asturias sobre una dramaturgia compuesta como serie de escenas autónomas un anticipo del teatro épico, y principios de Piscator y Brecht, a los que entonces no conoce.

Para el teatro americano pide Asturias magia telúrica que no realismo, y un lenguaje «que sea alado, libre, religioso». Su primer intento, de ese mismo año, será Cuculcán, teatralización de un mito maya-quiché, publicada más tarde en las Leyendas de Guatemala.

En Chile y Brasil, hemos visto, pues, a escritores que recuerdan a Mayakovski y que parecen nacidos para los escenarios revolucionarios de Meyerhold: antinaturalistas, políticos y combativos.

En Perú y Guatemala, una idea de renovación teatral asociada al rescate de la cultura indígena en lo que estas tienen de mágico, telúrico, no racional.

Latinoamericanos en París (II)

Vanguardias latinoamericanas y cultura nacional

Todavía nos falta considerar la última complicación que enfrenta el estudioso de la cultura latinoamericana para hablar de las “vanguardias” de los años 20-30 en nuestros países.

Nunca antes la mirada de artistas e intelectuales latinoamericanos estuvo tan atenta a Europa ni hubo tal culto a París. Nunca antes, como en los años 20 y 30, fueron nuestros artistas e intelectuales tan hipersensibles al tema de una “identidad” propia, ajena a las lógicas metropolitanas. Esta paradoja fecunda está en el corazón del arte de vanguardia latinoamericano.

Son también los años en que las clases medias comienzan a competir por el poder político y en que el movimiento obrero americano se desplaza del anarquismo hacia el marxismo. Es necesario, desde estos escenarios nuevos, formular un proyecto alternativo a la idea de la nación burguesa que quiere descansar sobre la homogeneidad supuesta de un país que no existe.

Mientras la Europa de posguerra es un hervidero de creatividad, en la Salle Comœdia de París se escenifican poemas de Tristan Tzara, Guillaume Apollinaire... y Vicente Huidobro. París es una fiesta.

Candorosos, pero sin servilismo, nuestras jóvenes promesas van en peregrinación a la meca del arte. Con becas o de polizones en los barcos llegan a la vieja Europa y recorren febriles Saint-Germain-des-Prés. Discuten con los maestros europeos proyectos de humanidad mejor y formas nuevas de imaginar.

Por efecto de extrañamiento, Europa los ayuda a destilar imágenes de lo propio y a decantar la diferencia. La lista de los latinoamericanos que en los años 20 hacen obras emblemáticas en la capital francesa sería interminable. Pero recordaré al voleo que el cubano Víctor Manuel pinta allí su Gitana Tropical, y el brasileño Portinari, su mítico Palaninho. El chileno Huidobro escribe en París la primera versión de Altazor y el argentino Leopoldo Marechal, los capítulos iniciales de Adán Buenos Aires. Allí publica el cubano Carpentier, entre otras, su Lettre des Antilles para fustigar lo que él considera una “negrofilia” esencialista de las vanguardias francesas. Allí el estudiante Miguel Ángel Asturias traduce el Popol Vuh, el libro quiché; y el sabio haitiano Jean Price-Mars publica Ainsi parla l'oncle, obra pionera de la etnología latinoamericana.

Es la fiebre cosmopolita y parisina lo que contribuye a poner en primer plano de la conciencia de muchos artistas latinoamericanos la pregunta sobre la identidad: ¿Quiénes somos los peruanos y cubanos, los argentinos, uruguayos y brasileños, los haitianos y mexicanos? ¿Qué nos representa? ¿Cuál es nuestro rostro?

Se están difundiendo en estos mismo años nuevas disciplinas y tecnologías del pensamiento que estimulan tal indagación: antropología, psicoanálisis, marxismo...

Es también este el momento en que muchos intelectuales latinoamericanos, incitados por el triunfo de la revolución rusa, abrazan la ideología marxista. Sobre las sensibilidades golpea maciza la frase de Barbusse: “La liberté et la fraternité sont des mots, tandis que l'égalité est une chose.” Muchos entran al marxismo a través de Henri Lefebvre y sus visiones humanistas. Muchos viajan a Moscú. Ni siquiera imaginamos hoy cuántos grandes latinoamericanos en los años 20 y 30 fueron comunistas de partido (como el profundo Vallejo); aunque después algunos abandonaran la militancia al evidenciarse el viraje estalinista.
Mestizo, pobre e iluminado, Vallejo es comunista en París. Y lo es su compatriota José Carlos Mariátegui, que descubre en los años 20, en Milán, las visiones nuevas de Gramsci.

De su estancia en Europa el gran peruano regresa a América con una revolución en su cabeza y funda la revista Amauta (1926-1930). Ya ve claro un marxismo latinoamericano, sin dogmas y centrado en lo cultural. Surgen en cada país revistas fundadoras del debate intelectual americano. En las páginas de Amauta se dan cita las vanguardias artísticas y políticas del mundo: Romain Rolland y Marinetti, Jorge Luis Borges y Julio Antonio Mella; Miguel de Unamuno y André Breton, Lenin y Freud.

[...] consideraremos al Perú dentro del panorama del mundo. Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos. Todo lo humano es nuestro. (J. C. Mariátegui en la presentación del primer número de Amauta.)

Similar programa tiene la cubana Revista de Avance (1927-1930) fundada por Alejo Carpentier, Jorge Mañach y Juan Marinello.

En Brasil el estilo es otro. El vanguardismo (o “modernismo” como le llamaron ellos), nace en la Semana de Arte Moderno de 1922, que está pensada como una gran performance. En el Teatro Municipal de Sao Paulo se desgrana durante siete días un programa despiadado contra el tradicionalismo y el estancamiento de la cultura de academia. Está organizada por el pensador y escritor Mário de Andrade y la pintora Tarsila do Amaral. Ella es la inventora del surrealismo a la brasileña con su célebre cuadro Abaporu (el hombre que come), de 1929. Él escribirá en 1928 Macunaíma, saga sobre un héroe que nace indio, se vuelve negro y finalmente es blanco y vuela por todo Brasil sobre las alas de un pájaro. Fueron secundados por el compositor Heitor Villa-Lobos — que estuvo en el programa con sus Danzas Africanas — y otros excelsos detractores de la academia.

Frente a la Europa inevitable y suculenta el brasileño Oswald de Andrade propone invertir los términos y, en 1928, produce su Manifiesto Antropófago:

Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente.
Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz.
Tupi, or not tupi, that is the question.
Contra todas las catequesis. Y contra la madre de los Gracos.
Sólo me interesa lo que no es mío. [...]
Queremos la Revolución Caraiba. Más grande que la Revolución Francesa. La unificación de todas las revueltas eficaces en la dirección del hombre. Sin nosotros Europa no tendría siquiera su pobre declaración de los derechos del hombre
.

Después de los años 20 será imposible el nativismo ingenuo y parroquial. El Manifiesto Antropófago resume la sofisticación del alma americana, cualquiera que sea el significado de las palabras alma y sofisticación.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Latinoamericanos en París (I)

En medio de la Primera Guerra Mundial se inicia en Europa otra conmoción: “las vanguardias”.

Se denomina así a un conjunto muy diverso de tendencias que, en avalancha, introducen cambios radicales en todo tipo de forma artística. Cuestionan la autoridad de las academias, de los clásicos, del racionalismo y de la representación realista, y lo hacen en nombre de la libertad, la imaginación, la tecnología, la velocidad y hasta del socialismo. Es, sobre todo, una cruzada contra: contra toda la cultura burguesa y bienpensante. El movimiento se extiende aproximadamente entre 1915 y 1939, cuando estalla la próxima guerra. De la ferocidad de la primera nace una carga de energía inconformista como no se veía desde la Modernidad temprana o Renacimiento. Y, también, un sentimiento de frustración ante el derrumbe de los grandes ideales: no hay más verdad ni estabilidad, ni es cierta la estructura, la armonía, el orden y el viejo humanismo. Solo hay espejismos y falacias. Solo el arte puede romper con este círculo de desgaste cultural ejerciendo su suprema libertad de experimentar con lo desconocido e inventar mundos. La primera misión de las vanguardias (cubismo, dadaísmo, futurismo, abstraccionismo, surrealismo, expresionismo…) es negar lo que hay. El arte está en otra parte.

Las vanguardias desprecian la “ilusión de real” y toda forma fácilmente legible, razonable, estructurada, lineal y coherente. La apuesta es a la desconstrucción, a la antifiguración, a la aventura de la forma por sí misma, despegada del referente obvio. Se proclama, además, la indagación en zonas inconscientes o “irracionales” y se admira el vigor de culturas no europeas, tenidas como exóticas y “primitivas”. Toda violencia contra la representación normalizada de las relaciones y las cosas, todo gesto que derribe la apariencia manoseada y capture desarreglos, combinaciones insólitas, zonas secretas, mundos “otros”, toda bomba a la rutina y al canon es bienvenida. La lucha de fondo es contra el secreto mejor guardado de la burguesía: su principio autoritario y su falsa moral. Para las vanguardias, el arte es un triunfo de la vida sobre la realidad.

En este espíritu se inscribe el manifiesto Non serviam (No te serviré), de 1914, del poeta chileno Vicente Huidobro:

Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. […] Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.


En la literatura dramática europea las vanguardias tienen sus precursores más cercanos, a fines del siglo XIX, en el simbolismo de Maeterlinck y en la anticipación surrealista y absurda de Jarry. En América Latina hay precedentes que hoy deslumbran: El gigante Amapolas (1842), del argentino Juan Bautista Alberdi, sátira política que parece dramaturgia del absurdo; o los apuntes de José Martí para la tragedia Chac Mool (ca. 1880), donde imagina una escena americana ritualizada y de tema indígena que se diría artaudiana. Curiosamente, todo este teatro latinoamericano anticipador de vanguardias estéticas es político, y al mismo tiempo poético y despegado del realismo.

Ahora bien, es preciso recordar que el teatro tiene singularidades que marcan una diferencia con otras artes. En época de antirrealismo, todavía cabe preguntarse por el papel revolucionario del moderno drama realista de corte ibseniano. En el mismo momento en que otras artes vuelven la espalda al principio de representación ¿no se han asomado Ibsen, Strindberg y Chéjov a técnicas de escritura que insinúan colocar escénicamente la voz y el cuerpo en zonas de oscuridad o incongruencia? ¿No son los grandes realistas del drama moderno los primeros en desplegar la estrategia de un no dicho que demanda actuación en la ambigüedad? ¿No son ellos los primeros en llenar de agujeros la escritura poniendo en peligro la fluidez aristotélica? Ibsen y Strindberg hilan tan fino y tan hondo en la escritura que, en escena, las acciones a veces parecen perder el nexo causal. Capturan psiquismo profundo y este, actuado, no admite literalidad ni dilucidación. El “realista” Chéjov, además de quebrar la linealidad y el progresismo aristotélicos, es quizá el primero en abrir en la dramaturgia el lugar de la no representación, de lo que sucede fuera de discurso y el primero en exhibir una acción paralizada y desviada, sin objeto. Puro deseo sin salida.

Cuando la gran dramaturgia realista moderna figura cuerpo concentrado y extremo, ¿no promueve una salida del actor fuera de la ficción y, por ende, fuera de todo “realismo”? Así, la tarantela que baila Nora en Casa de muñecas sucederá en la historia, pero también fuera de la historia. Hay ciertas calidades de realismo teatral moderno que propician, paradójicamente, cuerpo deslizado hacia el acontecimiento y la antiestructura. Ese realismo, pienso, permite que el teatro, a diferencia de otras artes, conecte la “obra bien hecha” con intensidades performativas que, más allá del estilo, convergen con la arremetida antiburguesa y antifigurativa de las vanguardias. Recordemos la perturbadora entidad bipolar que es La señorita Julia, de Strindberg.

Otra relación particular entre teatro y vanguardias al abrirse el siglo XX es la que se deriva del surgimiento de una nueva categoría: la puesta en escena abre una nueva era en la historia del teatro occidental. Una nueva filosofía impone reconsideraciones sobre la parte viva de lo teatral; la escena, aunque sigue referida a un modelo textual, asume tareas performativas inéditas en el teatro “culto” europeo.

La búsqueda naturalista de la cuarta pared y la ilusión de real es un arma de doble filo. Ronda los escenarios un nuevo rigor que, digamos, por exceso de mímesis, pone un pie del otro lado de lo mimético, y accede a la zona de lo irrepresentable. El “hiperrealismo” físico y material en Antoine, la mística actoral en Stanislavski o Copeau más que realismo predican, en el fondo, encarnación y compromiso del acto escénico total con la “verdad”. Así, la puesta en escena descubre para la tradición occidental lo que orientales, africanos y actores populares de todos los tiempos ya sabían: el teatro es un arte capaz de producir verdad sin referente.

Y están, además, los maestros de la puesta en escena no realistas: un Meyerhold o un Craig, que se rebelan contra el naturalismo y la sumisión del teatro al texto, acentuando zonas de abstracción y visualidad en lo actoral y escenográfico.

De modo que, para hablar de vanguardias y antirrealismos referidos al teatro, habrá que examinar con mucha atención lo que está sucediendo en el juego doble texto-performance en los inicios del siglo XX y reconocer cómo determinadas dramaturgias abren terrenos de performance teatral donde la categoría “realismo” se vuelve resbaladiza. Y es allí, en el plano de performance, donde aparecen a veces las lógicas teatrales de vanguardia en el teatro latinoamericano y donde se reformulan lo estético y sus rutinas.

Un último dato crucial para los años que ahora entramos a examinar: desde 1917 hay revolución en Rusia y turbulencia en el enfoque sobre la relación vanguardia artística-vanguardia política. La Rusia bolchevique se debate entre irrealismos iluminados que invocan como su inspiración al “hombre nuevo” y una tendencia dogmática que ha comenzado a oponer realismo a “formalismo”, como si el juego atrevido no figurativo con la forma fuera “burgués” y el realismo, “proletario”. Al llamado “formalismo” se le endilga apoliticismo o elitismo alejado del “pueblo”. Hay sospecha levantada sobre todo arte que no acepte ser “reflejo” de la realidad y, muerto Lenin, la deformación populista del “realismo socialista” se desboca.

Este debate es de especial relevancia en América Latina, donde la tradición intelectual viene debatiendo hace dos siglos la relación entre estética y política, entre libertad y compromiso social de los artistas.