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sábado, 16 de mayo de 2009

Estoy escribiendo...

La semiología nos enseñó a descubrir los secretos que le permitían a la forma producir sentido. Es una disciplina para leer los símbolos que pueblan un escenario y dar cuenta de la constitución de un “texto espectacular”. Era el método que mejor permitía descubrir cómo la puesta en escena funcionaba para producir sentidos.

Fue enorme lo que aquella conciencia nueva nos aportó a artistas y críticos en los años 70 y 80 porque aprendimos a distinguir materiales y niveles concretos donde significantes de diversa naturaleza se entretejían y se asignaban jerarquías. Nos volvimos más capaces de identificar lógica significante y comprobar algunas estrategias simbólicas que se manifestaban en superficie y en estructura profunda.

Hoy, sin embargo, los críticos tratamos de acompañar a artistas que se han deslizado fuera del paradigma de la puesta en escena. A muchos les interesa traer a primer plano el aspecto de performance, indagar en la constitución del acontecimiento teatral como experiencia. Y ya no basta poner la atención sobre la semiosis y la producción de sentido. Se ha vuelto central calibrar los empleos de presencia y energía.

Al igual que los artistas, los críticos estamos incorporando técnicas diferentes, ahora para testimoniar sobre el plano no discursivo del acontecimiento escénico.

Ahora hay que describir, recurriendo a la fenomenología, experiencia de cuerpo social que juega, o de cuerpo protagonista y solidario, o de cuerpo aplacado, o de energía que interpone estallidos entre el deseo y la determinación.

La performance sucede con el signo pero no puede reducirse a él. Corre entre y fuera del discurso, en una dimensión que, siendo directamente física y no ideológica, mueve, sin embargo, instancias políticas: actores y espectadores juntos, cruzando fronteras, deslizándose fuera de la estructura y el orden conocidos. Experiencia por contagio.

En el plano de performance interesa al crítico teatral, pues, decir cómo y dónde se generan las nuevas intensidades de lo vivido como experiencia dentro de la situación-teatro (Grumann). Cómo lo intempestivo descoloca, aquí y allá, estructuras interiorizadas de “normalidad”. Interesa al teórico describir lo carnal que circula, en parte ingobernable, construyendo otro espaciotiempo de sociabilidad.

La elaboración de lo energético es consustancial al teatro. Todo teatro mueve un campo de energía social en el que los cuerpos reunidos trabajan y se conciertan en pos de algún efecto sentido. Lo nuevo es que la cultura de fin de siglo puso foco sobre los cuerpos. El cuerpo fue traído a un primer plano en una operación cultural de múltiples implicaciones: por un lado, necesidad de difundir cuerpo-imagen sustentadores del consumo y el control cultural.

Hoy el cuerpo social reproducido y exhibido fascina a tirios y troyanos y se ha vuelto una verdadera obsesión tanto de la industria cultural como del arte de investigación. El mercado nos da nuestras raciones diarias de hombre al agua y cirugías para cambiar la vida por televisión. Con eso alimenta nuestra ilusión de ser agentes de algo. Pero como dice el dicho: moviliza cuerpo... que algo queda. La cultura que sustituye el cuerpo por su imagen cría cuervos. No puede evitar que del cuerpo empujado, reproducido, toqueteado y euforizado se escape un excedente de energía que ningún libreto puede capturar. Se trata de una ley física y política que hace una década explicó el estadounidense Randy Martin:

CITA (Performance as Political Act. The Embodied Self)

Es en este contexto de reflexión que me interesa comentar poéticas teatrales latinoamericanas acogidas al giro performativo de una nueva época (Fischer-Lichte). Hablamos de arte escénico de los últimos veinte años interesado en infiltrar cuerpo resistente por las rendijas de la estructura establecida.

Varios directores-dramaturgos desde finales de los años 80 hasta la actualidad han ideado procedimientos para sacar al actor de la representación e invitarlo a salirse fuera de la representación de un modelo previo. Los nuevos dramaturgos-directores relativizan el plano de ficción (fábula, personaje) para investigar en la situación-teatro “estados” e “intensidades” que producen no interpretación de sentido sino experiencia.

El actor se expone para violentar estructuras sedimentadas en la cultura y traspasar al público el efecto de agencia: pisar la raya y salirse.

Para examinar las bases de este tipo de poéticas me apoyaré, primero, en la idea de “actuación de estados”, que tiene su origen en Argentina, pero que, con otros nombres, también aparece simultáneamente en otros países de la región.

Estos artistas — los más — emergieron a fines de los años 80, cuando tenían apenas 30 años. Produjeron sus primeros experimentos en una coyuntura de conmoción al interior de sus países y en el mundo: fin de largas dictaduras militares en el Cono Sur, caída del muro de Berlín, crisis del pensamiento de las izquierdas, explosiones tecnológicas y generalización en la vida cotidiana de una “cultura del espectáculo”. El cambio involucró no solo a la generación emergente, sino a maestros de larga trayectoria que, bajo el efecto de avalancha, cambiaron el rumbo de sus poéticas.

Otro teatro es posible

Decía el investigador argentino Gustavo Geirola: “Basta aproximarse a la dramaturgia de Eduardo Pavlovsky y de Ricardo Bartís, para apreciar el surgimiento de una dinámica de trabajo teatral muy diferente a la creación colectiva, en sus propuestas y en su tradición teórica.”

Partamos, pues, con la Argentina y esos dos maestros que pueden ayudarnos a identificar la diferencia.

En una entrevista imaginaria con Ricardo Bartís le pregunto:

¿Cómo ves la situación del actor en Argentina?

En la escena de Bs. As. en los años ochenta y a principio de los noventa [predominaba] una especie de realismo rioplatense, teatro donde había una narración lineal y personajes definidos en relación a ella. Ha aparecido otro tipo de teatralidad, cuyos exponentes son bastantes variados.


[La entrevista imaginaria continuará...]

sábado, 2 de mayo de 2009

Decir la performance

Magaly Muguercia

Hay tres lenguajes críticos que admiro: la ingeniería en alta fidelidad cuando identifica el sonido puro, la distorsión, un bajo redondo o la vertical de un escenario sonoro. O el enólogo que sabe en qué fuente química nació un vino musculoso. O el comentario deportivo que dice la técnica y la política de la pericia de un atleta. Ellos disponen de metáforas codificadas para nombrar la materialidad que subyace a efectos que percibimos en el cuerpo. Los críticos de teatro occidentales no tenemos la palabra para decir la fuente de alguna especial movida de energía que reformuló un tiempo y un espacio. Quizá tampoco percibimos la movida, lo que es peor.

Yo quisiera decir la performance como una experta catadora o una hindú. Localizar el “timbre” o el sabor de una energía, su duración y efecto “en boca”. O bien, apreciar la disposición guerrera o coqueta de una mano, no solo como intención psicológica sino como fabricación de luz, de cambio o velocidad. ¿Cómo una danza ejecuta un recorrido ácido y cauteloso, o la voz fabrica terciopelo o herrumbre, o el bailarín escapa, dejando el espacio ocupado? ¿Con qué? Me interesa la experiencia de cuerpo social “redondo”, o de mente rota o la atención “de fruta madura” en el espectador.

La puesta en escena que alcanzó su madurez en los escenarios de Europa, Estados Unidos y la América Latina en los años 50 y 60, comprometió toda su densidad y su pericia simbólicas en actualizar textos del pasado y el presente. Allí muchas veces se dijo la política bellamente, con principios que venían de Brecht, del teatro popular de Jean Vilar y del marxismo.
De los años 60 a los 80 la semiología del teatro se desarrolló como la herramienta que mejor podía explicar esa puesta en escena de la plenitud, en París, Milán o La Habana, interpretando a Lorenzaccio, a Arlequín o a Lumumba.

Cuando ya el siglo XX había desarrollado una reflexión capital sobre el papel de los sistemas simbólicos como reguladores de la convivencia humana, entonces la semiología teatral suministró a la puesta en escena, en todo su esplendor, el instrumento analítico que ella se merecía.
En este evento nos hace el honor de acompañarnos Patrice Pavis, quien fue maestro de muchos de nosotros en aquel aprendizaje iniciado al filo de los 80. Nos ayudó a reconocer las “voces e imágenes” de la escena y, con un clásico cuestionario que él ideó, aprendimos a sacarle a la representación sus secretos estructurales. En ese mismo cuestionario, cerrando un párrafo y al final de un renglón se abrió paso, como en el último instante, una pregunta inconveniente: ¿Qué no hace signo?
Yo suspiré aliviada porque ya el instinto — esa otra herramienta del crítico — me avisaba que algunos colegas críticos y teóricos se estaban volviendo fundamentalistas de la semiología teatral.
Ya antes había advertido en el teatro “lo que no hace signo”, pero no sabía cómo se llamaba. En 1980 vi a actores moscovitas de edad madura, representando a ciudadanos moscovitas de edad madura, que bailaban, en 1980, a un Glenn Miller nostálgico y a pocos metros de mí; y en la próxima escena, un actor joven echaba abajo de una patada una puerta real. Era La hija mayor de un hombre joven, en una dirección temprana de Vasili Vasíliev, barbudo y dostoyevskiano como nunca, en el Moscú que, en los años 80, anticipó con el teatro la perestroika.
En aquello de Vasíliev había algo sustantivo que se movía y no hacía signo. Ese algo nos pasaba a los espectadores. A mediados de la década aprendí con Goffman, Schechner y Turner que la palabra era performance.
Performance es la dimensión del teatro donde el cuerpo produce acción real y no símbolo y que tiene la capacidad de integrar a público y actores en alguna práctica de participación diferente a la convivencia cotidiana. En esta breve intervención me voy a acoger a un concepto de performance que me sugiere Patrice Pavis en un libro muy reciente. Allí él hace una útil distinción entre performance y puesta en escena. De ese plato teórico yo secuestro pedacitos para sugerir que puesta en escena y performance son dos aspectos inseparables de toda práctica escénica. Desde luego, cada poética, cada artista elige qué aspecto —performance o puesta en escena — trae a primer plano. La distinción que hace Pavis tienen a mi juicio valor metodológico porque descansa sobre descripciones particularmente inspiradas de lo que sucede, concretamente, en el cuerpo social reunido durante la representación. En este libro Pavis evalúa decenas y decenas de espectáculos con un despliegue provocativo de análisis y fenomenología que no le hubiera brotado con tanta libertad veinte años atrás. El mundo que tanto cambió nos ha cambiado.
Hoy más que nunca, cuando el aspecto performance viene a primer plano — por causas culturales que aquí no tengo tiempo de esbozar —, los críticos necesitamos entrenar una mirada doble que registre el juego entre esos dos planos inseparables del teatro: el signo y el deseo; pero si bien somos expertos en análisis semiológico, todavía no disponemos de una herramienta metodológica efectiva ni de un diccionario generalizado para decir la performance y sus efectos. Y cuando al fin los tengamos, la práctica teatral andará por otro lado.
Por eso tenemos que ensayar ahora categorías y estrategias imperfectas, para que no se nos escape ni la familiar estructura significante y la discursividad, ni la energía, la fuerza y el trabajo que con y más allá de los símbolos nos hacen señales sobre la hoguera. Tenemos que establecer la fuente, el recorrido y los efectos de un cuerpo movilizado que, en teatro, cambia el tiempo y el espacio.
Observen las palabras que acabo de utilizar: energía, fuerza, trabajo, cambio y movilización . Todas ellas son categorías centrales de la física y la política. Ahora el crítico, además de desentrañar el sentido de la puesta, tendrá que restituirnos (de algún modo) la física y la política encarnadas de un evento de teatro. No su ideología ni su psicología, sino lo que sucede, y cómo, en el conocimiento carnal de mundo mediante experiencias de convivio, partage o ejercicio de sociabilidad diferente.
Al teatro que hoy tiende a destacar la performance le hacen falta críticos diestros en movimiento complejo y mojado (siguiendo una metáfora de Patrice Pavis). Y agrego enseguida a la física y la política la posibilidad de una teoría del afecto que nos ayude a decir la neurofísica y la economía del pathos, que es al mismo tiempo somático y cultural, como quedó demostrado desde Aristóteles y la catarsis.
En cuanto a la física: movimiento, en física clásica, es el cambio de la situación de un cuerpo en el espacio con el transcurso del tiempo. Decir movimiento en enfoque de performance, creo, es valorar la producción de espaciotiempo inéditos más allá del plano de ficción. En ese espaciotiempo social e inédito me introdujeron por un instante los rusos que comenté, o Nissim Sharim en 2000 cuando, haciendo a Einstein, se baja del escenario para que el público lo ayude a demostrar la teoría de la relatividad. Con el espíritu planchado y el cerebro liso después de varias horas en un mall, la física moderna practicada entre Sharim y el mismo público santiaguino que sale a “vitrinear” los domingos consiguió volverme a la indeterminación, a lo que está fuera de la causalidad lineal, y también una tendencia, atrevidísima, de la materia a moverse perdiendo sistema y estructura. Los santiaguinos, al descubrir la precariedad cuántica, estallaron en un aplauso.
En cuanto a la política: que estamos acostumbrados a pensar lo político como conciencia y discursividad opositoras a algún poder; pero hoy sabemos que hay una política del acto íntimo y subversiones que no se hacen con la conciencia estructurada y ni siquiera dentro de la historia.
Volviendo a mis rusos (rusos bailando en silencio; rusos bailando en silencio, abrazados, con Glenn Miller, en los años 80, a pocos metros de mí): esos cuerpos juntos de actores y espectadores que existieron durante un instante en Moscú, tenían vibración tenue chejoviana y corriente subterránea chejoviana y anhelo muy tangible de otra vida. La patada del actor ruso contra la puerta convirtió vibración tenue en radicalidad amenazante y musculosa: se rompían puertas sólidas “de verdad” en el tradicional teatro Stanislavski de la calle Bolshaia Dmitróvskaia.
Desde luego, también en la performance se puede vivir una ilusión donde el cuerpo realiza como autonomía lo que no es sino controlada repetición de imágenes de deseos. No quiero ser yo misma fundamentalista, pero creo que algo como un espejismo de participación sucedió en el reciente Santiago a mil, que, según los organizadores insistieron, ponía a la ciudad “en la calle” con La fura del baus y sus despliegues demasiado previsibles. Incluso observé con suspicacia la recurrencia festivalera de Körper, que se pasea magnífico por el mundo desde hace una década. En 2001 lo vi en Buenos Aires a tres días de haber caído las torres gemelas en Nueva York. Entonces, aquella inflación de cuerpos exhibidos nos galvanizó en los asientos. Ahora en Santiago la performance de Sacha Waltz no tiene un correlato más cercano de acción política opositora y globalizada que el zapato asesino y medieval lanzado por un periodista palestino a Busch y que este esquivó deportivamente.
Si la performance es el aspecto teatral del cuerpo en movimiento, aclaremos enseguida que ese cuerpo de la performance no es solo individual y biológico sino cuerpo social. Desde la física, el cuerpo social pudieran ser los campos, donde la energía moviliza sin que los cuerpos aglomerados se toquen. Desde la política, el cuerpo social puede ser cuerpo-objeto que reproduce estructuras, por ejemplo, de obediencia, de etiqueta o de consumo; o cuerpo-sujeto que por un instante recupera autonomía frente al símbolo y vive esa capacidad de movimiento no controlable hacia lo otro a la que le llamaremos deseo. De modo que ‘campo’ y ‘deseo’ son dos términos también interesantes para describir una performance, que puede presentar interferencia en el campo o practicar deseo, que es, creo, cuando el evento teatral trae al presente la ausencia y realiza un instante de utopía.
Una última nota para comentar que el cuerpo social y sus performances puede pensarse en la física, la política y el afecto, y, claro, también se piensa desde la teoría general sobre cultura y contemporaneidad.
Un antropólogo argentino, Néstor García Canclini comenzó a teorizar hace diez años en su libro Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, una nota dominante de la cultura contemporánea, que sería la hibridez o contaminación de las culturas en el mundo globalizado. También subrayó que posiblemente en la América Latina ese rasgo está acentuado por una constitución híbrida mucho más temprana, precapitalista, vinculada a la movilización civilizatoria devastadora que nos ligó a Europa. Creo que el mexicano Carlos Monsiváis (Los rituales del caos) en estos mismos diez años últimos ha venido describiendo, en su prosa disparada de sagaz y divertido desconstructor, las performances de los cuerpos sociales mexicanos, híbridos y posmodernos. Estas performances que Monsiváis describe, también son realizadas y teorizadas por su semicompatriota Guillermo Gómez-Peña, en los Estados Unidos.
Podríamos intentar pensar todas las artes escénicas, especialmente en la América Latina, como física, política y afecto en cuerpos sociales que se “contaminaron” muy temprano y a los que es imposible remitir, desde la perspectiva occidental de pensamiento, a alguna tradición de clásica pureza, como harían los franceses, los chinos o los japoneses.
Cuando en nuestros países los escenarios se pueblan de performances, nuestras vanguardias “trans” acarrean inevitablemente “madera” o ancestro. La impureza chilena se ha paseado por todo el siglo XX, desde Acevedo Hernández y Cruchaga hasta la escritura de Pedro Lemebel, la Manzana de Adán de Alfredo Castro o el H.P. de Luis Barrales. Escojo, para sugerir una última finísima performance del cuerpo pobre, popular, vanguardista y europeo en los escenarios chilenos a Andrés Pérez, desde La negra Esther hasta La huída. Un chileno que amasaba, sin pedir permiso, erotismo gay con memoria política y energía parisina con técnicas mapuches, o al revés.

Santiago de Chile, marzo de 2009

Estudios de performance en América Latina

Magaly Muguercia

Debo hacer una primera aclaración de terminología. Hablaré aquí de performance en dos acepciones diferentes, pero que guardan entre sí una relación.
1) Hoy en día se denomina “arte de performance” a un género que, desde el teatro, las artes plásticas o la música, privilegia la producción de experiencia real más allá de la ficción. El arte de performance no quiere colocar al espectador frente a un objeto de arte para que lo contemple y lo interprete, sino que lo invita a cruzar, literalmente, hacia un espacio y un tiempo especiales donde actores y espectadores se movilizan hacia afuera de sus comportamientos habituales.
Ha muerto recientemente el maestro catalán Ricardo Salvat. En reflexiones recientes este artista y pensador describía la siguiente performance:
El espectáculo duraba unos treinta minutos. El público –veinte personas por pase– era encerrado en un enorme contenedor situado en la playa, al que se le llevaba con malos tratos como si fuera un inmigrante. Ya dentro del contenedor y a oscuras, el espectador se mezclaba con los actores sin saberlo. De repente, el que yo creí un espectador a mi lado se levantó y empezó a hacer todo un ritual de preparación de un terrorista suicida con fría decisión. Luego entraban los policías encapuchados y cacheaban a todos y cada uno de los espectadores. Se llevaban al terrorista. Alguien lloraba luego en una esquina. entraban los policías encapuchados y cacheaban a todos y cada uno de los espectadores. Se llevaban al terrorista. [...] De vez en cuando oías bellísimos poemas en árabe que una voz traducía como en un susurro. Experiencia terrible e impresionante...
Señala el investigador mexicano Antonio Prieto Stambaugh:
El gusto por el “performance art” está vinculado con el deseo de ver actos “reales”, no sangre de utilería sino sangre real, no un actor que representa a un personaje, sino un artista que se compromete a sí mismo en un acto riesgoso.
Reseña Prieto situaciones de performance:
Una mujer baña a un hombre dentro de una tina de sangre, restriega su piel con un pulpo...
Un hombre realiza un picnic en los pasillos de un aeropuerto internacional. Los policías le preguntan por qué hace eso y él contesta: "porque tengo hambre". Se lo llevan preso.
En Chile, los visitantes de una galería observan una juguera (“osterizer”) llena de pececitos vivos. Tienen la opción de accionar el interruptor...
Marvin Carlson apunta que, en los años 70 y 80 del siglo XX, el término fue usado por los teóricos, en esta primera acepción, para designar un teatro que “trataba lo experiencial como lo opuesto al aspecto discursivo del arte.”
En el arte de performance predomina, pues, una actitud que difumina o quiebra las fronteras que separan el arte de la vida y desafía al sujeto a intervenir en una experiencia de comportamiento real-extraordinario.
2) En la segunda acepción, performance se entiende como un principio de la cultura según el cual toda comunidad humana tiende a congregarse en algún espaciotiempo enmarcado para desarrollar secuencias vivas de acciones que, sujetas a alguna pauta previa, desencadenan efecto significativo sobre la convivencia. Desde inicios de los años 70 el estadounidense Richard Schechner propuso el término performance para designar:
un “amplio espectro” o “continuum” de acciones humanas que van desde lo ritual, el juego, los deportes, el entretenimiento popular, las artes escénicas (teatro, danza, música), y las acciones de la vida cotidiana, hasta la representación de roles sociales, profesionales, de género, de raza y de clase, y llegando hasta las prácticas de sanación (desde el chamanismo hasta la cirugía), los medios y el internet. […] La noción fundamental es que cualquier acción que esté enmarcada, presentada, resaltada o expuesta es performativa.
Según esta definición de Schechner — quizá excesivamente amplia —, hay performance en las artes escénicas; pero también en una procesión religiosa, en los carnavales de Río, en un partido de fútbol y en otras mil actuaciones públicas o privadas, siempre que, mediante la presentación o exhibición del cuerpo, la actuación apunte a reforzar o transformar situaciones de existencia.
Desde estas dos acepciones del concepto performance — como arte y como principio cultural —, los críticos e investigadores del teatro hemos incorporado en los últimos veinte años una mirada que tiende a describir, en el teatro y en la danza, lógicas del cuerpo en movimiento que rebasan la constitución simbólica de la representación. Fuera del teatro, los estudios de performance registran la “teatralidad” generada por alguna zona de identidad social cuando esta proclama su estabilidad, su adaptación o su disidencia. Así, hoy en día son frecuentes los estudios sobre la presentación social (performances sobre a normalización o el conflicto) de sujetos sometidos a exclusión — pobre, mujer, indígena, negro, homosexual, joven, proscrito. En este sentido una mirada desde la performance observa cuándo y cómo, por ejemplo, determinadas identificaciones sociales reproducen el orden o se pliegan a él; cuándo y cómo ejecutan y confirman físicamente su adaptación a patrones de opresión y cuándo y cómo un determinado cuerpo social subyugado se labra un tiempoespacio subversivo donde el orden cambia, aunque sea en un instante fugaz.
Naturalmente, son objeto frecuente de estudio las manifestaciones políticas públicas donde el grupo confirma o niega estructuras autoritarias. Y la antropología y la etnología observan y describen manifestaciones como el juego y el ritual, donde se repiten secuencias fijas de acciones, y el comportamiento, eventualmente, se abre hacia una zona de indeterminación que escapa de lo estructurado y previsible.
En este sentido amplio del término performance, se pueden estudiar desde los rituales japoneses del té o la acogida al extranjero blanco en una aldea de Sudáfrica, hasta la tradición del encuentro en los cafés de Buenos Aires, los códigos espectaculares del narcotráfico y el terrorismo, o las formas casi danzadas de tránsito vehicular en las calles de Puerto Príncipe.
América Latina elabora sus performances, en el teatro, en el arte, y fuera de ellos, sobre el paisaje más desequilibrado del planeta. Las elabora, en el arte, en una zona donde lo estético quiere derramarse hacia la vida o, en la vida, cuando una tradición repetida o un estallido contracultural manejan la estabilidad de las identificaciones o elaboran instantes utópicos contra abismos de desigualdad social, de discriminaciones y cohabitaciones obscenas. Una perspectiva de performance ayuda a describir, en la América Latina, estas identidades múltiples, partidas entre la energía y el discurso, entre la fuga y la pertenencia, entre la desobediencia y la parálisis.
En un espectáculo boliviano reciente, los Fragmentos líquidos, de Diego Aramburo (dirección de Alejandro Molina), el actor del personaje masculino se instala en un espléndido registro neutro, como si le hubieran enterrado la energía que, no obstante, sigue ahí; a cada tanto repite: “yo no tengo voz”. Su juego alterna con la turbulencia de dos mujeres. Ejecutando su erotismo homosexual, ellas son el reverso de todas las prohibiciones que llevan inscritas en el color diferente de su piel (el tema racial es candente en Bolivia). Yo le decía al director: no caracterices, no digas con ropa y pelucas, no trates de aclarar excesivamente el hilo narrativo. Aquí la diferencia está dando gritos en el color y los músculos visibles de esas actrices, en el combate y el encuentro de sus deseos. Solo pon más luz y huye de la redundancia. Allí, en el plano de performance, se establecía un triángulo: palabra poética del autor, vitalidad beligerante de las mujeres, trabajo de un actor con la neutralidad aparente. El actor que se mantiene adentro, solo, cortado.
Me ha parecido útil intentar un breve recuento de investigadores, teóricos y críticos latinoamericanos que hoy en día introducen en sus análisis la perspectiva epistemológica de performance. En esta ocasión no me referiré a los estudiosos de América Latina y lo latino desde los EEUU. Pero es preciso recordar que en ese país alcanzó su definición inicial el arte de performance en los años 60, y que también allí aparecieron, por esta misma época, estudios pioneros sobre las performances sociales. La universidad de Nueva York (NYU) fue la primera en el mundo en crear un departamento de Performance Studies hace más de 20 años, dirigido por Richard Schechner. Y en 2000, adscrito a este Departamento, se fundó el Instituto Hemisférico de Performance y Política, que dirige Diana Taylor. La función de este instituto es, precisamente, hacer de puente entre artistas y estudiosos de performance radicados en las dos geografías, y estimular sus prácticas.
Tampoco incluyo en esta primera incursión los aportes teóricos realizados por los artistas latinoamericanos de teatro y la danza. Mucho han contribuido ellos a sugerir lógicas políticas nuevas, no ideológicas, que han descubierto al investigar con sus actores desempeños corporales alternativos que afectan una situación de grupo. Pienso en Eduardo Pavlovsky o en Ricardo Bartís en la Argentina; o en Antonio Araujo, pero también en Augusto Boal o Antunes Filho, en Brasil; o en los chicanos Guillermo Gómez Peña y Coco Fusco, en Rosa Luisa Márquez y Martorell, en Puerto Rico, o en Víctor Varela, Carlos Díaz y Marianela Boán, en Cuba (y fuera de ella); en las teorizaciones de Miguel Rubio y Mario Delgado, de Santiago García, Samuel Vázquez o Cristóbal Peláez en Perú y Colombia. Decenas de artistas latinoamericanos han contribuido en la segunda mitad del siglo XX a formar el campo teórico de esta reflexión. Sin ellos, los estudiosos no dispondríamos de algunas finas distinciones, experiencias vividas, y categorías para pensar el aspecto performativo del teatro.
En este bosquejo me restrinjo al trabajo de algunos investigadores y académicos en tres países.
Brasil descuella por la variedad y calidad de miradas que analizan hoy aspectos específicamente performativos en el teatro y fuera de él. En el ámbito de la teatrología, el director e investigador André Carreira ha venido elaborando desde hace más de una década estudios sobre las modalidades de teatro popular, teatro de calle y la constitución del grupo teatral a lo largo de la historia de la escena brasileña del siglo XX. Los estudios de Carreira se distinguen por la discusión teórica de aquellos aspectos donde el teatro, en Brasil, se mide con espacios no tradicionales, con la participación comunitaria y las disposiciones específicas del cuerpo del actor que se ocupa en estas zonas de la experimentación teatral. Sus ensayos sobre “El riesgo como un camino material para explorar la teatralidad” , su “Delimitación del concepto de teatro callejero”, “Sobremodernidad y No-Lugares: el teatro callejero como resistencia” o el más reciente “Teatro como invasão” nos revelan conexiones esenciales entre formas de exposición física extrema, ocupación del espacio de la ciudad y estrategias teatrales que crean enclaves de resistencia cultural en toda la geografía del enorme país.
La historiadora y crítica Silvana García, en sucesivos estudios sobre el Teatro da Vertigem de Antonio Araujo y la Compañía San Jorge de Variedades, examina lo político como re-situación del público sobre espacios conflictivos reales de la ciudad de Sao Paulo: una cárcel, el lecho y las orillas del contaminado río Tieté, y un albergue público de la ciudad. “Heridas de la ciudad expuestas”, dice ella, donde los espectadores no son convencidos de nada sino sometidos a una vivencia en la pobreza y la marginalidad. Destaca García:
la contaminación del trabajo [teatral] por una realidad que no admite ser solo representada: ella quiere estar allí presente y se impone, creando una sobre-realidad, una hiper-realidad que se constituye en el acto.
Para la investigadora esta presencia del espectador en el espacio ajeno debe ser pactada. Pero una vez establecido el pacto, no hay marcha atrás. Es necesario navegar en el sucio río para hacer parte de la escenografía. Y es preciso, eventualmente, interactuar con la “interferencia”, con la reacción imprevisible que viene de los presos, de la periferia, de los marginados.
Según Silvana García estos espectáculos se caracterizan porque:
no hay intención de determinar la conciencia social del espectador, tampoco se pretende que el espectador integre una comunidad ideológica cómplice. Lo que es de la naturaleza de esa experiencia es la posibilidad de, efectivamente, experimentar el desplazamiento, experimentar el lugar de la exclusión, el lugar marginal, el lugar donde el Brasil se vuelve problemático.
Destaco la existencia en Brasil de varias agrupaciones de investigadores en la línea de estudios de performance: en Bahía, por ejemplo, funciona el Grupo Interdisciplinario de Investigación sobre contemporaneidad, imaginario y teatralidad (GIPE-CIT) dirigido por el profesor Armindo Bião, con sede en Bahía, o el Grupo de Estudios de performance coordinado por Zeca Teixeira en Río de Janeiro.
Armindo Bião, junto con Chiristine Greiner, fue promotor y editor, en 1998, del libro Etnoescenología: textos selecionados ; más recientemente colaboró en la confección del volumen Temas em contemporaneidade, imaginário e teatralidade . En su introducción a Etnoescenología Bião subraya los orígenes múltiples de la nueva disciplina y su conexión con los Performance Studies anglosajones. Fundamentando su propia postura teórica y la extensión que él concede a la etnoescenología, precisa Bião:
Acreditamos que a arte, a religião, a política e o cotidiano possuem aspectos espetaculares (inserindo-se assim no campo de estudos da etnocenologia), mas que não são áreas de conhecimento indistintas. O que as articula, em sua distinção conceitual e funcional, é justamente uma relative indistinção corporal comportamental, enquanto interação coletiva necessariamente incorporada nas pessoas participantes, ou o que se poderia denominar de comportamentos espetaculares (mais ou menos) organizados e objeto desta almejada cenologia geral, hoje denominada temporariamente etnocenologia.
Como era de esperar, el área de estudios brasileños sobre danza hoy forma parte importante de esta nueva perspectiva teórica. Igualmente los estudios etnológicos sobre la presencia africana e indígena en la cultura nacional.
La investigadora Leda Martins, con su libro Afrografias da memoria , inició hace quince años indagaciones sobre rituales afrobrasileños en los que tomó como eje la categoría de la “encrucijada”:
O termo encruzilhada, utilizado como operador conceitual, oferece-nos a possibilidade de interpretação do trânsito sistêmico e epistêmico que
emergem dos processos inter e transculturais, nos quais se confrontam e
dialogam, nem sempre amistosamente, registros, concepções e sistemas
simbólicos diferenciados e diversos.
La encrucijada presupone la interacción de reinos diferentes: “vivos con muertos”, “natural con sobrenatural”, “cósmico con sociedad” y en los estudios latinoamericanos ensanchan la comprensión de los regímenes de mestizaje, hibridación y cruces de culturas y la manifestación de estos en términos de ejecuciones corporales. Una investigación más reciente de Martins versa sobre las “Performances del tiempo y la memoria” , donde argumenta la constitución curvilínea del tiempo y el espacio propia de las culturas africanas e incorporada a los rituales de congados en el nordeste brasileño. En este tiempo, el “tiempo espiral”, la coexistencia del ya y el todavía se presuponen, y predomina el principio de reversibilidad de la experiencia propio de un tiempo no lineal.
Los trabajos de la imaginación filosófica y etnológica de Leda Martins proporcionan criterios novedosos para identificar, en campos de pensamiento social, religión, política y artes escénicas, principios performativos que responden a matrices de pensamiento no occidentales.
Crucemos la frontera hacia la Argentina. Allí rescato con énfasis la reflexión de directores y dramaturgos que, en los últimos 20 años, conforman lo que Jorge Dubatti ha llamado el “teatro de la posdictadura”. Aprecio las prácticas y el pensamiento de un teatro que ha desplegado, desde diferentes poéticas, un principio de restauración de la memoria histórica. Allí creo que se activa una ética que bebe en Foucault, Deleuze y Guattari — trabajo en lo micropolítico y construcciones de subjetividad alternativa. Este acento aparece explicitado en artistas como Eduardo Pavlovsky y R. Bartís , al formular sus poéticas de la “actuación de estados”, y también en pensadores como Jorge Dubatti.
En su Filosofía del teatro Dubatti defiende una tesis sobre la “matriz de la teatralidad”, donde el teatro se define esencialmente como acontecimiento. Así, el hecho escénico reuniría una tríada de sub-acontecimientos: el convivial, el poético y el “expectatorial”. Se entrelazan en el teatro y actúan al unísono un cuerpo de la presencia y la compañía (el convivio), un cuerpo poético que inventa mundos simbólicos, y un cuerpo de la percepción que el espectador devuelve a manera de participación. Para Dubatti, de nuevo, como en Brasil, es central la experiencia de lo político y ético en el teatro, y esta reside, para actores y espectadores, no en lo ideológico sino en una formación de cuerpo movilizado sobre algún espacio efímero alternativo a las hegemonías. Las teorizaciones de Dubatti están ampliamente sustentadas en análisis de prácticas artísticas concretas de los últimos veinte años en Argentina que producen una salida de lo performativo hacia lo micropolítico. Dubatti establece como rasgo central de los teatros experimentales de la posdictadura “una ruptura del binarismo en las concepciones estéticas y políticas” que él ilustra en sus estudios sobre las poéticas de E. Pavlovsky, R. Bartís, D. Veronese, R. Spregelburd, M. Kartun y otros representantes de una “contracultura” teatral. En esta se investiga la actuación de “estados”, donde la teatralidad se vive como una ética del cuerpo, en enclaves producidos “fuera” y a contrapelo de la ciudad autoritaria.
Por último Dubatti se refiere a la performance fuera del arte y habla sobre una teatralidad que “derrama en la actividad social”:
[...] una teatralidad des-definida, la liminalidad entre teatro y vida, entre el teatro y las otras artes, entre el teatro y la ciencia, la manifestación política, la religión... Una teatralidad extendida, diseminada, que convierte a la Argentina de la Postdictadura en un laboratorio de teatralidad sin antecedentes y obliga al teatro a redefinirse.
En esta vertiente de la teatrología, debo mencionar los acercamientos tempranos de Beatriz Trastoy y Perla Zayas de Lima al tema de los lenguajes no verbales en el teatro argentino y, actualmente, llamar la atención sobre los estudios de Norma Adriana Scheinin sobre teoría del cuerpo y la nueva mirada crítica en el teatro a la luz de los enfoques de performance.
Una última nota sobre Argentina: es apreciable la gravitación sobre investigadores y artistas argentinos del pensamiento de Beatriz Sarlo, una figura que marca pauta en ese país en teoría literaria y estudios de la cultura. Se siente en ellos la deuda con esta persistente reescritora de la memoria, interesada en distinguir las huellas de la política en los cuerpos y en los vericuetos donde la cultura contemporánea ensaya, como ella ha señalado, la formación de nuevas subjetividades.
Otra área del pensamiento sobre performance en la Argentina está referida a estudios sobre la espectacularización de lo político. La vida dictó este derrotero en otros tiempos, cuando la dictadura torturaba y desaparecía, y las Madres de Plaza de Mayo iniciaron aquella ronda solemne y peligrosa que fue durante años encarnó la voz pública contra el régimen. Después vinieron los cacerolazos y el memorable evento del Teatro Abierto, gigantescas performances de la ciudad contra el silencio impuesto; y más tarde, con la democracia, el movimiento de HIJOS con su teatro por la identidad, las congregaciones de piqueteros durante la gran crisis de 2001 y 2002 y los escraches. Estos últimos son actos de repudio espectaculares contra figuras del antiguo régimen militar o contra los nuevos depredadores. A este propósito quiero mencionar los estudios de Ana Longoni y en particular su investigación sobre “El siluetazo y su legado” .
A principios de los 80, en dictadura militar, se pintaba sobre papeles la forma vacía de un cuerpo a escala natural. Esas siluetas amanecían pegadas a los muros de la ciudad para darle presencia acusadora a los desaparecidos. Longoni contrasta la solemnidad de las performances políticas en dictadura con el espíritu carnavalesco de los escraches que surgieron después, en los años 90. Estos están animados por agrupaciones de jóvenes artistas plásticos. Los escraches cercan y apuntan hacia aquellos espacios de la ciudad donde persiste la memoria o la persona real del genocida. En este procedimiento performativo de revelación de lo oculto, el espacio es cercado y se produce, además, una provocación visual mediante el empleo de grandes muñecos, máscaras y disfraces.
La tercera estación de este sumario es México. Como Argentina y Brasil, México es tierra de vida teatral intensa y legendarias turbulencias políticas, desde la Revolución Mexicana hasta las performances zapatistas de la década pasada. Único país latinoamericano con fronteras con los Estados Unidos, su imaginario político está marcado por la tensión entre el nacionalismo mexicano y el éxodo masivo de los pobres hacia el norte, la tierra de promisión. México posee, además, ancestro indígena poderoso que se entrelaza con el legado europeo y una tradición en estudios de antropología y pensamiento sobre la cultura caracterizados por su particular aliento poético.
Hoy en día el antropólogo Roger Bartra, el sociólogo y antropólogo argentino Néstor García Canclini, establecido en México, y el escritor Carlos Monsiváis se cuentan entre los principales productores de visiones teóricas de la mexicanidad posmoderna y sus rituales. Se debe a Monsiváis Los rituales del caos , un clásico para estudiosos de la performance cultural en cualquier latitud. Los mexicanos cuentan, además, con las investigaciones precursoras de Gabriel Weisz en torno al cuerpo. Este camino se abrió con su libro El juego viviente , de 1986, y se ha actualizado en su obra más reciente, Cuerpo y espectros , de 2005.
En el área de los estudios teatrales desde la perspectiva que estamos subrayando es imprescindible el nombre de un académico joven: Antonio Prieto Stambaugh. Este teórico y animador de los estudios sobre performance es el conductor del sitio de Internet “Performancelogía” . Allí puede leerse su “Pánico, performance y política. Una historia sobre 40 años de arte de performance en México”. Prieto traza allí la trayectoria de una vocación mexicana de arte no objetual, cuyo origen temprano él sitúa en los años 60, con el teatro pánico de Alejandro Jodorowski y las acciones de Juan José Gurrola. Para Prieto, el arte de performance reverdece en el México de los años 90, con una generación donde destacan Jesusa Rodríguez y Astrid Haddad, cultivadoras del llamado “cabaret político”, especie de encarnación posmoderna de la revista política mexicana que dominó en las primeras décadas del siglo XX.
Prieto coincide con sus colegas latinoamericanos en subrayar un cambios en la noción misma de lo político en los nuevos géneros del arte:
A diferencia de lo que sucedía en algunas corrientes plásticas y escénicas de los 60s y 70s, [hoy] los artistas no-objetuales se resisten a hacer de su obra un enunciado político abierto y efectúan más bien un replanteamiento de lo político desde una óptica no partidista [...] que centra su atención en los problemas de la representación y la autoridad.
También en México se destacan los trabajos de la investigadora cubana Ileana Diéguez, radicada en aquel país desde hace casi dos décadas. En su reciente libro Escenarios liminales , esta teatróloga ha ofrecido un panorama particularmente sensible sobre lo que ella percibe como acciones espectaculares de frontera, donde se cruzan disciplinas y territorios, tanto en México como en otros países latinoamericanos. Combinando la noción de “liminaridad” tomada del antropólogo estadounidense Víctor Turner, y la idea de “teatralidades” que operan en la cultura más allá de las artes escénicas — en la línea de pensamiento que iría del pionero del ruso N. Evreinof hasta las tesis del chileno Juan Villegas, entre otros —, Diéguez describe estas performances híbridas dispersas por el continente, en dramaturgias y puestas en escena, pero también formas de pedagogía y política opositoras, o las creativas manifestaciones callejeras en el DF contra el fraude electoral. Así describe Diéguez su perspectiva teórica:
Me interesa observar la liminalidad como extrañamiento del estado habitual de la teatralidad tradicional y como situación en la que se entretejen experiencias estéticas, políticas y éticas. Las prácticas liminales, aún cuando se trata de construcciones desde el arte, se arriesgan a intervenir en los espacios públicos, insertándose en las dinámicas ciudadanas, exponiéndose a ser contaminadas o atravesadas por los acontecimientos de lo real. O se generan colectivamente, fuera de la esfera artística, trascendiendo la dimensión contemplativa, y más allá incluso de propiciar una estética de la participación ponen en acción “utopías de proximidad”.
Como los anteriores estudiosos, Diéguez reconoce la investigación de nuevas claves de lo político, propias de un cambio cultural, en estas experiencias que no enarbolan ideología y discurso sino ejercicio en términos concretos corporales de “subjetividades utópicas pero esencialmente subversivas”.
Mi última estación es Cuba, mi país . La cultura cubana está atravesada por una intensa experiencia política revolucionaria, desde sus luchas por la independencia hasta el socialismo. Ha brillado por la libertad de sus pensadores y artistas en la elaboración atrevida de visiones sobre lo nacional, ámbito recurrente y obsesivo en nuestro imaginario. Los primeros estudiosos de nuestro ancestro africano fueron pioneros de la etnología moderna en la América Latina. Pueblo con vocación de danza, música y espectáculo, al menor pretexto los cubanos se congregan y mueven el cuerpo con fruición. Decimos que nos da lo mismo “un homenaje que un escándalo” quizá para significar esta prontitud a movilizarnos y ofrecernos con desenfado en espectáculo, así en la vida pública como en la privada. En Cuba, debo agregar, se fundó, en 1977, la primera facultad latinoamericana donde se estudió la teatrología como una especialidad universitaria.
Sin embargo, en el día de hoy es relativamente poco frecuente la perspectiva de performance en el pensamiento social y en la teatrología.
La excepción brillante es la teatróloga Inés María Martiatu, que en su incansable investigación ha venido combinando la teoría del teatro, la antropología cultural y la etnología para rescatar los elementos de ritual y mitologías de origen africano en el teatro cubano y caribeño. Su libro El rito como representación es una colección de ensayos sobre la presencia de cultos de santería, Palo Monte, vodú y espiritismo en la dramaturgia y en la escena cubanas. Allí ha estudiado también la actuación del poseso en los cultos, así como la presencia de las fiestas tradicionales populares en algunas prácticas teatrales. Su libro más reciente, Wanilere Teatro , agrupa textos teatrales que incorporan a su estructura rituales de tradición yorubá, bantú, abakuá, vodú y espiritista. Según la autora, la teatrología cubana y la crítica artística y literaria “habían olvidado, marginado o excluido y hecho poco menos que invisible la importancia de estos temas en el imaginario cultural y teatral cubano”.
No ha visto la luz en Cuba un volumen publicado en coedición, en España y Alemania, en 2003: Rito y representación. Los sistemas mágico-religiosos en la cultura cubana contemporánea , recopilación al cuidado de la investigadora Beatriz Rizk, colombiana radicada en los Estados Unidos y la teatróloga cubana Yana Elsa Brugal.
Fuera del teatro, en el área de los estudios culturales y la etnología, Lázara Menéndez ha mantenido una reflexión polémica y esclarecida sobre los elementos de origen africano en nuestra cultura y las operaciones hegemónicas de antes y de ahora que tienden a ignorar, tergiversar o desacreditar las creencias y conceptos que vienen de nuestro componente negro y popular. En un trabajo reciente Menéndez ha analizado, por ejemplo, la exclusión sistemática de imágenes de santería en la televisión cubana. La incisiva investigadora aclara con prudencia:
No nos consta que exista una voluntad de desestimar los enclaves conceptuales que emanan de las religiones cubanas, pero de hecho se omiten resultados importantes de las investigaciones realizadas.
Los estudios cubanos reseñados están concentrados, como se ve, en el área de la etnología y la problemática de lo negro y sus marginaciones en Cuba. La teatrología y otros campos de las ciencias sociales permanecen muy parcos. El escándalo de la actuación (1997), de quien escribe estas líneas, está dedicado a una experiencia sobre performance y pedagogía alternativa con grupos cubanos adultos. Agotó en pocos meses su pequeña edición y no ha sido reeditado. El cuerpo cubano. Teatro performance y política , de 2005, también de mi autoría, tiene una edición digital en Argentina y no se ha publicado en la isla.
Creo que este vacío obedece a una dificultad muy puntual que afecta a todo el pensamiento social cubano, pero que pesa doblemente sobre los estudios de performance. En ellos es central la necesidad de analizar explícitamente la experiencia del cuerpo social en zonas conflictivas de implicación política. En lo macropolítico, se trata de identificar la elaboración performativa de tensiones con el discurso oficial y con los controles institucionales dominantes. En lo privado o micropolítico, hay que describir obediencias y adecuaciones a la hegemonía y también la proliferación de invenciones populares de resistencia y oposición. La vida cubana está llena de un teatro cotidiano donde se hacen visibles la actuación de conflictos en el cuerpo social y también la puesta en cuerpo de utopías persistentes de igualdad y libertad generadas por nuestra cultura socialista. Las invenciones populares en esta zona resultan tan divertidas por momentos como tragicómicas y desgarradas. En particular en la teatrología cubana, otrora sagaz, el síndrome esópico (la no explicitación del sentido político) se ha vuelto empobrecedor: evadir los datos concretos del cuerpo social y sus tensiones, acaba por congelarnos en una metafísica del “ser cubano”, que relega a las entrelíneas la descripción de las opresiones y la subjetividad trasgresora puestas en cuerpo por bailarines, coreógrafos, dramaturgos, actores y directores.